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Reflexión político- carnavalesca

El baúl de los disfraces

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Siempre he pensado que, en general, el político es un ser mediocre que cultiva su ego a base del aplauso bobo del público que lo corea; un ser al que le encanta sentirse “señoría” o “excelencia” y que aspira a colarse en la Historia como algunos lo hacen en la parada del autobús o ante el mostrador de la pollería. Hay excepciones, desde luego, pero son muy pocas, y no acabaré este artículo sin nombrar algunas de ellas.

El político suele ser un actor más o menos dotado que cultiva la farsa, que imposta la voz cuando declama sus medias verdades, cuando no sus pedestres mentiras, y que en su nutrido guardarropa atesora disfraces de obrero siderúrgico (también metalúrgico), de honrado oficinista, de etiqueta, de cazador de votos, de alegría fiestera o de luto riguroso. Pocos se dejan ver con uno que les sentaría como guante a la mano, en la mayoría de las ocasiones, que es el del payaso “listo”, ya saben, el de la cara blanca y la ceja oscura.

El político sabe que su estrella es fugaz, así que se afana en permanecer alumbrado por la luz de los focos el mayor tiempo posible. Y cuando se funden los plomos que lo iluminan, escribe un libro o, como en muchos casos apenas sabe juntar las palabras, se lo encarga a un “negro”. En este libro -“el libro”- que está reservado sólo a los que alcanzaron los grados más altos del poder, tratan siempre de justificarse como “hombres de Estado”, en un vano intento de “hacerse comprender”. No saben darse cuenta de que, como ocurre con cualquier manterial fungible, han sido convenientemente amortizados por el hastío y no interesan ya a nadie.

Hagan un repaso de aquellos políticos de los que no nos librábamos ni durante el sueño hace muy pocos años ¿Quién habla hoy de Zaplana, de Aceves, de Cascos, de Pepiño, de la Salgado, de “miembros y miembras”, Solbes, Magdalena Álvarez?... Nadie. Sólo sus jefes –uno de ellos supervisor de nubes y adalid de extrañas alianzas; el otro “pepito grillo” de su renqueante partido- han logrado librarse del piadoso olvido y, claro, publicaron sus libros...

Creo que no existe político que no aspire, en su fuero interno, a convertirse en lo que por estos lares llamamos “presidente del gobierno”. Es la manera de pasar a los libros de Historia, que es lo único que en el fondo desean. De los ministros para abajo nadie se acuerda, aunque algunos puedan ser citados en mentideros y tertulias por alguna ocurrencia ocasional, como pasó con Julio Rodriguez, aquel ministro de Franco que decidió cambiar el calendario escolar para que las clases comenzaran en enero (los castizos, siempre precisos, lo llamaron “calendario juliano”) Gran logro político, sí señor.

Los políticos del “antiguo régimen” (he dudado si ponerle o no comillas, y no me refiero a los de la Dictadura sino a los de bastante antes) solían ser aristócratas, militares y terratenientes que divertían sus ocios, cuando no era temporada de caza, en el Parlamento. En esto, como en todo, hay excepciones; pero no hay más que echar un vistazo a la nómina de presidentes del gobierno, ministros, gobernadores, alcaldes y diputados para comprobar la cantidad de gentilhombres y títulos del reino que engrosaban sus filas. Hoy no sucede lo mismo –con excepción del PP, donde se cuidan de alardear de “grandezas”, aunque las haya- porque simplemente no es necesario. Basta con ingresar en un partido en la pubertad y ser un poco astuto para colocarse en el lugar adecuado. Un poco de paciencia, de caldo gordo a los jefes y de “carisma” harán el resto (Pienso con dulzura en el “pequeño Nicolás” como frustrado ministrable. No supo esperar; se precipitó ¡Ay, mi niño!).

Así las cosas, y cuando mucha gente ha caído en la cuenta de la cantidad de mediocres que aspiran a gobernarnos, surge “la banda del flautista”. Un grupo de políticos bisoños, desde luego bastante más preparados que los clásicos, que dice a la gente lo que quiere oír. Su escenario es la televisión y las plazas de las ciudades y pueblos. Hablan de cosas bonitas como “igualdad”, “justicia distributiva”, “pensiones y techo para todos”. Han elegido un disfraz que los demás habían dejado arrumbado en el baúl ¿El de flautista de Hamelin? ¡No! El de encantador de serpientes, que es mucho más eficaz, ya que las serpientes no oyen (y por lo tanto no “escuchan”) sino que se dejan mesmerizar por los estudiados movimientos del mago charlatán.

La experiencia nos dice que los descamisados de antaño acaban hogaño embutiendo sus cebados corpachones en carísimos ternos a medida. Pasan sutilmente de la tortilla de patata y la bota de tintorro al pie de una encina, al caviar de Beluga y las doradas burbujas de Don Perignon en cualquiera de esos renombrados garitos de la gastronomía.

Y eso, créanme, no hay bolsa, ni erario (ni monedero) que a la larga lo aguante.

(Prometí dar el nombre de algún político honrado. Habrá más, no lo dudo, pero a mí en España me salen dos: Julián Besteiro y Julio Anguita. Lo prometido es deuda... que no “la deuda”).

El baúl de los disfraces

Reflexión político- carnavalesca
Luis del Palacio
viernes, 6 de febrero de 2015, 08:23 h (CET)
Siempre he pensado que, en general, el político es un ser mediocre que cultiva su ego a base del aplauso bobo del público que lo corea; un ser al que le encanta sentirse “señoría” o “excelencia” y que aspira a colarse en la Historia como algunos lo hacen en la parada del autobús o ante el mostrador de la pollería. Hay excepciones, desde luego, pero son muy pocas, y no acabaré este artículo sin nombrar algunas de ellas.

El político suele ser un actor más o menos dotado que cultiva la farsa, que imposta la voz cuando declama sus medias verdades, cuando no sus pedestres mentiras, y que en su nutrido guardarropa atesora disfraces de obrero siderúrgico (también metalúrgico), de honrado oficinista, de etiqueta, de cazador de votos, de alegría fiestera o de luto riguroso. Pocos se dejan ver con uno que les sentaría como guante a la mano, en la mayoría de las ocasiones, que es el del payaso “listo”, ya saben, el de la cara blanca y la ceja oscura.

El político sabe que su estrella es fugaz, así que se afana en permanecer alumbrado por la luz de los focos el mayor tiempo posible. Y cuando se funden los plomos que lo iluminan, escribe un libro o, como en muchos casos apenas sabe juntar las palabras, se lo encarga a un “negro”. En este libro -“el libro”- que está reservado sólo a los que alcanzaron los grados más altos del poder, tratan siempre de justificarse como “hombres de Estado”, en un vano intento de “hacerse comprender”. No saben darse cuenta de que, como ocurre con cualquier manterial fungible, han sido convenientemente amortizados por el hastío y no interesan ya a nadie.

Hagan un repaso de aquellos políticos de los que no nos librábamos ni durante el sueño hace muy pocos años ¿Quién habla hoy de Zaplana, de Aceves, de Cascos, de Pepiño, de la Salgado, de “miembros y miembras”, Solbes, Magdalena Álvarez?... Nadie. Sólo sus jefes –uno de ellos supervisor de nubes y adalid de extrañas alianzas; el otro “pepito grillo” de su renqueante partido- han logrado librarse del piadoso olvido y, claro, publicaron sus libros...

Creo que no existe político que no aspire, en su fuero interno, a convertirse en lo que por estos lares llamamos “presidente del gobierno”. Es la manera de pasar a los libros de Historia, que es lo único que en el fondo desean. De los ministros para abajo nadie se acuerda, aunque algunos puedan ser citados en mentideros y tertulias por alguna ocurrencia ocasional, como pasó con Julio Rodriguez, aquel ministro de Franco que decidió cambiar el calendario escolar para que las clases comenzaran en enero (los castizos, siempre precisos, lo llamaron “calendario juliano”) Gran logro político, sí señor.

Los políticos del “antiguo régimen” (he dudado si ponerle o no comillas, y no me refiero a los de la Dictadura sino a los de bastante antes) solían ser aristócratas, militares y terratenientes que divertían sus ocios, cuando no era temporada de caza, en el Parlamento. En esto, como en todo, hay excepciones; pero no hay más que echar un vistazo a la nómina de presidentes del gobierno, ministros, gobernadores, alcaldes y diputados para comprobar la cantidad de gentilhombres y títulos del reino que engrosaban sus filas. Hoy no sucede lo mismo –con excepción del PP, donde se cuidan de alardear de “grandezas”, aunque las haya- porque simplemente no es necesario. Basta con ingresar en un partido en la pubertad y ser un poco astuto para colocarse en el lugar adecuado. Un poco de paciencia, de caldo gordo a los jefes y de “carisma” harán el resto (Pienso con dulzura en el “pequeño Nicolás” como frustrado ministrable. No supo esperar; se precipitó ¡Ay, mi niño!).

Así las cosas, y cuando mucha gente ha caído en la cuenta de la cantidad de mediocres que aspiran a gobernarnos, surge “la banda del flautista”. Un grupo de políticos bisoños, desde luego bastante más preparados que los clásicos, que dice a la gente lo que quiere oír. Su escenario es la televisión y las plazas de las ciudades y pueblos. Hablan de cosas bonitas como “igualdad”, “justicia distributiva”, “pensiones y techo para todos”. Han elegido un disfraz que los demás habían dejado arrumbado en el baúl ¿El de flautista de Hamelin? ¡No! El de encantador de serpientes, que es mucho más eficaz, ya que las serpientes no oyen (y por lo tanto no “escuchan”) sino que se dejan mesmerizar por los estudiados movimientos del mago charlatán.

La experiencia nos dice que los descamisados de antaño acaban hogaño embutiendo sus cebados corpachones en carísimos ternos a medida. Pasan sutilmente de la tortilla de patata y la bota de tintorro al pie de una encina, al caviar de Beluga y las doradas burbujas de Don Perignon en cualquiera de esos renombrados garitos de la gastronomía.

Y eso, créanme, no hay bolsa, ni erario (ni monedero) que a la larga lo aguante.

(Prometí dar el nombre de algún político honrado. Habrá más, no lo dudo, pero a mí en España me salen dos: Julián Besteiro y Julio Anguita. Lo prometido es deuda... que no “la deuda”).

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