Querido Efraín: "Por todos muero, para vivificarlos a todos y redimir con mi carne la carne de todos. En mi muerte morirá la muerte--dice el Señor--, y conmigo resucitará la naturaleza humana de la postración en que había caído. Con esta finalidad me he hecho semejante a vosotros y he querido nacer de la descendencia de Abrahán para asemejarme en todo a mis hermanos."
San Pablo, al comprender esto, dijo: “Los hijos de una misma familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también él; así, muriendo, aniquiló al que tenía el Poder de la muerte, es decir, al diablo.”
Se aplica a Cristo aquello que se dice en un lugar del libro de los Salmos, donde aparece ofreciéndose por nosotros a Dios Padre: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo dije: - Aquí estoy".
Cristo fue crucificado por todos nosotros, para que, habiendo muerto uno por todos, todos tengamos vida en él. Era, en efecto, imposible que la vida muriera o fuera sometida a la corrupción natural. Que Cristo ofreciese su carne por la vida del mundo es algo que deducimos de sus mismas palabras: “Padre santo –dijo-, guárdalos: Por ellos me consagro yo.”
Según la vieja ley se consagraba o llamaba sagrado lo que se ofrecía sobre el altar. Cristo entregó su cuerpo por la vida de todos, y así nos devolvió la vida. De qué modo lo realizó, intentaré explicarlo, si puedo.
Una vez que la Palabra vivificante hubo tomado carne restituyó a la carne su propio bien, es decir, le devolvió la vida y, uniéndose a la carne la vivificó, dándole parte en su propia vida divina.
Por ello, el cuerpo de Cristo da vida a los que participan de él; si los encuentra sujetos a la muerte, aparta la muerte y aleja toda corrupción, pues posee en sí mismo el germen que aniquila toda podredumbre
Os envío los mejores deseos, y con la esperanza de que sigáis todos bien, recibir un cariñoso saludo, CTA.