De los ochenta y tantos consejeros y directivos de Bankia a los que se les facilitó una de esas famosas tarjetas opacas, tan solo tres no hicieron uso -legal o fraudulento, qué más da- de la misma. El resto hizo lo que la mayoría de nosotros, vulgares mortales, haría de encontrarse en una tesitura tan sugerentemente favorable. Pocos en su sano juicio se resistirían a algo así, máxime cuando a priori nadie, incluido el fisco, podría reprocharles nada. La trama estaba tan bien urdida, que solamente una debacle financiera como la que se ha producido en el sistema bancario español era capaz de sacarla a la luz.
Los más concienciados de la gravedad de los actos que cometieron, ya han comenzado a devolver parte del dinero empleado en adquirir desde billetes de avión a noches de estancia en hoteles, pasando por almuerzos y otros gastos de representación; lo que, hasta cierto punto, parece normal. Éstos no han tardado mucho en comprender, eso sí, después de destaparse todo el entramado, hasta qué punto su comportamiento era moral y éticamente reprobable. ¿Qué clase de psicópatas tendríamos dirigiendo la vida financiera de este país, si no les importara mirar a la cara a los casi cinco millones de desempleados con los que cuenta este país y no hacer nada por intentar resarcir a la sociedad, cuando menos, devolviendo el dinero que se llevaron?
Lo que no es tan normal es que entre las partidas cargadas a esas tarjetas aparezcan operaciones de compra de ropa de marca, banquetes e incluso extracciones en efectivo que sólo Dios sabe a qué suerte de gastos irían destinados. No en vano, el diario ABC habla de saqueo para referirse al escándalo de las black card y a los más de quince millones de euros que estos tipos, entre los que se encuentran sindicalistas, gestores, políticos y diplomáticos, dilapidaron en poco más de nueve años como consejeros o altos directivos de la entidad.