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Sobre lo inamovible de los ascensores sociales

La ley

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Septiembre de 1920, amanece en una ciudad de provincias cualquiera. Lo rural se despinta tenuemente en el casino. Allí, entre veladores de mármol blanco y sillas de nogal, varios estudiantes, vástagos del caciquismo local, apuran la última cazalla antes de marcharse a casa a dormir la tajada. Por la tarde volverán a la capital, a la Universidad, a un nuevo curso. Allí se embriagarán cada noche, como aquí, aunque con licores refinados. También leerán a poetas ultraístas en burdeles llenos de humo de hachís y mesas pegajosas manchadas de absenta.

Mientras los señoritos vomitan en el callejón para no tener que hacerlo en casa, por la empedrada cuesta de la ronda traquetean los carros cargados de uva. Desde antes de que el alba rajara el horizonte y el negro se volviera rojo incandescente, se oyen los picos de los canteros y las canciones de las vendimiadoras. Así se reparten el trabajo hombres y mujeres. Ellos desgajan a fuerza de golpes el granito de la montaña y ellas recogen las dádivas de las viñas. El pobre suda y se destroza las manos para que el rico duerma en sábanas de hilo y sus retoños pasen una vida ociosa y despreocupada.

Ley que impuso alguien para subyugar a otro.

Septiembre de 2020, amanece en una ciudad de provincias cualquiera. Los directivos de la empresa local miran el pueblo desde el ventanal acristalado. Toman café para quitarse la resaca de la juerga de anoche y deciden cuántos empleados incluirán en el próximo ERE. Después subirán a sus automóviles tecnológicos, dotados con motores eléctricos, para acudir a sus casas. Allí les aguardan sus bellas esposas o maridos y sus rubios y guapos hijos que ya habrán salido del elitista colegio trilingüe.

La mañana está casi en su cénit. El sol equinoccial arranca reflejos fractales dorados de los pámpanos. Las vides se extienden en líneas ondulantes hasta perderse en la línea brumosa del horizonte. Todo está desierto, abandonado. Racimos púrpuras, chorreando mosto sobre la tierra seca, comienzan a uniformarse con otros cuajados ya de uva reseca. Hay un silencio de sepulcro que se extiende como una plaga bíblica. En la vieja cantera, abandonada hace décadas, ya no suenan los picos. Solo los alacranes y las víboras transitan ahora por aquí

En el pueblo hay dos largas colas de personas transcurriendo paralelas. Una desemboca en la Oficina de Empleo. La otra, en el comedor social.

Ley que impuso alguien para subyugar a otro.

La ley

Sobre lo inamovible de los ascensores sociales
Francisco Castro Guerra
viernes, 25 de septiembre de 2020, 08:23 h (CET)

Septiembre de 1920, amanece en una ciudad de provincias cualquiera. Lo rural se despinta tenuemente en el casino. Allí, entre veladores de mármol blanco y sillas de nogal, varios estudiantes, vástagos del caciquismo local, apuran la última cazalla antes de marcharse a casa a dormir la tajada. Por la tarde volverán a la capital, a la Universidad, a un nuevo curso. Allí se embriagarán cada noche, como aquí, aunque con licores refinados. También leerán a poetas ultraístas en burdeles llenos de humo de hachís y mesas pegajosas manchadas de absenta.

Mientras los señoritos vomitan en el callejón para no tener que hacerlo en casa, por la empedrada cuesta de la ronda traquetean los carros cargados de uva. Desde antes de que el alba rajara el horizonte y el negro se volviera rojo incandescente, se oyen los picos de los canteros y las canciones de las vendimiadoras. Así se reparten el trabajo hombres y mujeres. Ellos desgajan a fuerza de golpes el granito de la montaña y ellas recogen las dádivas de las viñas. El pobre suda y se destroza las manos para que el rico duerma en sábanas de hilo y sus retoños pasen una vida ociosa y despreocupada.

Ley que impuso alguien para subyugar a otro.

Septiembre de 2020, amanece en una ciudad de provincias cualquiera. Los directivos de la empresa local miran el pueblo desde el ventanal acristalado. Toman café para quitarse la resaca de la juerga de anoche y deciden cuántos empleados incluirán en el próximo ERE. Después subirán a sus automóviles tecnológicos, dotados con motores eléctricos, para acudir a sus casas. Allí les aguardan sus bellas esposas o maridos y sus rubios y guapos hijos que ya habrán salido del elitista colegio trilingüe.

La mañana está casi en su cénit. El sol equinoccial arranca reflejos fractales dorados de los pámpanos. Las vides se extienden en líneas ondulantes hasta perderse en la línea brumosa del horizonte. Todo está desierto, abandonado. Racimos púrpuras, chorreando mosto sobre la tierra seca, comienzan a uniformarse con otros cuajados ya de uva reseca. Hay un silencio de sepulcro que se extiende como una plaga bíblica. En la vieja cantera, abandonada hace décadas, ya no suenan los picos. Solo los alacranes y las víboras transitan ahora por aquí

En el pueblo hay dos largas colas de personas transcurriendo paralelas. Una desemboca en la Oficina de Empleo. La otra, en el comedor social.

Ley que impuso alguien para subyugar a otro.

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No voy a matarme mucho con este artículo. La opinión de mi madre Fisioterapeuta, mi hermana Realizadora de Tv y mía junto a la de otras aportaciones, me basta. Mi madre lo tiene claro, la carne le huele a podrido. No puede ni verla. Sólo desea ver cuerpos de animales poblados de almas. Mi hermana no puede comerla porque sería como comerse uno de sus gatos. Y a mí me alteraría los niveles de la sangre, me sentiría más pesada y con mayor malestar general.

En medio de la vorágine de la vida moderna, donde la juventud parece ser el estándar de valor y el ascensor hacia el futuro, a menudo olvidamos el invaluable tesoro que representan nuestros ancianos. Son como pozos de sabiduría, con profundas raíces que se extienden hasta los cimientos mismos de nuestra existencia. Sin embargo, en muchas ocasiones, son tratados como meros objetos de contemplación, relegados al olvido y abandonados a su suerte.

Al conocer la oferta a un anciano señor de escasos recursos, que se ganaba su sobrevivencia recolectando botellas de comprarle su perro, éste lo negó, por mucho que las ofertas se superaron de 10 hasta 150 dólares, bajo la razón: "Ni lo vendo, ni lo cambio. El me ama y me es fiel. Su dinero, lo tiene cualquiera, y se pierde como el agua que corre. El cariño de este perrito es insustituible; su cariño y fidelidad es hermoso".

 
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