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“Sé mediocre y rastrero y llegarás a todo” (Beaumarchais, Las bodas de Fígaro)

El precio

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Si es verdad aquello de que todo hombre (y mujer) tiene su precio, no será menos cierto que ese precio suele contarse en haciendas, coches, yates, joyas y, en fin, por todo lo que el dinero (al que alguno llamó “vil metal”; ahora, quizá, “sucio plástico”) puede comprar. La condición humana tiende a lo banal y suele ser poco imaginativa. El cliché se repite desde tiempo inmemorial y nos sumerge en una permanente desconfianza hacia nosostros mismos.

Alguno, alguna vez, se habrá preguntado ¿cuál será mi precio? ¿por cuánto vendería mis ideales, si los tengo; mi lealtad o lo que hasta ahora he considerado un proceder honrado?

Espinosas cuestiones que nos llevarían a un mar de dudas.

Bruto traiciona a Cesar y le asesta una de las veintitrés puñaladas que acaban con su vida en los idus de marzo. Ha vendido a su mentor en una conjura; ha pretendido salvar con ello unos principios políticos –su lealtad a la república, amenazada, según los conspiradores, por un hipotético plan de Cesar para proclamarse rey- pero, en el fondo, lo que ha hecho es simplemente vender su fidelidad. Es decir, el precio de Marco Junio Bruto fue el sacrificio de una amistad; y no, en este caso, por dinero.

La Historia aporta numerosos ejemplos de gentes que han vendido hasta lo más íntimo de sus conciencias (incluso su alma al diablo, en casos algo más literarios) a cambio de cumplir unos deseos que nada tienen que ver con los treinta denarios de Judas: Salomé vende lo que más ama –su deseo no correspondido por el Bautista- a cambio de obtener su cabeza, ya que no su amor, en una bandeja de plata.

Dorian Gray –el atormentado personaje de Oscar Wilde- vende la pureza de su alma a cambio de que la belleza de su rostro no se altere con el paso del tiempo. Trancurren los años y los demás envejecen, pero los rasgos de Dorian permanecen igual de perfectos que cuando el pintor Basil los plamara en un cuadro (Un retrato, escondido en un desván, en el que van marcándose arruga a arruga, mueca a mueca, todas las villanías que ha ido cometiendo a lo largo de su vida, convirtiendo su cara en una máscara siniestra) Una vez más, el precio no se contaba en dinero.

Pero, volviendo de la literatura, y si es verdad aquello de que toda acción tiene su efecto y de que –no me pregunten por qué- el aleteo de una mariposa en Australia puede llegar a producir un huracán en le Caribe, creo que pueden intuirse al menos dos cosas:

La primera es que muchos más de los que pensábamos arrumban un retrato grotesco de sí mismos en los desvanes de sus casas. Y, la segunda, que el batir presuroso de las alas de una polilla cercana ha empezado a desarbolar las mesanas y trinquetes de un navio que algunos creían seguro. Y esta vez, sí, por dinero.

El precio

“Sé mediocre y rastrero y llegarás a todo” (Beaumarchais, Las bodas de Fígaro)
Luis del Palacio
jueves, 30 de octubre de 2014, 08:02 h (CET)
Si es verdad aquello de que todo hombre (y mujer) tiene su precio, no será menos cierto que ese precio suele contarse en haciendas, coches, yates, joyas y, en fin, por todo lo que el dinero (al que alguno llamó “vil metal”; ahora, quizá, “sucio plástico”) puede comprar. La condición humana tiende a lo banal y suele ser poco imaginativa. El cliché se repite desde tiempo inmemorial y nos sumerge en una permanente desconfianza hacia nosostros mismos.

Alguno, alguna vez, se habrá preguntado ¿cuál será mi precio? ¿por cuánto vendería mis ideales, si los tengo; mi lealtad o lo que hasta ahora he considerado un proceder honrado?

Espinosas cuestiones que nos llevarían a un mar de dudas.

Bruto traiciona a Cesar y le asesta una de las veintitrés puñaladas que acaban con su vida en los idus de marzo. Ha vendido a su mentor en una conjura; ha pretendido salvar con ello unos principios políticos –su lealtad a la república, amenazada, según los conspiradores, por un hipotético plan de Cesar para proclamarse rey- pero, en el fondo, lo que ha hecho es simplemente vender su fidelidad. Es decir, el precio de Marco Junio Bruto fue el sacrificio de una amistad; y no, en este caso, por dinero.

La Historia aporta numerosos ejemplos de gentes que han vendido hasta lo más íntimo de sus conciencias (incluso su alma al diablo, en casos algo más literarios) a cambio de cumplir unos deseos que nada tienen que ver con los treinta denarios de Judas: Salomé vende lo que más ama –su deseo no correspondido por el Bautista- a cambio de obtener su cabeza, ya que no su amor, en una bandeja de plata.

Dorian Gray –el atormentado personaje de Oscar Wilde- vende la pureza de su alma a cambio de que la belleza de su rostro no se altere con el paso del tiempo. Trancurren los años y los demás envejecen, pero los rasgos de Dorian permanecen igual de perfectos que cuando el pintor Basil los plamara en un cuadro (Un retrato, escondido en un desván, en el que van marcándose arruga a arruga, mueca a mueca, todas las villanías que ha ido cometiendo a lo largo de su vida, convirtiendo su cara en una máscara siniestra) Una vez más, el precio no se contaba en dinero.

Pero, volviendo de la literatura, y si es verdad aquello de que toda acción tiene su efecto y de que –no me pregunten por qué- el aleteo de una mariposa en Australia puede llegar a producir un huracán en le Caribe, creo que pueden intuirse al menos dos cosas:

La primera es que muchos más de los que pensábamos arrumban un retrato grotesco de sí mismos en los desvanes de sus casas. Y, la segunda, que el batir presuroso de las alas de una polilla cercana ha empezado a desarbolar las mesanas y trinquetes de un navio que algunos creían seguro. Y esta vez, sí, por dinero.

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