Es difícil encontrar entre los países europeos una situación como la de España en materia organizativa en cuanto a las administraciones se refiere. Se acusa cada día a los partidos políticos nacionalistas o separatistas del deterioro del poder central en favor de pequeños entes autonómicos cada vez con más poder decisivo. Y, en realidad, de lo único que se puede acusar a los grupos que piden más poder para sus taifas es de lo que, precisamente, ellos alardean, es decir, de no considerarse españoles. Pero, siendo lo más rigurosos posible con la historia de la democracia y el parlamentarismo de 1978 aquí, los políticos que realmente deberían dar explicaciones son los que militan en las filas del Partido Popular (PP) y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) –dejando de lado a UCD, bien porque muchos de sus militantes lo hacen ahora en el PP o bien porque su desaparición fue el pago por la labor realizada al frente del Gobierno-.
La Constitución que nos dimos los ciudadanos en 1978 no fue la carta magna de un partido impuesta al resto de opciones políticas y a los españoles. Fue el consenso desde las diversas opciones políticas que en esos momentos tenían un peso específico en la sociedad. Es, pues, el mejor texto constitucional que hemos tenido los españoles a lo largo de nuestra historia. ¿Hace falta recordar el tumultuoso siglo XIX español? Por lo menos ocho textos fueron declarados leyes máximas en apenas setenta y cinco años. ¿Qué constitución puede contentar a monárquicos y republicanos? ¿Qué texto constitucional podría permitir que centralistas y federalistas aceptasen defenderlo? ¿Cómo poner de acuerdo a los defensores del libre mercado con los acérrimos protectores del intervencionismo del Estado?
Veintiocho años después de que el texto que presentaron los siete ponentes –de UCD, AP, PSOE, PCE y CiU- fuera ratificado en referéndum, este es menospreciado por los partidos nacionalistas; y manoseado por PP y PSOE que con tal de mantenerse en el Gobierno han hecho la vista gorda ante situaciones donde las leyes de rango inferior –las redactadas desde distintas autonomías- se desarrollaban contradiciendo artículos de la Constitución.
Ahora más que nunca es cuando hay que reivindicar el texto constitucional de 1978, que como buen texto flexible se puede modificar siguiendo las normas establecidas. Pero única y exclusivamente de esa manera y forma. Y es en este punto donde PP y PSOE deben reflexionar. Siempre, desde 1978, en toda negociación entre PP/PSOE con los partidos nacionalistas, los primeros parten de la Constitución de 1978 –a medio camino entre un Estado centralista y un Estado confederal-, mientras que los líderes de los segundos, es decir los dirigentes de PNV, CiU y ERC –que hasta hoy han sido los que han permitido gobernar a PP y PSOE con minorías- buscan la desaparición del Estado español para poder transformar en Estados las Comunidades Autónomas. Veámoslo con números y de manera más didáctica.
Si el unitarismo español a ultranza es el 1 y la disgregación total es el 10; PP y PSOE se sitúan siempre en el 5 –Constitución de 1978- ante una negociación y los nacionalistas en el 10. Así, es lógico que los acuerdos finalicen en 7,5. Al cabo de un tiempo se vuelven a sentar a negociar las dos partes pero en esta ocasión PP/PSOE parten del 7,5, mientras que los grupos nacionalistas siguen plantados en el 10. ¿Resultado de esta segunda negociación? 8,75. Al cabo de unos años se repite la situación, unos negocian a partir del 8,75, y los otros del 10. El resultado de las negociaciones siempre será favorable a las tesis nacionalistas. Y así llevamos casi treinta años. Pero no porque sea una mala Constitución, sino que los realmente malos han sido los dirigentes del PP y del PSOE.