José María Aznar ha reconocido esta semana, en una conferencia ofrecida en Pozuelo de Alarcón, que en no había armas de destrucción masiva en Irak cuando España apoyó el ataque encabezado por Bush Junior. Eso sí, nuestro ex presidente se excusó asegurando que entonces él no conocía tal detalle, puesto que no era “tan listo” como para saberlo. Sinceramente, las palabras de Aznar me halagan. A mí y, supongo, a muchos miles de españoles que sí sabíamos que allí no había armas. Porque somos muy listos. Y porque los inspectores de la ONU no las encontraron, claro.
La capacidad de todo un ex presidente de reconocer sus errores y, sobre todo, sus limitaciones intelectuales, resulta digna de elogio. El problema es que cuatro años después de aquella decisión de apoyar el bombardeo nos estamos dando cuenta, día tras día, de que quizás no existieran las armas, pero sí la destrucción masiva. El número de civiles muertos en Irak desde la invasión norteamericana está entre los 25 y los 50 mil, según las fuentes de información. A los que hay que sumar los más de 3.000 militares occidentales. Vamos, que si esto no es destrucción masiva apaga y vámonos.
Así las cosas, surge la duda de qué es lo más apropiado hacer ahora con Irak. Con las imágenes de la ejecución de Sadam en la retina, Bush y Blair cerca de dejar sus gobiernos y Aznar ya en un primerísimo segundo plano, los grandes protagonistas de aquella guerra cuyos daños colaterales aún invaden los informativos van dejando paso a otros actores, que se ven ante la difícil situación de deshacer el entuerto. Quien más quien menos, los candidatos a las presidenciales estadounidenses están hablando de la necesidad de cambiar la política exterior, pero ninguno ha dejado clara su posición respecto al país iraquí. Quizás no sea un asunto decisivo en sus elecciones. En las nuestras, sin duda, sí lo fue.