Cuenta una antigua leyenda que, en un bosque del Pirineo, el cierzo y el chaparrón se pusieron de acuerdo para derribar a una encina milenaria. Como estaba acostumbrada a resistir, ella se aferraba tenazmente a la tierra con sus fuertes raíces mientras que, levantando sus ramas al cielo, retaba a los elementos diciéndoles: “¡Aquí estoy, nunca podréis conmigo!” Pero, mientras el agua socavaba sus raíces, el viento zarandeaba con violencia su tupido follaje. Al final de aquel hercúleo combate, la derribaron. Antes de morir, con su último aliento dijo a sus bellotas: “Bellotas mías, esforzaos y sed valientes. Yo siempre estaré con vosotras”. Entonces, una a una el agua las fue llevando. Unas quedaron atoradas entre las rocas. Otras se ahogaron en el río. A muchas se las comieron los jabalíes, los pájaros, las ardillas y otros animales de bosque. Solo una de ellas consiguió echar raíces, pero lo hizo en una cueva en la que únicamente se filtraba un tímido rayo de luz a través de una rendija. Sumida en la oscuridad y el desaliento, se pasaba las horas mirando el agujero y suspirando. Su único deseo era crecer para atravesarlo. Cansada de esperar, un día se le ocurrió imaginar lo que encontraría fuera de la oscura caverna. Y se lo pasaba muy bien: cada día era una nueva aventura. Y así pasaron los años hasta que consiguió sacar la cabeza a través de aquella abertura. En un principio le pareció maravilloso el paisaje, los pájaros, el aire, el sol pero, a medida que fueron pasando los meses, cayó otra vez en el aburrimiento y volvió a sentir aquella antigua tristeza. Entonces pensó en volver a echar mano de la creatividad para urdir historias excitantes. Y comprobó que la cueva estaba dentro de ella. Y que la única manera de sacar la cabeza por la ranura interior, era cuando dejara volar la fantasía. Y así lo siguió haciendo hasta el final de sus días. Y cuentan los que la conocieron, que tuvo una larga, apasionante y fructífera vida.