Cada día que pasa, la vida política me va produciendo más y más asco; tanto es así, que estoy por renunciar a mi inalienable derecho al voto. Lástima de carreras delante de los grises, porque si todos pensasen lo mismo que yo resultaría que aquellas galopadas no habrían servido más que para ejercitar los músculos de las piernas de unos y otros. La de palos que se llevaron por aquella época los estudiantes más comprometidos. Ilusos ellos, creían que era posible una patria más libre que grande, pero está claro que se equivocaban. Esa libertad tan ansiada se ha transformado en liberalismo salvaje, y la presunta grandeza sólo se intuye en el montante de las cuentas corrientes de aquellos que arramblaron sus buenos caudales para dejarlos a mucho mejor recaudo en paraísos fiscales.
La España actual nos recuerda a la del Noventa y ocho decimonónico, con toda una generación hundida hasta el corvejón en el lodo del pesimismo. Nada hasta ahora, incluidas las expresiones altisonantes de aquellos que intentan hacernos comulgar con ruedas de molino, ha podido evitarlo. De ahí el éxito del populista Podemos que, si se me permite decirlo de un modo poco ortodoxo, se debe sin duda alguna al hartazgo de la sociedad con las diatribas densas aunque insubstanciales de los partidos políticos tradicionales.
Ninguna otro postulado podría definir mejor, y de una manera harto didáctica, la crítica situación que estamos viviendo que el pesimismo existencial barojiano. De ahí la sucinta sentencia escogida por mí para subtitular estas líneas, que se corresponde con una de las piezas más conocidas de la obra del médico y escritor donostiarra. Como retrato fidedigno del clima social y político de su época, e inmersa en el ambivalente mundo narrativo de don Pío Baroja, la novela dice mucho más que lo que cuenta; pero tampoco hace falta leer entre líneas. No en vano, la historia olvidada –ese es su ingrato sino- no hace más que repetirse.