Cuando la vicepresidenta del Congreso de los Diputados, Carme Cachón, llamó al estrado a Jaime Ignacio del Burgo para que defendiera su moción acerca del papel de Navarra en el “proceso de paz”, nadie contestó. El aludido no se encontraba en el Salón de Plenos. Bueno, ni él ni otros trescientos diputados, porque apenas unas decenas asistían en esos momentos al debate. La situación no es nueva: por regla general, los representantes de los ciudadanos –da igual del partido que sean- sólo se asoman por sus escaños a la hora de votar o cuando tienen el turno de palabra.
El Congreso es el lugar en el que las personas elegidas por los ciudadanos toman decisiones, donde se elaboran las leyes que han de regir nuestra convivencia, donde se forja la voluntad de la nación. Y al parecer, la voluntad de España, el pasado martes por la tarde, era estar tomando café en lugar de escuchar los argumentos del resto de partidos acerca del futuro de Navarra. Total, ¿para qué? Si ya me dirán lo que tengo que votar…
Uno de los ejercicios más decepcionantes para cualquier demócrata es asistir a una sesión en cualquier parlamento o asamblea. Mientras un diputado se dirige a un hemiciclo semivacío, los pocos presentes leen la prensa, charlan con los compañeros y miran a las musarañas. Cuando se acerca el momento de las votaciones los escaños se van poblando, poco a poco. Y a la hora de la verdad, el portavoz de cada Grupo indica a sus compañeros la opción que han de elegir. No es extraño que algunas votaciones tengan que repetirse porque han faltado algunos diputados del partido mayoritario y la oposición resulta, por una vez, vencedora.
Así las cosas, uno se pregunta para qué sirve un parlamento. O más bien, para qué sirve un parlamentario. La disciplina de voto convierte a los representantes en meras marionetas de su partido. A estas alturas de vida democrática, en pleno Siglo XXI, semejante ejercicio de borreguismo resulta realmente descorazonador.