Volver sobre los grandes libros de nuestros clásicos es un ejercicio espléndido. Muchos españoles han leído, quizá en sus tiempos de colegio, uno de los libros más famosos de Miguel Delibes, El camino. Y una vez más se manifiesta, en este libro, la diferencia tan notoria entre lo que engancha o gusta en la primera lectura y lo que percibimos años después.
El centenario del nacimiento del autor es una ocasión buena para volver a disfrutar de su obra. La historia que se relata es de otros tiempos, lo cual añade un interés cultural a la lectura. Ahora apenas hay comparación. Todo lo que ocurre en un pueblo del norte de Castilla, ya cerca de las montañas, en el valle, no tiene apenas parecido con las costumbres y modos de vivir ahora en los pueblos de Castilla o de cualquier otra parte de la geografía hispana.
En los años cincuenta del siglo pasado, en los que se sitúa esta historia, los niños iban a la escuela en el pueblo. En general eran escuelas de un aula, con una maestra o un maestro para todas las edades. Al llegar los diez años hacían el examen de ingreso, no en el pueblo, en la capital de la provincia, y, si la familia tenía posibles, el niño se trasladaba a la ciudad, y allí vivía como interno, compartiendo aula con los chicos de la ciudad, que eran los externos. La mayoría de esos internados eran de religiosos.
El futuro que se le presenta a Daniel, el Mochuelo, es totalmente distinto a lo que ha vivido toda su corta vida y la noche previa a su partida piensa en su mundo, que debe dejar. Sus amigos, el campo, la montaña, las praderas, los personajes que han girado en su entorno, en un ambiente que ahora se nos antojaría intolerable. No había televisión. Se cuenta como en una circunstancia especial y por motivos que ahora resultarían sorprendentes, se pone un cine en una cuadra reciclada.
Es entrañable la vida pequeña de un pueblecito. Pero nos sorprende que los pocos habitantes que hoy quedan no busquen un hueco en nuestras ciudades. Estamos convencidos de que vivirían mejor, pero la verdad es que en la ciudad les espera un pisito incómodo en un barrio extremo. En el pueblo tenían una casa, un trabajo y toda la naturaleza para disfrutar, con sus momentos buenos y malos.
Nos da pena oír hablar de la España vacía. Pero al mismo tiempo entendemos que tiene poco remedio. No hace falta gente allí, junto a los campos, para arar la tierra o recoger los frutos.
Ahora hay tractores y cosechadoras. Pero al leer las vicisitudes de Daniel, el Mochuelo, le comprendemos y produce cierta tristeza que tenga que desplazarse a una vida tan distinta. Yo, que viví el mismo problema, sólo unos años después, de niño, había obtenido un sobresaliente en el examen de ingreso, me negué, sólo unos años después comprendí que, aunque la ciudad no era para mí, debía estudiar, trabajando y estudiando conseguir el título de Ingeniero Técnico Agrícola, del cual, aunque ya jubilado, soy el Presidente del CETAFC.