Suele decirse que el Cielo tiene las puertas abiertas para todo aquel ente o ánima que desee franquear el umbral que conduce a un estado de armonía absoluta, pero yo no estaría tan seguro. A pesar de que el balance resultante de una vida de altibajos como puede ser la de cualquiera de nosotros, pecadores pasivos más bien por defecto que por exceso, incline la balanza a nuestro favor, no parece probable que sin intervención divina se pueda acceder fácilmente.
Eso, expresado en Román paladino, es lo mismo que decir que el que no tiene padrinos no se bautiza, y menos todavía por los distinguidos ambientes en los que se movía Francisco Nicolás Gómez Iglesias, el joven protagonista de uno de los casos de fraude más surrealistas acontecidos en la sociedad española de los últimos años. Por supuesto, ahora que ha sido puesto en manos de la Justicia y ya no transita alegremente de evento en evento mediático, fingiendo ser todo un pez gordo de la diplomacia, nadie osa mencionar que le conoce. Todos aquellos que un día se retratasen junto a él con una mueca de complacencia en los labios, miran para otra parte o, simplemente, intentan dar la impresión de no saber nada de lo que entonces aquel mozalbete se llevaba entre manos.
Me huele que el chico de la eterna sonrisa vale más por lo que oculta que por lo que propaga. Es más, no me atrevo siquiera a insinuar aquello que muchos piensan, porque hacer eso sin pruebas que lo constaten, además de ensuciar la reputación del muchacho, me podría crear verdaderos problemas. Pero dicho esto, y sin ánimo de añadir más polémica de la que ya he derramado a lo largo de esta columna, la historia rocambolesca vivida por este joven farsante cuenta, sin duda, con todos los ingredientes para convertirse en una interesante película de intriga.