Todo lo que se podía escribir del partido Espanyol-Sevilla del miércoles, está escrito. Crónicas, artículos, editoriales y nada que decir de la radio y la televisión; pero se ha hablado sobre todo de los sevillistas. Ha sido algo maravilloso, mágico. Millones de espectadores sentados frente a una pantalla sin hablar, atentos, emocionados y sorprendidos, porque la finalísima española no defraudó.
Todos, fuésemos del equipo que fuésemos, nos aliamos el miércoles de parte andaluza o catalana. Todos queríamos que ganara uno más que otro. Y cuando todo estaba casi resuelto, llega el Espanyol y empata, y con diez. Glasgow era español, España con el corazón “partío”. Curioso fue ver las caras de los aficionados en el estadio o en sus ciudades. Caras de emoción, desconcierto, desesperación y orgullo.
Al final lo consiguió el teóricamente más grande y el Espanyol se conformó con el subcampeonato. Pero con orgullo. Fue un digno “perdedor” y hubiese sido un digno ganador. Quizás la historia tenía que repetirse diecinueve años más tarde. Una lástima. El Sevilla ya rozó la gloria el año pasado; esta vez le tocaba al Espanyol. Pero no pudo ser.
Vimos un partido de competencia, de lucha por el balón, de agonía y agotamiento físico, de buen fútbol, buenas jugadas y sobre todo, de paradas impresionantes. La ilusión de dos aficiones y del resto que nos unimos, duró hasta el final. Más de dos horas de partido in extremis.
Pero la imagen que se me queda, es aquella en la que de la Peña, Luis García, Mar Torrejón y Tamudo, lloraban de impotencia, de rabia por algo que era casi suyo y que la historia se había empeñado en arrebartarles una vez más. Es la magia y la suerte del fútbol; el año pasado un gol de Rufete los salvaba del descenso en la última jornada, hundiendo al Alavés y este año, un penalti los deja fuera de la gloria europea. De todas formas, enhorabuena campeones.