El debate sobre educación en nuestro país parece no tener fin. Desde comienzos de la década pasada vamos prácticamente a Ley por legislatura: a la LOGSE de 1990 le siguió la LOPEG, de 1995; después vinieron la LOCE, en 2002, y por último la LOE, del 2005. Claro que estas leyes sólo se refieren a la educación escolar, a la académica, a esa en la que los padres no suelen asumir más responsabilidad que dejar a sus hijos en la parada del autobús.
Pero la educación es, está comprobado, bastante más que eso, y llevamos años y años dándole vueltas a por qué las nuevas generaciones son como son sin mirar más que a una de las patas de la mesa. Dicen los expertos que en los procesos de socialización existen cuatro agentes principales. La escuela es sólo uno de ellos, y probablemente no merezca la pena seguir analizándolo porque el problema no está ahí. O al menos, no la parte más grave.
Los otros agentes socializadores básicos son la familia, los grupos de iguales y los medios de comunicación. Pero en estos tres temas, en estas tres patas que estructuran nuestra formación, es más complicado hincar el diente. ¿Cómo va un gobierno a reforzar realmente el papel de la familia si permite que se paguen sueldos de 600 euros por trabajar ocho horas diarias y que los pisos valgan un riñón? ¿Cómo va a fomentar unas relaciones entre iguales productivas si se acaba con los espacios públicos? ¿Cómo va a regular con rigor los contenidos de las televisiones que después informarán sobre las acciones y omisiones del poder?
La educación no está sólo en las aulas. Los planes de estudio son un instrumento más de lo que debe ser la formación integral de las personas, en la que la sociedad en general y los poderes públicos en particular tienen mucho más que decir además de si la religión debe estudiarse en las aulas. Mientras unos y otros se preocupan de temas tan elevados, cientos de adolescentes se preparan en Alcorcón para enfrentarse a bandas de sudamericanos.