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Luciano Sabatini

Ilusión no renovada

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Para la cita se prepararon todos los ingredientes. Se volvió a apelar a la conjura del “todos unidos” con el mismo escenario de fondo, el Santiago Bernabéu, la gente respondió en masa reviviendo el espíritu de la “marea roja” y el “a por ellos, oé”, y Luis eligió las piezas que más o menos cualquier aficionado podría desear. Incluso se invitó a la fiesta el protagonista de las más recientes ilusiones que la selección han creado, Máximo Busaca, el colegiado que dirigió aquel día de Junio en la que España amargó la tarde a los ucranianos de Shevchenko. En una muestra de agradecimiento, el árbitro italiano nos devolvía el gesto dejando a Dinamarca con 10 jugadores y un mar de partido por delante. Pero a la cita volvió a faltar el juego.

Para empezar Luis Aragonés se asustó tras el mundial, tanto que tuvo que hacer oídos sordos a sus promesas de renuncia, y reculó en su idea de poner sobre el campo a todos los jugones juntos. Así, se ha quedado a mitad de camino entre Schuster y Capello. Xabi Alonso tiene más criterio y presencia para dirigir a la selección que Albelda, aquí, en Valencia y en Liverpool, pero Luis prefiere al jugador che. Como si fuera por arrepentimiento junta a Iniesta con Xavi, por delante, un acierto. Pero relega a Cesc al banquillo, y quizá el jugador de los gunners sea el mediocampista más en forma de esta selección. Con o sin Raúl, arriba Villa no tiene discusión, pero no la tiene en el minuto 1 ni en el 90, y Luis prefirió sacarle del campo cuando los daneses más se habían volcado al ataque, Agger y Gravgaard, centrales daneses agradecidos.

Los movimientos de Luis no fueron comprensibles, pero tampoco lo fue el miedo de los jugadores. Y más allá de los nombres, la selección adolece de un problema de personalidad. Sus jugadores vienen de los más grandes clubes, jugando en competiciones europeas, pero se amilanan cuando visten la roja ante selecciones de medio pelo, para ejemplo una Irlanda del Norte con jugadores de segunda división, o una Dinamarca donde las estrellas son un delantero del Villarreal, un defensa del Liverpool y un medio del Sevilla, nada del otro mundo. A España le falta encontrar un triunfo internacional que dote de significado vestir la camiseta. Cuando un argentino se pone la albiceleste, piensa en Kempes, en Maradona en el 86, y muere por sus colores; cuando lo hace un brasileño, la canarinha es “o mais grande do mundo”, e incluso en comparación con otros países europeos como Inglaterra, Alemania o Italia, cuyos jugadores parecen tener un plus enfundados en las casacas nacionales, los españoles bajan un peldaño en su personalidad y parecen mediocres.

La selección también se ve perjudicada al abastecerse de una liga calificada como la mejor del mundo, y donde casi la totalidad de equipos tiene a extranjeros como figuras. Así, por ejemplo, el Madrid hoy por hoy solo aporta dos jugadores (Casillas y Ramos), y el Barcelona tres a la selección (Pujol, Xavi e Iniesta).

Pero el sábado era un día para romper tópicos y ahuyentar fantasmas. El rival debilitado en inferioridad numérica y el talento de Morientes y Villa ponían con dos goles por delante a España. 45 minutos por delante para clavar una goleada que infunda respeto en Europa. Un 4-0 ó 5-0 hubiera llenado de razón y seguridad a jugadores y aficionados. Pero esos jugadores de los que hablamos, venidos a menos con la roja, se dejaron recortar diferencias en un saque de banda (benditos saques de banda, diría Benito Floro) y lo que es peor que el rival se le subiera a las barbas. Entonces solo quedaron 45 minutos de sufrimiento por delante, que generaron aún más dudas de las que podrían haber despejado. Repartidas las cartas y con una escalera de color en la mano, España no entró al envite, y volvió a ser una selección menor, del montón. Se pudo, y la ilusión quedó sin renovar.

Ilusión no renovada

Luciano Sabatini
Luciano Sabatini
miércoles, 28 de marzo de 2007, 10:59 h (CET)
Para la cita se prepararon todos los ingredientes. Se volvió a apelar a la conjura del “todos unidos” con el mismo escenario de fondo, el Santiago Bernabéu, la gente respondió en masa reviviendo el espíritu de la “marea roja” y el “a por ellos, oé”, y Luis eligió las piezas que más o menos cualquier aficionado podría desear. Incluso se invitó a la fiesta el protagonista de las más recientes ilusiones que la selección han creado, Máximo Busaca, el colegiado que dirigió aquel día de Junio en la que España amargó la tarde a los ucranianos de Shevchenko. En una muestra de agradecimiento, el árbitro italiano nos devolvía el gesto dejando a Dinamarca con 10 jugadores y un mar de partido por delante. Pero a la cita volvió a faltar el juego.

Para empezar Luis Aragonés se asustó tras el mundial, tanto que tuvo que hacer oídos sordos a sus promesas de renuncia, y reculó en su idea de poner sobre el campo a todos los jugones juntos. Así, se ha quedado a mitad de camino entre Schuster y Capello. Xabi Alonso tiene más criterio y presencia para dirigir a la selección que Albelda, aquí, en Valencia y en Liverpool, pero Luis prefiere al jugador che. Como si fuera por arrepentimiento junta a Iniesta con Xavi, por delante, un acierto. Pero relega a Cesc al banquillo, y quizá el jugador de los gunners sea el mediocampista más en forma de esta selección. Con o sin Raúl, arriba Villa no tiene discusión, pero no la tiene en el minuto 1 ni en el 90, y Luis prefirió sacarle del campo cuando los daneses más se habían volcado al ataque, Agger y Gravgaard, centrales daneses agradecidos.

Los movimientos de Luis no fueron comprensibles, pero tampoco lo fue el miedo de los jugadores. Y más allá de los nombres, la selección adolece de un problema de personalidad. Sus jugadores vienen de los más grandes clubes, jugando en competiciones europeas, pero se amilanan cuando visten la roja ante selecciones de medio pelo, para ejemplo una Irlanda del Norte con jugadores de segunda división, o una Dinamarca donde las estrellas son un delantero del Villarreal, un defensa del Liverpool y un medio del Sevilla, nada del otro mundo. A España le falta encontrar un triunfo internacional que dote de significado vestir la camiseta. Cuando un argentino se pone la albiceleste, piensa en Kempes, en Maradona en el 86, y muere por sus colores; cuando lo hace un brasileño, la canarinha es “o mais grande do mundo”, e incluso en comparación con otros países europeos como Inglaterra, Alemania o Italia, cuyos jugadores parecen tener un plus enfundados en las casacas nacionales, los españoles bajan un peldaño en su personalidad y parecen mediocres.

La selección también se ve perjudicada al abastecerse de una liga calificada como la mejor del mundo, y donde casi la totalidad de equipos tiene a extranjeros como figuras. Así, por ejemplo, el Madrid hoy por hoy solo aporta dos jugadores (Casillas y Ramos), y el Barcelona tres a la selección (Pujol, Xavi e Iniesta).

Pero el sábado era un día para romper tópicos y ahuyentar fantasmas. El rival debilitado en inferioridad numérica y el talento de Morientes y Villa ponían con dos goles por delante a España. 45 minutos por delante para clavar una goleada que infunda respeto en Europa. Un 4-0 ó 5-0 hubiera llenado de razón y seguridad a jugadores y aficionados. Pero esos jugadores de los que hablamos, venidos a menos con la roja, se dejaron recortar diferencias en un saque de banda (benditos saques de banda, diría Benito Floro) y lo que es peor que el rival se le subiera a las barbas. Entonces solo quedaron 45 minutos de sufrimiento por delante, que generaron aún más dudas de las que podrían haber despejado. Repartidas las cartas y con una escalera de color en la mano, España no entró al envite, y volvió a ser una selección menor, del montón. Se pudo, y la ilusión quedó sin renovar.

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