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La primera paliza de Piotrowski al sacerdote aquella noche fue tan importante que debería de haberle costado la vida

Cuando los comunistas mataron a un sacerdote

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Sucedió el 19 de octubre de 1984 - 30 años esta semana. Un sacerdote tranquilo, valiente y genuinamente santo, Jerzy Popieluszko, de 37 años de edad, se encontró en una situación angustiosa que, aunque debió de haberle horrorizado, seguramente no le sorprendería. Una trinidad profana compuesta por tres criminales de la policía secreta de la Polonia comunista lo había cogido y propinado una paliza. Fue atado y amordazado y cargado como ganado en el maletero del Fiat 125 color crema de los tres agentes, camino del campo donde decidirían cómo se deshacían de él. Este amable sacerdote era nada menos que el religioso del movimiento Solidaridad, los luchadores de la libertad que finalmente demostraron ser letales para el comunismo soviético — y no sin la estoica inspiración de Popieluszko.

El responsable del grupo aquella jornada de octubre era el capitán Grzegorz Piotrowski, un agente de los servicios de seguridad S?u?ba Bezpiecze?stwa del Ministerio polaco del Interior. A diferencia de Jerzy, que creció siendo devotamente religioso, Piotrowski fue educado en un hogar ateo que, como los déspotas comunistas que gobernaban Polonia, era una aberración en este país católico romano religioso. Este desprecio hacia Dios y la moral hizo de Piotrowski el caballero idóneo para tan sombrío cometido, del que se ocupó con especial virulencia liberada.

La primera paliza de Piotrowski al sacerdote aquella noche fue tan importante que debería de haberle costado la vida. Jerzy era un individuo menudo que sufría la enfermedad de Addison. Había sido hospitalizado con anterioridad por otros males menores, incluyendo (comprensiblemente) ataques de ansiedad y problemas de tensión. Pero de alguna manera, el sacerdote lograba sobrevivir mientras luchaba por su vida en el frío y oscuro maletero del Fiat. De hecho, no se sabe cómo se había liberado de las cuerdas que le ataban y había logrado salir del vehículo. Empezó a correr, gritando a todo el mundo "¡Ayuda! ¡Por mi vida!"

Fue abatido por Piotrowski, dedicado discípulo de lo que un admirador polaco de Jerzy, el Papa Juan Pablo II, bautizaría como Cultura de Muerte. "Le di alcance y le golpeé en la cabeza varias veces con la porra", confesaría más tarde Piotrowski. "Le di en la cabeza o cerca. Volvió a quedar inconsciente. Pensé que habría quedado inconsciente. Y entonces advertí - no importa, no importa".

Importó. Al desamparado sacerdote le importó. Lo que le pasó a Piotrowski fue algo mucho peor. Parecía poseído por otra fuerza. Como recogen los escritores Roger Boyes y John Moody en su soberbia obra El mensajero de la verdad, trasladada ahora a un triste documental, los cómplices de Piotrowski creyeron que su camarada había perdido la razón, “así de salvaje”. Fue como un ajusticiamiento público. La paliza a Jerzy estaba siendo tan salvaje que no es desencaminado pensar en Jesucristo bajo el látigo. Este joven representante de Cristo, no mucho mayor que Jesucristo en su mortal agonía, estaba siendo brutalmente torturado. Era una especie de crucifixión; la clase de cosas en las que los comunistas sobresalían de forma extraordinaria.

Uno se siente tentado de decir que Piotrowski liberó los infiernos sobre el padre Jerzy, pero sería inadecuado e impreciso en el caso de un hombre de fe. En realidad, el infierno salía del agresor, en toda su rabia y fuerza demoniacas.

Tras otra paliza, Piotrowski y sus dos secuaces reforzaron el tratamiento. Agarraron un rollo de cinta aislante y rodearon con él la boca, la nariz y la cabeza del sacerdote, volviendo a arrojarlo al interior del vehículo como una bolsa de basura camino del vertedero.

Aunque apenas podía respirar o moverse, de alguna manera el padre Jerzy volvió a abrir el maletero mientras el vehículo proseguía su marcha. Esto sacó de sus casillas a Piotrowski. Detuvo el vehículo en seco, salió, miró al sacerdote con dureza y le dijo que si llegaba a emitir un sonido más, le estrangularía con sus propias manos y le dispararía. Boyes y Moody cuentan lo que pasó después: "Él [Piotrowski] cambió de arma y levantó [su] porra. Fue a parar a la nariz del sacerdote, pero en lugar del sonido de rotura del cartílago se produjo un golpe sordo, como un bastón que golpea la superficie de un charco".

Los autores materiales del crimen no lo advertían todavía, pero era el golpe final causa de la muerte. La próxima vez que vieron al padre Jerzy, no tuvieron dudas.

Los asesinos condujeron hasta la orilla del río Vístula Ataron dos pesadas sacas de piedras, de unos 10 kilos cada una, a los tobillos del sacerdote. Lo levantaron en posición vertical por encima del agua y a continuación lo liberaron silenciosamente. Se hundió en la oscuridad bajo ellos. Faltaban 10 minutos para la medianoche del 19 de octubre de 1984. "Popieluszko está muerto", anunciaba el teniente Leszek Pekala a sus acólitos en este triste crimen espeluznante. El tercer colaborador, el teniente Waldemar Chmielewski, afirmó simple y solemnemente "correcto".

Se alejaron en el vehículo, tumbando una botella de vodka para tratar de olvidar lo que habían hecho. Pekala pensó mientras conducía "Ahora somos asesinos".

Realmente lo eran. Por supuesto, el sistema al que representaban también. El sistema y sus agentes habían acabado con muchos Jerzy Popieluszkos y con decenas de millones de personas más, cuyos nombres trágicamente nunca serán recordados en los aniversarios de sus muertes.

Este sacerdote, sin embargo, es recordado por millones de personas. Cuando no apareció por los Maitines a la mañana siguiente, sus feligreses inmediatamente se alarmaron. No era propio de un miembro del clero puntual y fiel a sus deberes. La búsqueda de su paradero comenzó enseguida. Tardaría un tiempo, pero la verdad acabó viendo la luz, igual que pasó con el comunismo en general. Junto a los afectados por la noticia había un sacerdote católico del Vaticano, Karol Wojytla - el Papa Juan Pablo II. El impactado pontífice ató cabos: había conocido a muchos conciudadanos y sacerdotes polacos asesinados por el totalitarismo. Él mismo era un superviviente. Los comunistas también le querían muerto; tres años antes intentaron matarle.

Y como en el caso de Juan Pablo II, el tormento de Jerzy Popieluszko a manos del diablo no fue en vano. Millones de polacos se echaron a la calle y las iglesias a despedirse, como habían hecho por su hijo adoptivo Karol Wojtyla en junio de 1979 - una histórica visita extraordinaria que un joven Jerzy había ayudado a coordinar. Irónicamente, Jerzy había hecho de enlace entre el Vaticano y el Ministerio polaco de Salud para montar el dispositivo de seguridad durante aquella visita. También entonces había tenido la misión de proteger a los presentes - del comunismo.

Finalmente, la lucha de Jerzy Popieluszko, como la de su Papa, no fue en vano. Como dijo Tertuliano en una ocasión, la sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia. Los comunistas no pudieron extinguir el deseo de culto de los polacos, de Iglesia y de libertad. Tardaron cinco años tras su muerte, pero la desaparición del santo sacerdote alimentó todavía más las llamas de la libertad y el correspondiente rechazo al comunismo.

En perspectiva, el asesinato de Jerzy en 1984 marcó el punto intermedio entre dos acontecimientos históricos que pondrían punto y final al comunismo: La visita de Juan Pablo II a Polonia en 1979, y las cruciales elecciones libres de Polonia en junio de 1989. Aquellos comicios, más que cualquier otra cosa, vaticinaron el inminente colapso del comunismo. Mijail Gorbachov confesaría más tarde que cuando se celebraron aquellas elecciones en Polonia es cuando supo que todo había acabado. No fue ninguna coincidencia que el Muro de Berlín cayera cinco meses después.

El padre Jerzy Popieluszko fue uno de los muchos mártires del comunismo ateo. Pero su causa fue especialmente relevante. Su oficio y su muerte no fueron en vano.

Cuando los comunistas mataron a un sacerdote

La primera paliza de Piotrowski al sacerdote aquella noche fue tan importante que debería de haberle costado la vida
Paul G. Kengor
miércoles, 29 de octubre de 2014, 08:16 h (CET)
Sucedió el 19 de octubre de 1984 - 30 años esta semana. Un sacerdote tranquilo, valiente y genuinamente santo, Jerzy Popieluszko, de 37 años de edad, se encontró en una situación angustiosa que, aunque debió de haberle horrorizado, seguramente no le sorprendería. Una trinidad profana compuesta por tres criminales de la policía secreta de la Polonia comunista lo había cogido y propinado una paliza. Fue atado y amordazado y cargado como ganado en el maletero del Fiat 125 color crema de los tres agentes, camino del campo donde decidirían cómo se deshacían de él. Este amable sacerdote era nada menos que el religioso del movimiento Solidaridad, los luchadores de la libertad que finalmente demostraron ser letales para el comunismo soviético — y no sin la estoica inspiración de Popieluszko.

El responsable del grupo aquella jornada de octubre era el capitán Grzegorz Piotrowski, un agente de los servicios de seguridad S?u?ba Bezpiecze?stwa del Ministerio polaco del Interior. A diferencia de Jerzy, que creció siendo devotamente religioso, Piotrowski fue educado en un hogar ateo que, como los déspotas comunistas que gobernaban Polonia, era una aberración en este país católico romano religioso. Este desprecio hacia Dios y la moral hizo de Piotrowski el caballero idóneo para tan sombrío cometido, del que se ocupó con especial virulencia liberada.

La primera paliza de Piotrowski al sacerdote aquella noche fue tan importante que debería de haberle costado la vida. Jerzy era un individuo menudo que sufría la enfermedad de Addison. Había sido hospitalizado con anterioridad por otros males menores, incluyendo (comprensiblemente) ataques de ansiedad y problemas de tensión. Pero de alguna manera, el sacerdote lograba sobrevivir mientras luchaba por su vida en el frío y oscuro maletero del Fiat. De hecho, no se sabe cómo se había liberado de las cuerdas que le ataban y había logrado salir del vehículo. Empezó a correr, gritando a todo el mundo "¡Ayuda! ¡Por mi vida!"

Fue abatido por Piotrowski, dedicado discípulo de lo que un admirador polaco de Jerzy, el Papa Juan Pablo II, bautizaría como Cultura de Muerte. "Le di alcance y le golpeé en la cabeza varias veces con la porra", confesaría más tarde Piotrowski. "Le di en la cabeza o cerca. Volvió a quedar inconsciente. Pensé que habría quedado inconsciente. Y entonces advertí - no importa, no importa".

Importó. Al desamparado sacerdote le importó. Lo que le pasó a Piotrowski fue algo mucho peor. Parecía poseído por otra fuerza. Como recogen los escritores Roger Boyes y John Moody en su soberbia obra El mensajero de la verdad, trasladada ahora a un triste documental, los cómplices de Piotrowski creyeron que su camarada había perdido la razón, “así de salvaje”. Fue como un ajusticiamiento público. La paliza a Jerzy estaba siendo tan salvaje que no es desencaminado pensar en Jesucristo bajo el látigo. Este joven representante de Cristo, no mucho mayor que Jesucristo en su mortal agonía, estaba siendo brutalmente torturado. Era una especie de crucifixión; la clase de cosas en las que los comunistas sobresalían de forma extraordinaria.

Uno se siente tentado de decir que Piotrowski liberó los infiernos sobre el padre Jerzy, pero sería inadecuado e impreciso en el caso de un hombre de fe. En realidad, el infierno salía del agresor, en toda su rabia y fuerza demoniacas.

Tras otra paliza, Piotrowski y sus dos secuaces reforzaron el tratamiento. Agarraron un rollo de cinta aislante y rodearon con él la boca, la nariz y la cabeza del sacerdote, volviendo a arrojarlo al interior del vehículo como una bolsa de basura camino del vertedero.

Aunque apenas podía respirar o moverse, de alguna manera el padre Jerzy volvió a abrir el maletero mientras el vehículo proseguía su marcha. Esto sacó de sus casillas a Piotrowski. Detuvo el vehículo en seco, salió, miró al sacerdote con dureza y le dijo que si llegaba a emitir un sonido más, le estrangularía con sus propias manos y le dispararía. Boyes y Moody cuentan lo que pasó después: "Él [Piotrowski] cambió de arma y levantó [su] porra. Fue a parar a la nariz del sacerdote, pero en lugar del sonido de rotura del cartílago se produjo un golpe sordo, como un bastón que golpea la superficie de un charco".

Los autores materiales del crimen no lo advertían todavía, pero era el golpe final causa de la muerte. La próxima vez que vieron al padre Jerzy, no tuvieron dudas.

Los asesinos condujeron hasta la orilla del río Vístula Ataron dos pesadas sacas de piedras, de unos 10 kilos cada una, a los tobillos del sacerdote. Lo levantaron en posición vertical por encima del agua y a continuación lo liberaron silenciosamente. Se hundió en la oscuridad bajo ellos. Faltaban 10 minutos para la medianoche del 19 de octubre de 1984. "Popieluszko está muerto", anunciaba el teniente Leszek Pekala a sus acólitos en este triste crimen espeluznante. El tercer colaborador, el teniente Waldemar Chmielewski, afirmó simple y solemnemente "correcto".

Se alejaron en el vehículo, tumbando una botella de vodka para tratar de olvidar lo que habían hecho. Pekala pensó mientras conducía "Ahora somos asesinos".

Realmente lo eran. Por supuesto, el sistema al que representaban también. El sistema y sus agentes habían acabado con muchos Jerzy Popieluszkos y con decenas de millones de personas más, cuyos nombres trágicamente nunca serán recordados en los aniversarios de sus muertes.

Este sacerdote, sin embargo, es recordado por millones de personas. Cuando no apareció por los Maitines a la mañana siguiente, sus feligreses inmediatamente se alarmaron. No era propio de un miembro del clero puntual y fiel a sus deberes. La búsqueda de su paradero comenzó enseguida. Tardaría un tiempo, pero la verdad acabó viendo la luz, igual que pasó con el comunismo en general. Junto a los afectados por la noticia había un sacerdote católico del Vaticano, Karol Wojytla - el Papa Juan Pablo II. El impactado pontífice ató cabos: había conocido a muchos conciudadanos y sacerdotes polacos asesinados por el totalitarismo. Él mismo era un superviviente. Los comunistas también le querían muerto; tres años antes intentaron matarle.

Y como en el caso de Juan Pablo II, el tormento de Jerzy Popieluszko a manos del diablo no fue en vano. Millones de polacos se echaron a la calle y las iglesias a despedirse, como habían hecho por su hijo adoptivo Karol Wojtyla en junio de 1979 - una histórica visita extraordinaria que un joven Jerzy había ayudado a coordinar. Irónicamente, Jerzy había hecho de enlace entre el Vaticano y el Ministerio polaco de Salud para montar el dispositivo de seguridad durante aquella visita. También entonces había tenido la misión de proteger a los presentes - del comunismo.

Finalmente, la lucha de Jerzy Popieluszko, como la de su Papa, no fue en vano. Como dijo Tertuliano en una ocasión, la sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia. Los comunistas no pudieron extinguir el deseo de culto de los polacos, de Iglesia y de libertad. Tardaron cinco años tras su muerte, pero la desaparición del santo sacerdote alimentó todavía más las llamas de la libertad y el correspondiente rechazo al comunismo.

En perspectiva, el asesinato de Jerzy en 1984 marcó el punto intermedio entre dos acontecimientos históricos que pondrían punto y final al comunismo: La visita de Juan Pablo II a Polonia en 1979, y las cruciales elecciones libres de Polonia en junio de 1989. Aquellos comicios, más que cualquier otra cosa, vaticinaron el inminente colapso del comunismo. Mijail Gorbachov confesaría más tarde que cuando se celebraron aquellas elecciones en Polonia es cuando supo que todo había acabado. No fue ninguna coincidencia que el Muro de Berlín cayera cinco meses después.

El padre Jerzy Popieluszko fue uno de los muchos mártires del comunismo ateo. Pero su causa fue especialmente relevante. Su oficio y su muerte no fueron en vano.

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