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Un poema de Esther Videgain

El agua del jarrón daba vida al buen alma

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El agua del jarrón
daba de beber aquella joven flor,
al lado, en la alcoba, dormía la pequeña niña.

El agua del jarrón
daba vida aquel aroma de cariño y dulce amor,
la niña crecía extremadamente feliz.

El agua del jarrón
era vertido cada mañana,
una señora lo llenaba al alba del tardío amanecer.

Mientras la niña observaba
aquel paisaje de amor
y la flor crecía y crecía.

Un día, el jarrón dejó de llenarse...
había fallecido aquella ancianita,
tiernamente cerró los ojos, parecía dormida.

Y la niña miraba siempre a la flor triste y cabizbaja,
la flor empezó a marchitar,
llegó la lectura del amargo y fúnebre testamento.

Todo era para su afligida familia,
se leyeron los últimos antojos forzados de la ancianita,
a la pequeña niña, le dejó una misión.

Le dejó la jarrita
y la mandó llenar el jarrón con agua cada alba,
al despertar, la dijo su abuelita, que sentiría su último beso.

El agua del jarrón
volvió a dar vida y ese aroma al amor perdido y añorado,
la flor resucitó y poco a poco volvió a ser la misma.

El agua del jarrón
era la memoria de la abuelita ausente,
la niña lo llenaba con el anhelo de resucitar a su ancianita.

Aquella niña creció y se hizo muy mayor
y la flor seguía viviendo en su jarrón de débil cristal,
pero se mudó a otro lugar, la plantó en un jardín cercano.

Todos los días,
en ese pasado alegre lugar,
llovía y llovía sin cesar.

El agua de las nubes,
caía del cielo donde vivía la abuelita,
daba vida y luz a la florecita.

No había Primavera,
no había Verano,
siempre llovía estancados en la estación del recuerdo inolvidable.

Aquella niña, que ya era mamá,
regresó una mañana, cuando caía el alba
y sacó la florecita del césped.

La plantó en la tumba del alma más tierna,
aquel ángel nunca murió,
y protegió a la frágil rica inocencia.

La luz regresó a ese lugar
sombrado por el agua que daba de beber a la flor
que nunca más se marchitó al amparo de la dulce y buena abuelita.

El agua del jarrón daba vida al buen alma

Un poema de Esther Videgain
Esther Videgain
jueves, 2 de octubre de 2014, 07:43 h (CET)
El agua del jarrón
daba de beber aquella joven flor,
al lado, en la alcoba, dormía la pequeña niña.

El agua del jarrón
daba vida aquel aroma de cariño y dulce amor,
la niña crecía extremadamente feliz.

El agua del jarrón
era vertido cada mañana,
una señora lo llenaba al alba del tardío amanecer.

Mientras la niña observaba
aquel paisaje de amor
y la flor crecía y crecía.

Un día, el jarrón dejó de llenarse...
había fallecido aquella ancianita,
tiernamente cerró los ojos, parecía dormida.

Y la niña miraba siempre a la flor triste y cabizbaja,
la flor empezó a marchitar,
llegó la lectura del amargo y fúnebre testamento.

Todo era para su afligida familia,
se leyeron los últimos antojos forzados de la ancianita,
a la pequeña niña, le dejó una misión.

Le dejó la jarrita
y la mandó llenar el jarrón con agua cada alba,
al despertar, la dijo su abuelita, que sentiría su último beso.

El agua del jarrón
volvió a dar vida y ese aroma al amor perdido y añorado,
la flor resucitó y poco a poco volvió a ser la misma.

El agua del jarrón
era la memoria de la abuelita ausente,
la niña lo llenaba con el anhelo de resucitar a su ancianita.

Aquella niña creció y se hizo muy mayor
y la flor seguía viviendo en su jarrón de débil cristal,
pero se mudó a otro lugar, la plantó en un jardín cercano.

Todos los días,
en ese pasado alegre lugar,
llovía y llovía sin cesar.

El agua de las nubes,
caía del cielo donde vivía la abuelita,
daba vida y luz a la florecita.

No había Primavera,
no había Verano,
siempre llovía estancados en la estación del recuerdo inolvidable.

Aquella niña, que ya era mamá,
regresó una mañana, cuando caía el alba
y sacó la florecita del césped.

La plantó en la tumba del alma más tierna,
aquel ángel nunca murió,
y protegió a la frágil rica inocencia.

La luz regresó a ese lugar
sombrado por el agua que daba de beber a la flor
que nunca más se marchitó al amparo de la dulce y buena abuelita.

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