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Gonzalo G. Velasco

'Tideland': Gilliam, libre como el mar

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Si hay algo que aprecio por encima de todo en Terry Gilliam, es su acendrado sentido de la libertad creativa, y cuando hablo de libertad creativa, no me refiero a que haga en cada película lo que le sale de las narices para demostrar a sus seguidores lo ecléctico y genial artista que es, caso de Michael Winterbottom o Lars Von Trier, sino que hace lo que quiere porque así se lo pide el cuerpo, y si no le da al cuerpo lo que le pide, se muere.

Hay muy pocas personas que sientan el cine de una manera tan visceral como la de Terry Gilliam. Es algo que se nota en la mayor parte de su cine, desde Brazil y el Rey Pescador hasta Miedo y Asco en las Vegas, e incluso, de manera diluida, en las obras de su etapa como Monty Python, pero esta irreductible, furibunda, y diarreica pasión creativa alcanza su apogeo en Lost en La Mancha, el making off de su proyecto frustrado The Man Who Killed Don Quixote, donde el propio realizador se transforma, sin quererlo, en un personaje impagable capaz de transmitir un millón de emociones tan intensas como contradictorias, tal vez la característica que mejor define su cine.

Por desgracia, Los Hermanos Grimm, la última película de Gilliam antes de Tideland nos ofrecía a un director constreñido por la necesidad de salvar el pellejo tras el desastre, que sólo aspiraba a recuperar la confianza de la industria para poder continuar con su carrera. Gilliam cumplió más o menos sus objetivos con una película anodina pero no del todo desestimable, y ahora, libre ya de miedos y presiones, estalla como un psicótico vengativo encharcando con su distorsionada visión del mundo las salas de cine.

Tideland es la historia de una niña (Jodelle Ferland), que le prepara chutes de heroína a sus padres, que sufre malos tratos, y que acabará protagonizando varias escenas de cierto contenido necrófilo e incluso pedófilo. Si esto fuera cine español, los goyas se reproducirían como los gremlins en una noche de lluvia, pero esto es otra cosa, porque hay fantasía, y es tan inmensa que logra tamizar toda la sordidez, sin modificarla con coartadas, como hizo Lewis Carroll en Alicia en El País de las Maravillas o más recientemente Guillermo del Toro en el Laberinto del Fauno (una película con la que Tideland comparte su querencia poética por la crueldad además de una misma premisa narrativa), a fin de dotar de sentido a una realidad descorazonadora que, en el fondo, sí tiene un corazón.

Todo esto quiere decir que Terry Gilliam no se aparta ni un pelo de sus constantes temáticas (la imaginación como único camino posible de enfrentarse a la vida, la lucidez de la locura, el afán por encontrar el lado bello de lo feo, la relatividad de la percepción…), y que los que no comulguen con su particular manera de entender el cine, así como aquellos que no toleren el uso de tabúes como materia dramática polisémica, abominarán de la propuesta, al igual que lo hizo parte de la crítica presente en el estreno de la película en San Sebastián. El resto, disfrutaremos como nunca de un cineasta que siempre tiene algo que decir aunque, en realidad, siempre nos diga lo mismo.

'Tideland': Gilliam, libre como el mar

Gonzalo G. Velasco
Gonzalo G. Velasco
martes, 18 de septiembre de 2007, 21:57 h (CET)
Si hay algo que aprecio por encima de todo en Terry Gilliam, es su acendrado sentido de la libertad creativa, y cuando hablo de libertad creativa, no me refiero a que haga en cada película lo que le sale de las narices para demostrar a sus seguidores lo ecléctico y genial artista que es, caso de Michael Winterbottom o Lars Von Trier, sino que hace lo que quiere porque así se lo pide el cuerpo, y si no le da al cuerpo lo que le pide, se muere.

Hay muy pocas personas que sientan el cine de una manera tan visceral como la de Terry Gilliam. Es algo que se nota en la mayor parte de su cine, desde Brazil y el Rey Pescador hasta Miedo y Asco en las Vegas, e incluso, de manera diluida, en las obras de su etapa como Monty Python, pero esta irreductible, furibunda, y diarreica pasión creativa alcanza su apogeo en Lost en La Mancha, el making off de su proyecto frustrado The Man Who Killed Don Quixote, donde el propio realizador se transforma, sin quererlo, en un personaje impagable capaz de transmitir un millón de emociones tan intensas como contradictorias, tal vez la característica que mejor define su cine.

Por desgracia, Los Hermanos Grimm, la última película de Gilliam antes de Tideland nos ofrecía a un director constreñido por la necesidad de salvar el pellejo tras el desastre, que sólo aspiraba a recuperar la confianza de la industria para poder continuar con su carrera. Gilliam cumplió más o menos sus objetivos con una película anodina pero no del todo desestimable, y ahora, libre ya de miedos y presiones, estalla como un psicótico vengativo encharcando con su distorsionada visión del mundo las salas de cine.

Tideland es la historia de una niña (Jodelle Ferland), que le prepara chutes de heroína a sus padres, que sufre malos tratos, y que acabará protagonizando varias escenas de cierto contenido necrófilo e incluso pedófilo. Si esto fuera cine español, los goyas se reproducirían como los gremlins en una noche de lluvia, pero esto es otra cosa, porque hay fantasía, y es tan inmensa que logra tamizar toda la sordidez, sin modificarla con coartadas, como hizo Lewis Carroll en Alicia en El País de las Maravillas o más recientemente Guillermo del Toro en el Laberinto del Fauno (una película con la que Tideland comparte su querencia poética por la crueldad además de una misma premisa narrativa), a fin de dotar de sentido a una realidad descorazonadora que, en el fondo, sí tiene un corazón.

Todo esto quiere decir que Terry Gilliam no se aparta ni un pelo de sus constantes temáticas (la imaginación como único camino posible de enfrentarse a la vida, la lucidez de la locura, el afán por encontrar el lado bello de lo feo, la relatividad de la percepción…), y que los que no comulguen con su particular manera de entender el cine, así como aquellos que no toleren el uso de tabúes como materia dramática polisémica, abominarán de la propuesta, al igual que lo hizo parte de la crítica presente en el estreno de la película en San Sebastián. El resto, disfrutaremos como nunca de un cineasta que siempre tiene algo que decir aunque, en realidad, siempre nos diga lo mismo.

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