Desde que el expresidente Felipe González Márquez levantase la liebre durante su intervención en el programa dirigido y presentado por la periodista Ana Pastor en La Sexta, sus palabras apocalípticas no han hecho otra cosa que alimentar la imaginación de los más visionarios. Esperemos que esa vorágine sin sentido no se traslade también al resto de la ciudadanía, porque de suceder algo así podría acabar con una de las peculiaridades que caracterizan a uno de los objetos más valiosos de la Democracia: el cultivo de la pluralidad.
Que socialistas y populares están en su derecho de llevar a cabo una coalición a todas luces contra natura, no seré yo quien lo ponga en duda. De asociaciones políticas, si cabe más inverosímiles, hemos sido testigos los españoles como para cometer ahora la sandez de tirarnos de los pelos. Sin ir más lejos, quién no recuerda la protagonizada por Izquierda Unida y el Partido Popular en Andalucía, cuando Julio Anguita lideraba la formación de izquierdas. Entonces, no hubo manera de sacarle al secretario general más que una sola palabra: programa; de la que huelga decir hoy, que fueron muchos los que no la comprendieron, pero si esa fue una decisión asamblearia no tenemos nada que decir en su contra.
Aun así, se me antoja que no hablamos de lo mismo. Aquella coalición estuvo condicionada a unas determinadas prerrogativas, pero no a ningún cargo. Todo lo contario, a mi juicio, de lo que PP y PSOE, si eso llegase a producirse, alcanzarían con su unión, que es conservar los privilegios que un cómodo bipartidismo, vigente en la actualidad, proporciona a esa especie de casta que nos gobierna desde los albores de nuestra democracia. Mira que si es cierto eso, de que el temor a una verdadera soberanía popular está haciendo temblar los cimientos sobre los que se sostienen las cúpulas de esos dos grandes e históricos partidos políticos; francamente, eso es lo último que podía esperarse de ellos.