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Nuestra indiferencia hacia África comienza a pasarnos factura

Un búmeran letal

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No sólo una mentira repetida ad infinitum puede convertirse en “verdad” (sin ir más lejos la historia falseada que anima y da fuelle a la mayoría de los nacionalismos) sino que una tontería o una incorrección semántica o morfológica pueden adquirir carta de naturaleza y convertirse en algo comúnmente aceptado. Es decir: lo malo, falso o impostado pasa, como en una transmutación alquímica, a relucir con el brillo dorado de lo bueno, auténtico y legítimo.

Ahora que todo se desarrolla en un “escenario” –palabra que parece haber sustituido definitivamente a “momento”, “situación”, “lugar”, “circunstancia” y otras- es como si asistiéramos, en el gran teatro del mundo, a una permanente parodia de la realidad, a la caricatura dramatizada de lo que nos sucede. No sólo hemos olvidado que unos verbos son transitivos (“destituir”) y otros no (“cesar”), sino que instalados en esa permanente “razón de la sinrazón que a mi razón se hace”, aceptamos lo inaceptable y, lo que es peor, lo damos por bueno y hasta deseable.

Durante la semana pasada y lo que llevamos de esta hemos asistido al ensayo general de una tragicomedia en la que han participado héroes y villanos, comparsas y el coro del pueblo. Hemos visto cómo por muchos “esmartfons” , “uasaps” y otros artilugios y cámaras que nos vigilen, la amenaza de la muerte negra, en forma de virus implacable, rescata de los desvanes del olvido nuestros peores temores ancestrales; temores que nos retrotraen a un medievo en el que los medios de comunicación declaman sus “coplas de ciego” como si de modernos juglares se tratara.

Hay quien dice que el ébola se asemeja a una de aquellas plagas enviadas por los dioses para castigar a los impíos. Y por mucho que la ciencia y su correlato menos amable, el “cientifismo”, haya reducido nuestra capacidad para aceptar que existan muchas realidades que se nos escapan y se nos escaparán siempre, no es menos cierto que hay un reducto en nuestras conciencias que se resiste a admitir esa lógica, ese cartesianismo impuesto. Alzamos entonces la vista a las montañas, al cielo; contemplamos absortos el ir y venir de las mareas; volvemos a hacernos preguntas que nunca han tenido respuesta.

En el siglo XX los antropólogos hallaron en África la cuna de la Humanidad. Aquel continente tan próximo geográficamente a donde surgieron la doxa y la episteme, el conocimiento desarrollado en la cultura helena que fue engrandeciéndose a lo largo de las centurias para plasmarse finalmente en lo que se llamaría “la cultura y los valores de Occidente”, permaneció oculto, misterioso, hasta bien entrado el XIX. Nos servimos de él con el comercio de esclavos; seres humanos que no fueron tenidos por tales hasta que ciertos autores de la Enciclopedia y algunos clérigos librepensadores comenzaron a reclamar sus derechos; a reivindicar para ellos algo tan elemental como ser personas (Otra gran paradoja, teniendo en cuenta que fue precisamente allí, como quedaría demostrado casi doscientos años más tarde, donde nacieron nuestros antepasados más remotos).

Aquel continente de leyenda fue poco a poco descubriéndose al hombre blanco durante el siglo XIX. Grandes exploradores como Burton, Livingstone, Stanley, Thomson, Iradier, Von Höhnel y tantos otros, llegaron al llamado “Continente Negro” con una sana curiosidad, un afán de conocer, de aprender y, en muchos casos, de ayudar. El mercadeo de esclavos cesó y fue Gran Bretaña el país pionero en condenar aquella práctica inhumana y repugnante. Pero con ello no se inició un trato entre iguales. La codicia de los grandes imperios europeos de la segunda mitad del siglo XIX en adelante no conocía límites y, literalmente, se repartieron África de sur a norte: franceses, británicos, holandeses, alemanes y, en menor medida, españoles e italianos establecieron colonias y protectorados, con el único afán de explotar y expoliar sus recursos naturales. El rey Leopoldo II de Bélgica tenía el Congo en calidad de propiedad privada hasta entrado el siglo XX.

La colonización de África fue una de las mayores canalladas perpetradas por las potencias europeas durante la era contemporánea; pero el proceso de descolonización –por cierto que sería España, a pesar de su escasa presencia en el África subsahariana, una de las últimas potencias en retirarse (Guinea Ecuatorial, 1967)- no le fue a la zaga en cuanto a mal hacer y falta de solidaridad. Muchos de los grandes tiranos que dominaron en los nuevos países – Idi Amin, Daniel Moi, Bokassa, Macías etc.- contaban con la anuencia de las naciones que antes los habían colonizado y, sobre todo, con el beneplácito de las multinacionales que fueron estableciéndose al amparo de gobiernos corruptos e incapaces. Se implantó un círculo vicioso que empobreció aún más a un continente víctima de grandes hambrunas, anclado todavía en un sistema tribal en el que se observan incongruencias tales como que individuos que parcialmente viven según los usos de la Edad del Hierro aspiren a tener un teléfono móvil para comunicarse con el vecino de choza, aunque aún ignoren las más elementales medidas de higiene.

No hay naciones ni pueblos, sino mercados. Volvemos la vista a África –dejando a un lado los safaris fotográficos y los amenos reportajes sobre su flora y su fauna- como los que se acuerdan de santa Bárbara: sólo cuando truena. Y África no sólo truena cuando hay masacres y guerras étnicas, el continente también ruge a través de esos focos de erupción que, de vez en cuando, expulsan sus cenizas de destrucción y muerte. El ébola es uno de ellos. No es –o quizá sí para algunos- el trasunto de una plaga bíblica, sino la prueba más clara de nuestro propio egoísmo, de nuestra miopía. El 80% de su población es pobre y, por lo tanto, un mal mercado. Interesa la explotación de sus recursos, pero no importan nada los que, pagados con salarios de miseria, los arrancan de la tierra.

¿Cómo, con esta mentalidad hipócrita y egoísta, podría interesar a las multinacionales farmacéuticas el desarrollo de una vacuna y un tratamiento adecuados para combatir un mal que aqueja a decenas de miles de pobres? La respuesta es: nada; no podrían pagarlos. Hasta ahora ha sido “su problema”, no el nuestro. Ellos son insolventes y nosotros –insisto: hasta ahora- no los hemos necesitado. ¡Que inventen ellos!

La advertencia de la OMS sobre el temor a que el ébola pueda empezar a extenderse en progresión geométrica de aquí a unos meses sobre el continente africano, no ha hecho temblar las conciencias, sino que ha movido los resortes que actúan sobre nuestro instinto de conservación. Somos culpables de haber globalizado los mercados, pero no la riqueza. Y ahora, como un búmeran letal, esa falta de empatía y solidaridad con los que casi nada tienen planea sobre nuestras cabezas.

Un búmeran letal

Nuestra indiferencia hacia África comienza a pasarnos factura
Luis del Palacio
viernes, 17 de octubre de 2014, 07:07 h (CET)
No sólo una mentira repetida ad infinitum puede convertirse en “verdad” (sin ir más lejos la historia falseada que anima y da fuelle a la mayoría de los nacionalismos) sino que una tontería o una incorrección semántica o morfológica pueden adquirir carta de naturaleza y convertirse en algo comúnmente aceptado. Es decir: lo malo, falso o impostado pasa, como en una transmutación alquímica, a relucir con el brillo dorado de lo bueno, auténtico y legítimo.

Ahora que todo se desarrolla en un “escenario” –palabra que parece haber sustituido definitivamente a “momento”, “situación”, “lugar”, “circunstancia” y otras- es como si asistiéramos, en el gran teatro del mundo, a una permanente parodia de la realidad, a la caricatura dramatizada de lo que nos sucede. No sólo hemos olvidado que unos verbos son transitivos (“destituir”) y otros no (“cesar”), sino que instalados en esa permanente “razón de la sinrazón que a mi razón se hace”, aceptamos lo inaceptable y, lo que es peor, lo damos por bueno y hasta deseable.

Durante la semana pasada y lo que llevamos de esta hemos asistido al ensayo general de una tragicomedia en la que han participado héroes y villanos, comparsas y el coro del pueblo. Hemos visto cómo por muchos “esmartfons” , “uasaps” y otros artilugios y cámaras que nos vigilen, la amenaza de la muerte negra, en forma de virus implacable, rescata de los desvanes del olvido nuestros peores temores ancestrales; temores que nos retrotraen a un medievo en el que los medios de comunicación declaman sus “coplas de ciego” como si de modernos juglares se tratara.

Hay quien dice que el ébola se asemeja a una de aquellas plagas enviadas por los dioses para castigar a los impíos. Y por mucho que la ciencia y su correlato menos amable, el “cientifismo”, haya reducido nuestra capacidad para aceptar que existan muchas realidades que se nos escapan y se nos escaparán siempre, no es menos cierto que hay un reducto en nuestras conciencias que se resiste a admitir esa lógica, ese cartesianismo impuesto. Alzamos entonces la vista a las montañas, al cielo; contemplamos absortos el ir y venir de las mareas; volvemos a hacernos preguntas que nunca han tenido respuesta.

En el siglo XX los antropólogos hallaron en África la cuna de la Humanidad. Aquel continente tan próximo geográficamente a donde surgieron la doxa y la episteme, el conocimiento desarrollado en la cultura helena que fue engrandeciéndose a lo largo de las centurias para plasmarse finalmente en lo que se llamaría “la cultura y los valores de Occidente”, permaneció oculto, misterioso, hasta bien entrado el XIX. Nos servimos de él con el comercio de esclavos; seres humanos que no fueron tenidos por tales hasta que ciertos autores de la Enciclopedia y algunos clérigos librepensadores comenzaron a reclamar sus derechos; a reivindicar para ellos algo tan elemental como ser personas (Otra gran paradoja, teniendo en cuenta que fue precisamente allí, como quedaría demostrado casi doscientos años más tarde, donde nacieron nuestros antepasados más remotos).

Aquel continente de leyenda fue poco a poco descubriéndose al hombre blanco durante el siglo XIX. Grandes exploradores como Burton, Livingstone, Stanley, Thomson, Iradier, Von Höhnel y tantos otros, llegaron al llamado “Continente Negro” con una sana curiosidad, un afán de conocer, de aprender y, en muchos casos, de ayudar. El mercadeo de esclavos cesó y fue Gran Bretaña el país pionero en condenar aquella práctica inhumana y repugnante. Pero con ello no se inició un trato entre iguales. La codicia de los grandes imperios europeos de la segunda mitad del siglo XIX en adelante no conocía límites y, literalmente, se repartieron África de sur a norte: franceses, británicos, holandeses, alemanes y, en menor medida, españoles e italianos establecieron colonias y protectorados, con el único afán de explotar y expoliar sus recursos naturales. El rey Leopoldo II de Bélgica tenía el Congo en calidad de propiedad privada hasta entrado el siglo XX.

La colonización de África fue una de las mayores canalladas perpetradas por las potencias europeas durante la era contemporánea; pero el proceso de descolonización –por cierto que sería España, a pesar de su escasa presencia en el África subsahariana, una de las últimas potencias en retirarse (Guinea Ecuatorial, 1967)- no le fue a la zaga en cuanto a mal hacer y falta de solidaridad. Muchos de los grandes tiranos que dominaron en los nuevos países – Idi Amin, Daniel Moi, Bokassa, Macías etc.- contaban con la anuencia de las naciones que antes los habían colonizado y, sobre todo, con el beneplácito de las multinacionales que fueron estableciéndose al amparo de gobiernos corruptos e incapaces. Se implantó un círculo vicioso que empobreció aún más a un continente víctima de grandes hambrunas, anclado todavía en un sistema tribal en el que se observan incongruencias tales como que individuos que parcialmente viven según los usos de la Edad del Hierro aspiren a tener un teléfono móvil para comunicarse con el vecino de choza, aunque aún ignoren las más elementales medidas de higiene.

No hay naciones ni pueblos, sino mercados. Volvemos la vista a África –dejando a un lado los safaris fotográficos y los amenos reportajes sobre su flora y su fauna- como los que se acuerdan de santa Bárbara: sólo cuando truena. Y África no sólo truena cuando hay masacres y guerras étnicas, el continente también ruge a través de esos focos de erupción que, de vez en cuando, expulsan sus cenizas de destrucción y muerte. El ébola es uno de ellos. No es –o quizá sí para algunos- el trasunto de una plaga bíblica, sino la prueba más clara de nuestro propio egoísmo, de nuestra miopía. El 80% de su población es pobre y, por lo tanto, un mal mercado. Interesa la explotación de sus recursos, pero no importan nada los que, pagados con salarios de miseria, los arrancan de la tierra.

¿Cómo, con esta mentalidad hipócrita y egoísta, podría interesar a las multinacionales farmacéuticas el desarrollo de una vacuna y un tratamiento adecuados para combatir un mal que aqueja a decenas de miles de pobres? La respuesta es: nada; no podrían pagarlos. Hasta ahora ha sido “su problema”, no el nuestro. Ellos son insolventes y nosotros –insisto: hasta ahora- no los hemos necesitado. ¡Que inventen ellos!

La advertencia de la OMS sobre el temor a que el ébola pueda empezar a extenderse en progresión geométrica de aquí a unos meses sobre el continente africano, no ha hecho temblar las conciencias, sino que ha movido los resortes que actúan sobre nuestro instinto de conservación. Somos culpables de haber globalizado los mercados, pero no la riqueza. Y ahora, como un búmeran letal, esa falta de empatía y solidaridad con los que casi nada tienen planea sobre nuestras cabezas.

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