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Cuando creíamos que estábamos curados de espantos llegó Jordi Pujol

¡Que vengan los bárbaros!

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Cuando creíamos que estábamos curados de espantos llegó Jordi Pujol, el “molt honorable” y nos dijo que padecía de alzheimer, por aquello de haber ocultado su fortuna (no recordaba el montante; ya digo, el alzheimer) fuera de las fronteras fiscales españolas durante más de treinta años.

Aún con el hipo cortado, nos desayunamos la semana pasada con la noticia de que el histórico líder ugetista de la minería asturiana, José Ángel Fernández Villa, había ocultado al fisco lo que debió de recoger en aguinaldos navideños: 1,4 millones de euros democráticos.

Y por si quieres arroz, toma dos tazas, el caso de las blackcards de Caja Madrid llega para restregarnos por toda la cara el lado chusco, el cutrelux, lo soez, el ángulo más chabacano y obsceno de la codicia humana, materializado al fundirse 15 millones de euros en cash, viajes, hoteles, alcohol o masajes tailandeses, por los que hasta anteayer pontificaban de moralidad económica y acreditaban las teorías financieras sobre la necesidad del ajuste en el gasto social para equilibrar las cuentas públicas.

Esta tríada de la golfería no es más que el desperdicio, la propina final del banquete de la corrupción que inunda al país con su pestilente olor fétido. Una descomposición del sistema que es transversal y que corroe a todos los estamentos del sistema democrático que nos habíamos dado: Casa Real (caso Urdangarín-Nóos), Poder Judicial (caso Dívar), partidos políticos (caso Gürtel, caso ERES, caso Bárcenas, caso Baltar, caso ITV, caso Millet, caso Palma Arena, caso Palau de la Música, caso Banca Catalana, caso Brugal o caso Fabra), sindicatos y organizaciones empresariales (caso FORCEM) y un interminable rosario de casos de podredumbre que, según un estudio llevado a cabo por la Universidad de Las Palmas, eleva a 40.000 millones de euros anuales el coste social de la corrupción en España, acumulando 1.700 causas abiertas en diferentes órganos judiciales con más de 500 imputados en estos procedimientos.

Lo llamativo es que frente a este inmenso iceberg de la perversión, tan solo existen unas 20 personas en el trullo cumpliendo condena. Esta es la causa por la que los usuarios de las blackcards actuaban con total impunidad, a cara de perro; sencillamente porque estaban convencidos de que el sistema les protegía, les amparaba y les daba cobertura y, en el peor de los casos, porque todo estaría prescrito o acabaría con una simple colleja como penitencia por los pecados cometidos. Por ello, aquella imagen de Bárcenas haciendo la peseta al respetable debe de ser interpretada mucho más allá de una cándida metáfora.

Su desvergonzado latrocinio no es casual. Es, por el contrario causal, es consecuencia de un sistema corrompido hasta las trancas. Los ochenta y seis usuarios de las blackcards de Caja Madrid no son más que los gregarios de un sistema podrido, descompuesto y putrefacto que es urgentísimo sustituir.

No basta una promesa de regeneración, porque es, sencillamente, imposible que los implicados en la contaminación del sistema sean capaces de rehabilitarse. Es preciso un acto de transformación absoluto, casi revolucionario, que devenga en tránsito hacia otro sistema en el que el olor nauseabundo que nos asfixia deje de ser el oxígeno que nos dan a respirar.

¡Que vengan los bárbaros! Quizá ellos sean una solución, después de todo.

¡Que vengan los bárbaros!

Cuando creíamos que estábamos curados de espantos llegó Jordi Pujol
José Sarria
lunes, 13 de octubre de 2014, 07:26 h (CET)
Cuando creíamos que estábamos curados de espantos llegó Jordi Pujol, el “molt honorable” y nos dijo que padecía de alzheimer, por aquello de haber ocultado su fortuna (no recordaba el montante; ya digo, el alzheimer) fuera de las fronteras fiscales españolas durante más de treinta años.

Aún con el hipo cortado, nos desayunamos la semana pasada con la noticia de que el histórico líder ugetista de la minería asturiana, José Ángel Fernández Villa, había ocultado al fisco lo que debió de recoger en aguinaldos navideños: 1,4 millones de euros democráticos.

Y por si quieres arroz, toma dos tazas, el caso de las blackcards de Caja Madrid llega para restregarnos por toda la cara el lado chusco, el cutrelux, lo soez, el ángulo más chabacano y obsceno de la codicia humana, materializado al fundirse 15 millones de euros en cash, viajes, hoteles, alcohol o masajes tailandeses, por los que hasta anteayer pontificaban de moralidad económica y acreditaban las teorías financieras sobre la necesidad del ajuste en el gasto social para equilibrar las cuentas públicas.

Esta tríada de la golfería no es más que el desperdicio, la propina final del banquete de la corrupción que inunda al país con su pestilente olor fétido. Una descomposición del sistema que es transversal y que corroe a todos los estamentos del sistema democrático que nos habíamos dado: Casa Real (caso Urdangarín-Nóos), Poder Judicial (caso Dívar), partidos políticos (caso Gürtel, caso ERES, caso Bárcenas, caso Baltar, caso ITV, caso Millet, caso Palma Arena, caso Palau de la Música, caso Banca Catalana, caso Brugal o caso Fabra), sindicatos y organizaciones empresariales (caso FORCEM) y un interminable rosario de casos de podredumbre que, según un estudio llevado a cabo por la Universidad de Las Palmas, eleva a 40.000 millones de euros anuales el coste social de la corrupción en España, acumulando 1.700 causas abiertas en diferentes órganos judiciales con más de 500 imputados en estos procedimientos.

Lo llamativo es que frente a este inmenso iceberg de la perversión, tan solo existen unas 20 personas en el trullo cumpliendo condena. Esta es la causa por la que los usuarios de las blackcards actuaban con total impunidad, a cara de perro; sencillamente porque estaban convencidos de que el sistema les protegía, les amparaba y les daba cobertura y, en el peor de los casos, porque todo estaría prescrito o acabaría con una simple colleja como penitencia por los pecados cometidos. Por ello, aquella imagen de Bárcenas haciendo la peseta al respetable debe de ser interpretada mucho más allá de una cándida metáfora.

Su desvergonzado latrocinio no es casual. Es, por el contrario causal, es consecuencia de un sistema corrompido hasta las trancas. Los ochenta y seis usuarios de las blackcards de Caja Madrid no son más que los gregarios de un sistema podrido, descompuesto y putrefacto que es urgentísimo sustituir.

No basta una promesa de regeneración, porque es, sencillamente, imposible que los implicados en la contaminación del sistema sean capaces de rehabilitarse. Es preciso un acto de transformación absoluto, casi revolucionario, que devenga en tránsito hacia otro sistema en el que el olor nauseabundo que nos asfixia deje de ser el oxígeno que nos dan a respirar.

¡Que vengan los bárbaros! Quizá ellos sean una solución, después de todo.

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