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Gonzalo G. Velasco

'Bajo las estrellas': Cuota de batalla

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Como soy un poco asocial, suelo ir al cine a la sesión de las cuatro y media. Este horario es casi sacrílego en un país de siesteros, vagos y maleantes como es España, de ahí que nunca haya más de cinco o seis personas en la sala a no ser que estrenen una superproducción hollywoodiense apta para todos los públicos del tipo Spiderman 3 o Piratas del Caribe: en el Fin del Mundo. Muchas veces, incluso, miro a mi alrededor y me doy cuenta de que estoy solo en la oscuridad, como Autrey Hepburn en la película de Terence Young. Por eso me ha sorprendido sobremanera que, el mismo día del estreno de Shrek Tercero, hubiera veinte personas en la sala donde proyectaban por segunda semana consecutiva Bajo las Estrellas, sobre todo teniendo en cuenta que el estreno de las recientes Hostel 2 o La Marca del Lobo, dos productos norteamericanos de terror orientados al público que se supone mayoritario: el joven, no había ni la mitad. Algo así ratifica varias evidencias: una, que el boca-oreja es un factor decisivo a la hora de escoger una película, dos, que existe un público maduro, ignorado por la mayor parte de las industrias cinematográficas, al que le interesa consumir historias diferentes donde conviva la calidad con la falta de pretensiones, y tres, que a esa gente le da igual que una película tenga denominación de origen española o no siempre y cuando se les cuente algo de interés.

Con esto no quiero decir que Bajo las Estrellas, la flamante triunfadora del Festival de Málaga de este año, sea una película tan maravillosa como para peregrinar descalzo a los multicines más cercanos a verla, pero sí que hay en ella un extraño marchamo que la aleja de esas amojamadas producciones cañí en la que todos estamos pensando a pesar de que preferiríamos no hacerlo. Y lo bueno es que, al menos desde el punto de vista argumental, la ópera prima de Félix Viscarret tenía todas las papeletas para engrosar, con su historia de hombre castigado por la vida que regresa a sus orígenes y termina descubriéndose a sí mismo, la repetitiva madeja temática del celuloide nacional. En este pequeño milagro tiene mucho que ver la impecable labor del director, la de casi todos los actores a sus órdenes (por más que Alberto San Juán no haga otra cosa que exprimir su registro cómico habitual y sazonarlo con un poco de melancolía, que el papel de Emma Suárez esté un poco desdibujado, y que Violeta Sánchez no convenza del todo debido a su inexperiencia en estas lides), la efectiva partitura de Mikel Salas pespunteada por las aún más efectivas intervenciones de Enrique Morente cantando en inglés, y sobre todo, la facilidad con la que todos estos elementos transitan de la comedia al drama, del drama a la comedia, y de la comedia a la tragedia, a lo largo de un relato rural y panfilón donde el antihéroe puede incitar al fumeteo a una niña, atropellar personas en la carretera al estilo farruquito, apenas pestañear por la muerte de su padre y, con todo, caernos enormemente simpático porque en ese arquetipo tan canalla como español nos vemos muy bien reflejados.

Podría ahora enumerar algunos de los puntos flacos de la película, pero no voy a hacerlo para evitar que, quienes confunden el sentido crítico no apegado al terruño con el tremendismo resentido, me acusen de no apoyar el cine de mi país ni siquiera cuando ofrece obras con cierta enjundia. Eso sí, tampoco puedo poner punto y final a este artículo sin precisar que, con independencia de que Concursante, Ladrones o Bajo las Estrellas hayan encontrado su público gracias al buen hacer de sus responsables, el grueso de nuestro cine sigue dándole la espalda a los espectadores incluso cuándo éstos se plantan en las salas para mirar fijamente a sus ojos. ¿Cuestión de arrogancia? Yo diría que de vergüenza. En cualquier caso, no perdamos nunca la fe.

'Bajo las estrellas': Cuota de batalla

Gonzalo G. Velasco
Gonzalo G. Velasco
martes, 18 de septiembre de 2007, 21:57 h (CET)
Como soy un poco asocial, suelo ir al cine a la sesión de las cuatro y media. Este horario es casi sacrílego en un país de siesteros, vagos y maleantes como es España, de ahí que nunca haya más de cinco o seis personas en la sala a no ser que estrenen una superproducción hollywoodiense apta para todos los públicos del tipo Spiderman 3 o Piratas del Caribe: en el Fin del Mundo. Muchas veces, incluso, miro a mi alrededor y me doy cuenta de que estoy solo en la oscuridad, como Autrey Hepburn en la película de Terence Young. Por eso me ha sorprendido sobremanera que, el mismo día del estreno de Shrek Tercero, hubiera veinte personas en la sala donde proyectaban por segunda semana consecutiva Bajo las Estrellas, sobre todo teniendo en cuenta que el estreno de las recientes Hostel 2 o La Marca del Lobo, dos productos norteamericanos de terror orientados al público que se supone mayoritario: el joven, no había ni la mitad. Algo así ratifica varias evidencias: una, que el boca-oreja es un factor decisivo a la hora de escoger una película, dos, que existe un público maduro, ignorado por la mayor parte de las industrias cinematográficas, al que le interesa consumir historias diferentes donde conviva la calidad con la falta de pretensiones, y tres, que a esa gente le da igual que una película tenga denominación de origen española o no siempre y cuando se les cuente algo de interés.

Con esto no quiero decir que Bajo las Estrellas, la flamante triunfadora del Festival de Málaga de este año, sea una película tan maravillosa como para peregrinar descalzo a los multicines más cercanos a verla, pero sí que hay en ella un extraño marchamo que la aleja de esas amojamadas producciones cañí en la que todos estamos pensando a pesar de que preferiríamos no hacerlo. Y lo bueno es que, al menos desde el punto de vista argumental, la ópera prima de Félix Viscarret tenía todas las papeletas para engrosar, con su historia de hombre castigado por la vida que regresa a sus orígenes y termina descubriéndose a sí mismo, la repetitiva madeja temática del celuloide nacional. En este pequeño milagro tiene mucho que ver la impecable labor del director, la de casi todos los actores a sus órdenes (por más que Alberto San Juán no haga otra cosa que exprimir su registro cómico habitual y sazonarlo con un poco de melancolía, que el papel de Emma Suárez esté un poco desdibujado, y que Violeta Sánchez no convenza del todo debido a su inexperiencia en estas lides), la efectiva partitura de Mikel Salas pespunteada por las aún más efectivas intervenciones de Enrique Morente cantando en inglés, y sobre todo, la facilidad con la que todos estos elementos transitan de la comedia al drama, del drama a la comedia, y de la comedia a la tragedia, a lo largo de un relato rural y panfilón donde el antihéroe puede incitar al fumeteo a una niña, atropellar personas en la carretera al estilo farruquito, apenas pestañear por la muerte de su padre y, con todo, caernos enormemente simpático porque en ese arquetipo tan canalla como español nos vemos muy bien reflejados.

Podría ahora enumerar algunos de los puntos flacos de la película, pero no voy a hacerlo para evitar que, quienes confunden el sentido crítico no apegado al terruño con el tremendismo resentido, me acusen de no apoyar el cine de mi país ni siquiera cuando ofrece obras con cierta enjundia. Eso sí, tampoco puedo poner punto y final a este artículo sin precisar que, con independencia de que Concursante, Ladrones o Bajo las Estrellas hayan encontrado su público gracias al buen hacer de sus responsables, el grueso de nuestro cine sigue dándole la espalda a los espectadores incluso cuándo éstos se plantan en las salas para mirar fijamente a sus ojos. ¿Cuestión de arrogancia? Yo diría que de vergüenza. En cualquier caso, no perdamos nunca la fe.

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