Leer los diarios en internet me resulta cada vez más inquietante. Porque cuando uno coge el periódico impreso echa un vistazo a la portada, se va a la sección que más le interesa, a la noticia destacada por los titulares y al columnista aquél que tan bien -o tan mal, que los hay masoquistas- le cae. Pero entrar en un periódico de los de las tres uves dobles es otra historia bien distinta.
Da igual si hablamos de digitales como éste Diario Siglo XXI, que no tiene homónimo en papel, o de cualquiera de las versiones en internet de los periódicos clásicos. La cuestión es que este mundo de enlaces, esto que llaman el hipertexto, te lleva en ocasiones desde la rabiosa actualidad política al cotilleo más rastrero a través de un solo click. El arte de titular se ha vuelto más importante si cabe, porque una sola frase, unas palabras ocurrentes, hacen que el lector, muchas veces de manera casi inconsciente, se asome a la ventana que supone pinchar en una u otra noticia.
Cuando uno abre el periódico impreso sabe que acabará encima de la mesa, en el revistero o en la basura. Cuando abre un periódico digital, no se sabe dónde acabará uno mismo. Y escribo todo esto porque en los últimos días, al conectar el ordenador para leer las noticias, me he sorprendido interesándome en la historia de un joven australiano que ha puesto a la venta su vida, su identidad, su trabajo, su familia y sus amigos. Y en la de otro veinteañero norteamericano que ofrece por un módico precio su alma. No me pregunten qué es lo que este tipo considera el “alma”, porque les aseguro que no tengo ni idea.
Lo único que tengo claro de todo este asunto es que sin comerlo ni beberlo he acabado leyendo en la pantalla las desventuras de dos pirados que renuncian a su identidad por un puñado de dólares. ¿Será que estoy dispuesto a pujar? Conócete a ti mismo, dicen.