Querido Efraín: Las palabras del que ora han de ser mesuradas y llenas de sosiego y respeto. Pensemos que estamos en la presencia de Dios. Debemos agradar a Dios con la actitud corporal y con la moderación de nuestra voz. Porque, así como es propio del falto de educación hablar a gritos, así, por el contrario, es propio del hombre respetuoso orar con un tono de voz moderado. El Señor, cuando nos adoctrina acerca de la oración, nos manda hacerla en secreto, en lugares escondidos y apartados, en nuestro mismo aposento, lo cual concuerda con nuestra fe, cuando nos enseña que Dios está presente en todas partes, que nos oye y nos ve a todos y que, con la plenitud de su majestad, penetra incluso los lugares más ocultos, tal como está escrito: ¿Soy yo Dios sólo de lejos, y no Dios de cerca? Porque uno se esconda en su escondrijo, ¿no lo voy a ver yo? ¿No lleno el cielo y la tierra? Y también: En todo lugar los ojos de Dios están vigilando a malos y buenos.
Y, cuando nos reunimos con hermanos para celebrar los sagrados misterios, no debemos olvidar este respeto y moderación; ni ponernos a ventilar continuamente sin ton ni son nuestras súplicas deshaciéndonos en un torrente de palabras, sino encomendarlas humildemente a Dios, ya que él escucha no las palabras, sino el corazón; ni hay que convencer a gritos a aquel que penetra nuestros pensamientos, como lo demuestran aquellas palabras suyas: ¿Por qué pensáis mal? Y en otro lugar: Así sabrán todas las Iglesias que yo soy “el que escruta corazones” y mentes.
De este modo oraba Ana, como se lee en el primer libro de Samuel, ya que ella no rogaba a Dios a gritos, sino de un modo silencioso y respetuoso, en lo escondido de su corazón. Su oración era oculta, pero manifiesta su fe; hablaba no con la boca, sino con el corazón, porque sabía que así el Señor la escuchaba, y, de este modo, consiguió lo que pedía, porque lo pedía con fe. Esto nos recuerda la Escritura cuando dice: Hablaba para sí, y no se oía su voz, aunque movía los labios, y el Señor la escuchó. Leemos también en los salmos: “Reflexionad en el silencio de vuestro lecho”. Lo mismo nos sugiere y enseña el Espíritu Santo por boca de Jeremías, con aquellas palabras: “Hay que adorarte en lo interior, Señor.”
El que ora, no debe ignorar cómo oraron el fariseo y el publicano en el templo. Este último, sin atreverse a levantar sus ojos al cielo, sin osar levantar sus manos, tanta era su humildad, se daba golpes de pecho y confesaba los pecados ocultos en su interior, implorando el auxilio de la divina misericordia, mientras que el fariseo oraba satisfecho de sí mismo; y salió aprobado el publicano, porque, al orar, no puso la esperanza de la salvación en la convicción de su propia inocencia, ya que nadie es inocente, sino que oró confesando humildemente sus pecados, y aquel que perdona a los humildes escuchó su oración.
Os envío los mejores deseos, y con la esperanza de que sigáis todos bien, recibir un cariñoso saludo, CTA