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Capítulo 3

El diario de Tani

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Se lo había prohibido y no me hizo caso; el cabrón que la abandonó antes de que yo naciera no tiene derecho alguno sobre mí. Ella erre que erre, cual disco rayado. Desde que se enteró de que estaba preñada, en mala hora se lo dije, no para de repetirme que tiene derecho a saberlo, porque al fin y al cabo, es mi padre. No se habría atrevido, no. Tampoco podría hacerlo; desconocía su paradero.

¿Cómo hubiera podido desobedecerme?

La maldita casualidad, algún entrometido que yo me sé o, como ella dice, “la Divina Providencia,” hicieron de las suyas. No me lo podía creer cuando se nos plantó en casa y se quedó mirándome como un cerdo. No hizo falta que se presentara y tampoco venía al caso que me pegara el achuchón que me pegó, o que nos explicara lo bien que le trata la vida. Se ve y huele de lejos. Nunca me han ido las efusiones y menos aun cuando vienen de un tipejo como él, pero mi rechazo no enfrió el entusiasmo que parecía poseer ante el encuentro con su hija primogénita. Llegué a temer que quisiera ponerme en los altares.

Mi madre no se movió de su rincón, nadie hubiera esperado que lo hiciera. Lloraba como una tonta, en silencio, como lo hace siempre. En esta ocasión, me pareció que sus lágrimas eran de orgullo. Sentí asco y vergüenza, pero sobre todo miedo, mucho miedo.

No podía creer que mi madre recibiera con tanta devoción a tal canalla, y que éste se hubiera adueñado de un plumazo de nuestra casa y de nosotras. Intenté liberarme de unos abrazos que me repugnaban. Él no estaba dispuesto a soltarme y no dudó en recurrir a la brutalidad. Comprendía, ya entonces, que estaba atrapada y reuní todas mis fuerzas para no dejarme intimidar.

-Muy guapa, ya lo creo… Podemos concertar una buena boda si me apuras, ya veo…

Ella no se atrevía a cortarle en seco. Yo sabía que tenía que atacar antes de que me desarmara y me lancé como una leona, aún consciente de mis escasísimas probabilidades, pero segura de que era mi única defensa.

-Ya tengo pareja.

-¿Qué? – Se volvió con furia contra mi madre-. ¿Cómo has podido callártelo? -Por la misma razón que el señor nos ha ignorado durante toda mi existencia. Apremiada por la urgencia de la resistencia, ni siquiera me había pensado la respuesta. Esperaba la ostia, y pega fuerte el mamón. Pero no hice el mínimo gesto para esquivarla y le negué el placer de escuchar mis gemidos. Necesitaba de todas mis fuerzas para rematar mi obra.

-Estoy preñada.

Recibí bofetones, patadas y gritos, pero no pudo ignorar el triunfo de mi sonrisa. Lo he pagado muy caro, entonces y ahora. Pasé horas tendida en el suelo y magullada. Ellos hablaban y hablaban, pero no entendía nada. Tenía claro que mi interés era quedarme como estaba. Lo demás no me interesaba.

Mi madre me dijo, como si de un triunfo se tratara:

-Te casarás con Al, con la pompa que requiere la boda de la primogénita de don Juan.

No me moví de donde estaba, pero dejé muy claro que no estaba dispuesta a dejarme intimidar.

-Al y yo no queremos casarnos, lo sabes de sobra.

Mi madre recibió la patada que me estaba destinada y él no se cansó hasta no dejarnos las dos juntitas. Ella, hecha un ovillo para protegerme, y debajo un charco de sangre. Se consideraba el vencedor y yo la vencedora; solamente esta mujer, convencida de que la vida es un valle de lágrimas, sufría.

Me tiene en sus manos, encerrada y vigilada, sin siquiera ir al instituto, hasta que se bendiga la unión que tenemos. Al y yo nos conocimos en primaria. ¿Para qué pataleos? No permitirá que lo impida y las leyes están de su lado. El matrimonio de mis padres sigue vigente y tiene estatutos que apoyan su pretensión, ambos somos menores…

Me tienen aislada y custodiada, sin móvil, sin nada, ni siquiera una radio. Escucho, como si estuviera entre ellos, los ruidos del piso de al lado. Hay, sobre todo monólogos entrecortados por la tele y por los golpes. No sé muy bien lo que hace esa gente y carezco de interés por conocerlo.

Me sorprendí cuando descubrí que espiaba a mis vecinos. A mi descarga, aclararé que tenía eso o el silencio en el que no paro de comerme el coco. Tienen una vida que me parece demasiado agitada; yo creo que ninguno de ellos está a gusto. Yo sí lo estoy, y mucho. Siento las pataditas del bebé y me parece escuchar los latidos de su corazoncito.

Me ha llegado la voz de Marisa, que se dirige a mí desde detrás de la pared del baño. Ha sido una conversación muy útil porque hemos abierto una vía de comunicación. Ya no estoy aislada. Ha bastado con truquitos: ruiditos de ducha, bomba, secador de pelo y esas cosas, para que no oigan nuestras voces, y hemos aprovechado para intercambiar informaciones.

Yo no tengo acceso a muchas. Mi madre es como si no existiera, pobrecita mía, condenada a sufrir en silencio. Acepta lo que impone el pringado ese, sin atreverse a levantar la mirada. Me asalta el temor de que todavía le quiere y de que me entregará con orgullo al papel de primogénita.

Mis temores estallaron cuando se apresuró a invitar a Joselito para que cante el “Tani” en las ceremonias. ¿Ceremonias? Entonces me enteré de lo que se tramaba. Además del matrimonio civil, se celebraría el religioso. Interpreté que se trataría de la Iglesia, aunque me costaba comprenderlo. Al y yo nos abstenemos de pisarla y mi madre, que yo sepa, solamente tiene fervor a la Virgen de la Oliva y a Santa Rita.

No era posible, no; los curas no casan a los no bautizados, que es mi caso. Lo sabía, porque la pobre Inés sufrió un martirio; al no haber sido bautizada, no podía recibir la primera comunión. No comprendía sus lágrimas cuando veíamos los desfiles de nuestros compañeros de clase, tan arregladitos. Al estaba realmente ridículo, vestido de marinerito. Tuve que retener las risas; sabía perfectamente que lo estaba pasando muy mal el pobre. Entonces no tenía más remedio que obedecer. Creo que fue la última vez…

¿Para qué pensar en eso? Se acabó, ahora nos casan y por lo que he comprendido, por el rito que correspondería a nuestra raza y a nuestro rango. No quise o quiero saber más. Me informaron que el oficiante vendría de Bucarest y que habría mucha pompa. Por si no fuera ya bastante, ha llegado Joselito. Mi madre y él me flagelan con unos ensayos apresurados y chapuceros. Ya no aguanto más, aunque tengo que reconocer que son los únicos momentos en que ella se atreve a levantar la mirada. No me importa que no sea realmente Joselito; lo descubrimos desde que empezamos a navegar por Internet y ha llovido mucho desde entonces. Imagino que ambos representan sus papeles. ¿Qué importa quiénes son realmente? Lo que cuentan es muy bonito, se conocieron en una redada y se amaron con cautela. Mi madre era virgen cuando conoció a mi padre, de eso no me cabe la menor duda y lo era en su boda. Todo cambió cuando se quedó preñada; la silueta que tomaba dejó de satisfacer los instintos de un marido que la abandonó. La recogió el que se hace pasar por Joselito y así nací. Mi madre era consciente de que allí no había para todos y sacaba pelas con limpiezas y esas cosas, hasta que obtuvo la nacionalidad española como víctima del atentado en el Metro de Madrid. Había recibido heridas que le han marcado cara y brazos, pero con los papeles podía trabajar de forma legal. Consiguió, nunca me ha explicado cómo, un empleo de limpieza y un apartamento de protección social en Villaviciosa. ¿Qué más podía esperar un ser acorralado? Malvivimos con un sueldo de mierda que no paran de recortar y gracias a la acogida de la caridad municipal, ¿cómo puede sentirse orgullosa?

Pero eso sí, éramos felices. Al y yo podíamos andar tranquilos, a nuestra bola, porque nos ocupábamos de que allí no faltara nada de nada, incluido el porro, al que no hacían asco ni mi madre ni el supuesto Joselito.

A nadie parecía molestar el hijo que deseábamos tanto tener. ¿Por qué ha tenido que pasar? Nunca nos hubiera faltado para vivir muy a gusto. Saben, porque ya hace tiempo se lo hemos demostrado, que sabemos apañarnos y sabremos hacerlo ahora.

Las informaciones de Marisa son muy útiles, pero no veo aún para qué me pueden servir, simplemente lo intuyo. Tengo algo que ofrecer de primera mano: lo que ignoran de las idas y venidas de esteticista, peluqueros, zapateros, peleteros, modistos y diversos listillos que me incomodan a morir. Siento que estuvieran invistiendo a la doncella que van a entregar para satisfacer las ansias del dragón. Yo no sé cuándo van a parar, pero tengo ya seleccionados una docena de atuendos de ceremonia, me han tirado lo que tenía y me han dejado un vestuario de pija.

Todo me aburre, especialmente las horas que pierdo para que me dejen como una pava. ¿Qué estarán haciendo con Al? Dicen que las cosas de palacio van despacio. Y tanto que van, ya lo creo yo... y pegan fuerte. Sabía que éramos rumanos y, por los vestuarios y los rituales que se me enseña, deduzco que somos romanís. Bueno, ¿y qué? Pues que la primogénita de mi padre tiene que casarse con los más grandes, y con grandeza.

¡Me suena todo tan ridículo! Por la cuenta que me tiene no tengo más remedio que fingir resignación. Al o yo ni siquiera seremos consultados. Nos casarán y ¿qué será después de nosotros?

Mi madre parece adivinar mis temores. Aguanta mi mirada y sonríe con tristeza. -Ya nada volverá a ser igual, Tani; eres la primogénita y yo la madre de la primogénita, tendremos nuestros apartamentos en la mansión, y el rango.

Si me hubiera contado algo así hace sólo una semana, habría pensado que estaba representando algún personaje de las novelas que tanto le gustan. Ahora sus palabras expresan nuestra condena. Ella parece contenta de recuperar su rango. El niño, Al y yo nos adentramos en nuestra desgracia. ¡Habíamos soñado tanto con regalarle nuestra libertad! Ahora lo dejamos encerrar en jaula de oro. ¿De oro? No sé los caudales que pueda tener esta bestia. Solamente veo lo que se está fundiendo aquí, que ya es tela y total, ¿para qué?, ¿para quién? Algo saben mi madre y Joselito, andan todo el día cuchicheando y bailando. No lo aguanto, pero mis ansias de saber me propulsan a espiar.

Son dos perros viejos muy cruelmente golpeados y han aprendido muy bien a lamerse las heridas. Mi madre, Nina, nació en Paris y vivió allí con cierta holgura; sus padres, emigrados rumanos sin papeles, cuidaban a la vieja Nina, francesa de origen rumano, víctima del Alzhéimer. Todo iba bien, disfrutaban de una buena vivienda y sólo se les pedía vivir con la vieja, para que ésta no estuviera sola. Sabían apañárselas y allí no faltaba nada. Incluso llegaron a coger cariño a Nina, de forma que dieron su nombre a la hija que habían engendrado en el piso. Así ésta creció en una nube en la que todo era un cuento de hadas. Cuando la vieja murió, Nina se limita a decir, como si nada, que sucedió algo terrible. Nada le explicaron y tampoco me parece que le interesen las circunstancias. Fueron expulsados del piso, se quedaron un tiempo malviviendo en París, hasta que se fueron a Madrid y allí lo pasaron tan mal que la pobre Nina terminó en la calle antes de cumplir los siete años. No tengo detalles, pero imagino lo peor.

He comprendido todo esto en los susurros interminables que se producen entre estas almas gemelas que han sufrido tanto juntas; con cada visita de Joselito, quien acogió a la pobre niña, cuando él mismo lo estaba pasando tan mal. Nina no es precisamente guapa, pero tiene un no sé qué muy atractivo. Menuda, melena de puro azabache, mirada de profunda tristeza. Para mí que sigue encoñada con este canalla que se ha apropiado de nuestras vidas. También creo que siempre sueña con el limbo que vivió gracias a la dependencia de su Nina. Temo que se siente muy a gusto al adquirir el estatuto de madre de la primogénita. Tendrá apartamento en un complejo de la Moraleja y mi padre ya ha comprado piso en la zona para Al, para su nieto primogénito y para mí. Esa es la jaula de oro. Lo presentía, pero no lo quería admitir, nos incorporan a una dinastía y nos imponen reglas. Sin otra opción, no tendré más remedio que aceptarlo. No quiero ni siquiera imaginar los negocios de este tipejo, que según puedo deducir, por lo poco que me han contado, no era sino un pringadillo, también sin papeles y cuya familia era amiga de la de Nina porque, como ella, había emigrado a París y también huyeron juntos a Madrid.

Mi madre afirma haber estado enamorada desde su más tierna infancia. No es que lo ponga en duda. ¿Por qué habría de hacerlo? Lo que yo sé es que el amor es otra cosa. Al y yo nacimos en diferentes lugares y nuestros padres ni siquiera se conocían. No nos une alguien o algo como si hubiéramos estado predestinados. Eso sí, éramos tan jóvenes como lo eran ellos, pero nuestro amor nunca ha sido ciego. Lejos de eso.

Es la primera vez que estamos separados, cuando más necesitamos compartir y ya queremos a este hijo o hija, que no tardará en llegar. ¿Qué nos está pasando? No quiero ni pensar en lo que nos espera…

Confío en mis fuerzas; soy capaz de resurgir más poderosa de mis propias cenizas. No habrá fuerza, humana o divina, que robe la libertad a una criatura que hemos engendrado con nuestro amor, y tampoco estoy dispuesta a dejar que lo destruyan.

No permito que me asalten dudas sobre el amor de Al, pero no puedo impedir un presagio. ¿Qué presagio? No existen esas cosas. Los dos sabemos muy bien lo que hay.

El diario de Tani

Capítulo 3
Carlos Ortiz de Zárate
miércoles, 14 de enero de 2015, 08:10 h (CET)
Se lo había prohibido y no me hizo caso; el cabrón que la abandonó antes de que yo naciera no tiene derecho alguno sobre mí. Ella erre que erre, cual disco rayado. Desde que se enteró de que estaba preñada, en mala hora se lo dije, no para de repetirme que tiene derecho a saberlo, porque al fin y al cabo, es mi padre. No se habría atrevido, no. Tampoco podría hacerlo; desconocía su paradero.

¿Cómo hubiera podido desobedecerme?

La maldita casualidad, algún entrometido que yo me sé o, como ella dice, “la Divina Providencia,” hicieron de las suyas. No me lo podía creer cuando se nos plantó en casa y se quedó mirándome como un cerdo. No hizo falta que se presentara y tampoco venía al caso que me pegara el achuchón que me pegó, o que nos explicara lo bien que le trata la vida. Se ve y huele de lejos. Nunca me han ido las efusiones y menos aun cuando vienen de un tipejo como él, pero mi rechazo no enfrió el entusiasmo que parecía poseer ante el encuentro con su hija primogénita. Llegué a temer que quisiera ponerme en los altares.

Mi madre no se movió de su rincón, nadie hubiera esperado que lo hiciera. Lloraba como una tonta, en silencio, como lo hace siempre. En esta ocasión, me pareció que sus lágrimas eran de orgullo. Sentí asco y vergüenza, pero sobre todo miedo, mucho miedo.

No podía creer que mi madre recibiera con tanta devoción a tal canalla, y que éste se hubiera adueñado de un plumazo de nuestra casa y de nosotras. Intenté liberarme de unos abrazos que me repugnaban. Él no estaba dispuesto a soltarme y no dudó en recurrir a la brutalidad. Comprendía, ya entonces, que estaba atrapada y reuní todas mis fuerzas para no dejarme intimidar.

-Muy guapa, ya lo creo… Podemos concertar una buena boda si me apuras, ya veo…

Ella no se atrevía a cortarle en seco. Yo sabía que tenía que atacar antes de que me desarmara y me lancé como una leona, aún consciente de mis escasísimas probabilidades, pero segura de que era mi única defensa.

-Ya tengo pareja.

-¿Qué? – Se volvió con furia contra mi madre-. ¿Cómo has podido callártelo? -Por la misma razón que el señor nos ha ignorado durante toda mi existencia. Apremiada por la urgencia de la resistencia, ni siquiera me había pensado la respuesta. Esperaba la ostia, y pega fuerte el mamón. Pero no hice el mínimo gesto para esquivarla y le negué el placer de escuchar mis gemidos. Necesitaba de todas mis fuerzas para rematar mi obra.

-Estoy preñada.

Recibí bofetones, patadas y gritos, pero no pudo ignorar el triunfo de mi sonrisa. Lo he pagado muy caro, entonces y ahora. Pasé horas tendida en el suelo y magullada. Ellos hablaban y hablaban, pero no entendía nada. Tenía claro que mi interés era quedarme como estaba. Lo demás no me interesaba.

Mi madre me dijo, como si de un triunfo se tratara:

-Te casarás con Al, con la pompa que requiere la boda de la primogénita de don Juan.

No me moví de donde estaba, pero dejé muy claro que no estaba dispuesta a dejarme intimidar.

-Al y yo no queremos casarnos, lo sabes de sobra.

Mi madre recibió la patada que me estaba destinada y él no se cansó hasta no dejarnos las dos juntitas. Ella, hecha un ovillo para protegerme, y debajo un charco de sangre. Se consideraba el vencedor y yo la vencedora; solamente esta mujer, convencida de que la vida es un valle de lágrimas, sufría.

Me tiene en sus manos, encerrada y vigilada, sin siquiera ir al instituto, hasta que se bendiga la unión que tenemos. Al y yo nos conocimos en primaria. ¿Para qué pataleos? No permitirá que lo impida y las leyes están de su lado. El matrimonio de mis padres sigue vigente y tiene estatutos que apoyan su pretensión, ambos somos menores…

Me tienen aislada y custodiada, sin móvil, sin nada, ni siquiera una radio. Escucho, como si estuviera entre ellos, los ruidos del piso de al lado. Hay, sobre todo monólogos entrecortados por la tele y por los golpes. No sé muy bien lo que hace esa gente y carezco de interés por conocerlo.

Me sorprendí cuando descubrí que espiaba a mis vecinos. A mi descarga, aclararé que tenía eso o el silencio en el que no paro de comerme el coco. Tienen una vida que me parece demasiado agitada; yo creo que ninguno de ellos está a gusto. Yo sí lo estoy, y mucho. Siento las pataditas del bebé y me parece escuchar los latidos de su corazoncito.

Me ha llegado la voz de Marisa, que se dirige a mí desde detrás de la pared del baño. Ha sido una conversación muy útil porque hemos abierto una vía de comunicación. Ya no estoy aislada. Ha bastado con truquitos: ruiditos de ducha, bomba, secador de pelo y esas cosas, para que no oigan nuestras voces, y hemos aprovechado para intercambiar informaciones.

Yo no tengo acceso a muchas. Mi madre es como si no existiera, pobrecita mía, condenada a sufrir en silencio. Acepta lo que impone el pringado ese, sin atreverse a levantar la mirada. Me asalta el temor de que todavía le quiere y de que me entregará con orgullo al papel de primogénita.

Mis temores estallaron cuando se apresuró a invitar a Joselito para que cante el “Tani” en las ceremonias. ¿Ceremonias? Entonces me enteré de lo que se tramaba. Además del matrimonio civil, se celebraría el religioso. Interpreté que se trataría de la Iglesia, aunque me costaba comprenderlo. Al y yo nos abstenemos de pisarla y mi madre, que yo sepa, solamente tiene fervor a la Virgen de la Oliva y a Santa Rita.

No era posible, no; los curas no casan a los no bautizados, que es mi caso. Lo sabía, porque la pobre Inés sufrió un martirio; al no haber sido bautizada, no podía recibir la primera comunión. No comprendía sus lágrimas cuando veíamos los desfiles de nuestros compañeros de clase, tan arregladitos. Al estaba realmente ridículo, vestido de marinerito. Tuve que retener las risas; sabía perfectamente que lo estaba pasando muy mal el pobre. Entonces no tenía más remedio que obedecer. Creo que fue la última vez…

¿Para qué pensar en eso? Se acabó, ahora nos casan y por lo que he comprendido, por el rito que correspondería a nuestra raza y a nuestro rango. No quise o quiero saber más. Me informaron que el oficiante vendría de Bucarest y que habría mucha pompa. Por si no fuera ya bastante, ha llegado Joselito. Mi madre y él me flagelan con unos ensayos apresurados y chapuceros. Ya no aguanto más, aunque tengo que reconocer que son los únicos momentos en que ella se atreve a levantar la mirada. No me importa que no sea realmente Joselito; lo descubrimos desde que empezamos a navegar por Internet y ha llovido mucho desde entonces. Imagino que ambos representan sus papeles. ¿Qué importa quiénes son realmente? Lo que cuentan es muy bonito, se conocieron en una redada y se amaron con cautela. Mi madre era virgen cuando conoció a mi padre, de eso no me cabe la menor duda y lo era en su boda. Todo cambió cuando se quedó preñada; la silueta que tomaba dejó de satisfacer los instintos de un marido que la abandonó. La recogió el que se hace pasar por Joselito y así nací. Mi madre era consciente de que allí no había para todos y sacaba pelas con limpiezas y esas cosas, hasta que obtuvo la nacionalidad española como víctima del atentado en el Metro de Madrid. Había recibido heridas que le han marcado cara y brazos, pero con los papeles podía trabajar de forma legal. Consiguió, nunca me ha explicado cómo, un empleo de limpieza y un apartamento de protección social en Villaviciosa. ¿Qué más podía esperar un ser acorralado? Malvivimos con un sueldo de mierda que no paran de recortar y gracias a la acogida de la caridad municipal, ¿cómo puede sentirse orgullosa?

Pero eso sí, éramos felices. Al y yo podíamos andar tranquilos, a nuestra bola, porque nos ocupábamos de que allí no faltara nada de nada, incluido el porro, al que no hacían asco ni mi madre ni el supuesto Joselito.

A nadie parecía molestar el hijo que deseábamos tanto tener. ¿Por qué ha tenido que pasar? Nunca nos hubiera faltado para vivir muy a gusto. Saben, porque ya hace tiempo se lo hemos demostrado, que sabemos apañarnos y sabremos hacerlo ahora.

Las informaciones de Marisa son muy útiles, pero no veo aún para qué me pueden servir, simplemente lo intuyo. Tengo algo que ofrecer de primera mano: lo que ignoran de las idas y venidas de esteticista, peluqueros, zapateros, peleteros, modistos y diversos listillos que me incomodan a morir. Siento que estuvieran invistiendo a la doncella que van a entregar para satisfacer las ansias del dragón. Yo no sé cuándo van a parar, pero tengo ya seleccionados una docena de atuendos de ceremonia, me han tirado lo que tenía y me han dejado un vestuario de pija.

Todo me aburre, especialmente las horas que pierdo para que me dejen como una pava. ¿Qué estarán haciendo con Al? Dicen que las cosas de palacio van despacio. Y tanto que van, ya lo creo yo... y pegan fuerte. Sabía que éramos rumanos y, por los vestuarios y los rituales que se me enseña, deduzco que somos romanís. Bueno, ¿y qué? Pues que la primogénita de mi padre tiene que casarse con los más grandes, y con grandeza.

¡Me suena todo tan ridículo! Por la cuenta que me tiene no tengo más remedio que fingir resignación. Al o yo ni siquiera seremos consultados. Nos casarán y ¿qué será después de nosotros?

Mi madre parece adivinar mis temores. Aguanta mi mirada y sonríe con tristeza. -Ya nada volverá a ser igual, Tani; eres la primogénita y yo la madre de la primogénita, tendremos nuestros apartamentos en la mansión, y el rango.

Si me hubiera contado algo así hace sólo una semana, habría pensado que estaba representando algún personaje de las novelas que tanto le gustan. Ahora sus palabras expresan nuestra condena. Ella parece contenta de recuperar su rango. El niño, Al y yo nos adentramos en nuestra desgracia. ¡Habíamos soñado tanto con regalarle nuestra libertad! Ahora lo dejamos encerrar en jaula de oro. ¿De oro? No sé los caudales que pueda tener esta bestia. Solamente veo lo que se está fundiendo aquí, que ya es tela y total, ¿para qué?, ¿para quién? Algo saben mi madre y Joselito, andan todo el día cuchicheando y bailando. No lo aguanto, pero mis ansias de saber me propulsan a espiar.

Son dos perros viejos muy cruelmente golpeados y han aprendido muy bien a lamerse las heridas. Mi madre, Nina, nació en Paris y vivió allí con cierta holgura; sus padres, emigrados rumanos sin papeles, cuidaban a la vieja Nina, francesa de origen rumano, víctima del Alzhéimer. Todo iba bien, disfrutaban de una buena vivienda y sólo se les pedía vivir con la vieja, para que ésta no estuviera sola. Sabían apañárselas y allí no faltaba nada. Incluso llegaron a coger cariño a Nina, de forma que dieron su nombre a la hija que habían engendrado en el piso. Así ésta creció en una nube en la que todo era un cuento de hadas. Cuando la vieja murió, Nina se limita a decir, como si nada, que sucedió algo terrible. Nada le explicaron y tampoco me parece que le interesen las circunstancias. Fueron expulsados del piso, se quedaron un tiempo malviviendo en París, hasta que se fueron a Madrid y allí lo pasaron tan mal que la pobre Nina terminó en la calle antes de cumplir los siete años. No tengo detalles, pero imagino lo peor.

He comprendido todo esto en los susurros interminables que se producen entre estas almas gemelas que han sufrido tanto juntas; con cada visita de Joselito, quien acogió a la pobre niña, cuando él mismo lo estaba pasando tan mal. Nina no es precisamente guapa, pero tiene un no sé qué muy atractivo. Menuda, melena de puro azabache, mirada de profunda tristeza. Para mí que sigue encoñada con este canalla que se ha apropiado de nuestras vidas. También creo que siempre sueña con el limbo que vivió gracias a la dependencia de su Nina. Temo que se siente muy a gusto al adquirir el estatuto de madre de la primogénita. Tendrá apartamento en un complejo de la Moraleja y mi padre ya ha comprado piso en la zona para Al, para su nieto primogénito y para mí. Esa es la jaula de oro. Lo presentía, pero no lo quería admitir, nos incorporan a una dinastía y nos imponen reglas. Sin otra opción, no tendré más remedio que aceptarlo. No quiero ni siquiera imaginar los negocios de este tipejo, que según puedo deducir, por lo poco que me han contado, no era sino un pringadillo, también sin papeles y cuya familia era amiga de la de Nina porque, como ella, había emigrado a París y también huyeron juntos a Madrid.

Mi madre afirma haber estado enamorada desde su más tierna infancia. No es que lo ponga en duda. ¿Por qué habría de hacerlo? Lo que yo sé es que el amor es otra cosa. Al y yo nacimos en diferentes lugares y nuestros padres ni siquiera se conocían. No nos une alguien o algo como si hubiéramos estado predestinados. Eso sí, éramos tan jóvenes como lo eran ellos, pero nuestro amor nunca ha sido ciego. Lejos de eso.

Es la primera vez que estamos separados, cuando más necesitamos compartir y ya queremos a este hijo o hija, que no tardará en llegar. ¿Qué nos está pasando? No quiero ni pensar en lo que nos espera…

Confío en mis fuerzas; soy capaz de resurgir más poderosa de mis propias cenizas. No habrá fuerza, humana o divina, que robe la libertad a una criatura que hemos engendrado con nuestro amor, y tampoco estoy dispuesta a dejar que lo destruyan.

No permito que me asalten dudas sobre el amor de Al, pero no puedo impedir un presagio. ¿Qué presagio? No existen esas cosas. Los dos sabemos muy bien lo que hay.

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