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Cuando publicas un libro dejas de ser libre; ya no eres un bloguero que escribe para cubrir su vocación de periodista

Los brotes del Alzheimer

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En mis tiempos de EGB, allá por el año 1.987, cuando alguien me preguntaba: qué quería ser de mayor, siempre le respondía que quería ser periodista. Tanta pasión sentía por dicha profesión que a los catorce años ya tenía un programa de radio en la emisora de mi pueblo. Todos los martes, en el 105.0 de la FM, allí estaba Abel Ros con su "Club del Disco"; un programa de música y variedades que incluía un listado con los mejores elepés del momento. Después de dos años en antena, la emisora cerró sus puertas por cuestiones políticas y, mi programa pasó a las vitrinas del recuerdo. Aún tengo en casa de mis padres, algunos cassettes con tales reliquias radiofónicas. Así las cosas, mi vocación de periodista continuó durante años rondando por mi cabeza y, de una manera u otra, hice mis pinitos en el arte del oficio. Escribí "cartas al director" para diarios provinciales; artículos para la revista de San Roque -publicación anual con motivo de las fiestas patronales de mi pueblo – y, hasta elaboré un proyecto de semanario local que nunca salió a la luz.

Tras finalizar mi primera carrera – diplomatura en Relaciones Laborales – pasé cuatro años buscando trabajo. Recuerdo que eran años duros para los recién titulados. España estaba en los preámbulos de la burbuja y cotizaba más: “saber poner ladrillos y hacer buenos amasijos de cemento" que cien sobresalientes juntos. Todos los días enviaba curriculums; asistía a entrevistas de trabajo y hacía cursillos – financiados por los "fondos europeos" – para complementar mis estudios. Después de tanta angustia por encontrar un empleo, el periodismo volvió a cruzarse en mi vida. Me presenté como alumno trabajador a un Taller de Empleo para jóvenes universitarios y fui seleccionado. En aquel taller hacíamos páginas Web para entidades sin ánimo de lucro y manteníamos un periódico digital. En aquel trabajo aprendí a través de Ana – mi profesora de periodismo – las vocales del oficio. Aprendí a redactar notas de prensa; entrevisté a personajes del mundo de la política y del deporte; hice crónicas sociales; periodismo de datos, y conocí las luces y sombras del oficio. Me gustaba lo que hacía, tanto es así que por las noches soñaba con que se hiciera de día para volver a escribir en la "La Ventana del Segura".

Después de aquella experiencia me volví un "devorador de periódicos". Me daba igual que fuera El País, El Mundo de Pedro Jota o el diario Público de Ignacio. La lectura de prensa mantenía fresca mi vocación periodística. Estar al día se convirtió en el mejor de mis manjares. Recuerdo que siempre hacía – y hago – el mismo ritual cuando caía un periódico entre mis manos. Primero: vista de pájaro por todas sus páginas. Segundo: lectura detenida de aquellas páginas, que tras la primera vuelta, llevaban el plieguecillo en la parte de arriba. Por circunstancias de la vida terminé de profesor de instituto, pero mi inconformismo innato hizo que siguiera luchando por el sueño de mi vida.

Tras terminar mi segunda carrera – Sociología – me rondó por la cabeza la creación de un blog para quitarme el gusanillo de mis brotes periodísticos. Estaba harto, la verdad sea dicha, de pasar por la censura y frustrarme cada vez que mis "cartas al director" no salían publicadas en los grandes de la mañana. Así que, lo tuve claro, decidí emprender El Rincón de la Crítica, un lugar para escribir de forma libre, sin pasar por el visto bueno de los otros. Los comienzos fueron duros, recuerdo que diez visitas al día eran todo un reto para una hormiga en un mundo de elefantes. Una página Web es como un trozo de corcho flotando en medio de un océano. Un trozo de corcho, les decía, que necesita de cientos de espejos para ser visto por los ojos de los otros. Sin tales espejos, en términos técnicos: "sin visibilidad", es muy difícil ser respetado en la jungla digital.

A través del blog conseguí escribir mi primer libro: "El Pensamiento Atrapado", una recopilación con los mejores artículos del Rincón; prologado por Javier Valenzuela y editado por La Lluvia. Dice la sabiduría popular que todo mortal, a lo largo de su vida, debe realizar tres cosas imprescindibles para pasar a la inmortalidad: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Bueno, todo es muy discutible. Mi experiencia como escritor novel no fue, para nada, un camino de rosas sino todo lo contrario. Cuando publicas un libro dejas de ser libre; ya no eres un bloguero que escribe para cubrir su vocación de periodista, sino que te conviertes en un producto de estantería comercial donde "tanto vendes, tanto vales". Si tu libro no se vende, muy probable para alguien desconocido, entras a formar parte del rebaño de los anónimos. Si tu libro se vende – por la visibilidad mediática del mismo – aunque escribas "como el culo" te conviertes en un nombre y pasas a formar parte de los "autores del presente". Pues bien mi libro no tuvo tal suerte de pasar la línea del anonimato. No sé si el día de mañana escribiré otro libro, pero lo que sí tengo muy claro es que seguiré escribiendo aunque sea en las servilletas de los bares. Seguiré escribiendo, les decía, para que algo tan frágil como es el pensamiento perdure entre los otros, y quede a salvo de los brotes del Alzheimer.

Los brotes del Alzheimer

Cuando publicas un libro dejas de ser libre; ya no eres un bloguero que escribe para cubrir su vocación de periodista
Abel Ros
miércoles, 24 de septiembre de 2014, 09:49 h (CET)
En mis tiempos de EGB, allá por el año 1.987, cuando alguien me preguntaba: qué quería ser de mayor, siempre le respondía que quería ser periodista. Tanta pasión sentía por dicha profesión que a los catorce años ya tenía un programa de radio en la emisora de mi pueblo. Todos los martes, en el 105.0 de la FM, allí estaba Abel Ros con su "Club del Disco"; un programa de música y variedades que incluía un listado con los mejores elepés del momento. Después de dos años en antena, la emisora cerró sus puertas por cuestiones políticas y, mi programa pasó a las vitrinas del recuerdo. Aún tengo en casa de mis padres, algunos cassettes con tales reliquias radiofónicas. Así las cosas, mi vocación de periodista continuó durante años rondando por mi cabeza y, de una manera u otra, hice mis pinitos en el arte del oficio. Escribí "cartas al director" para diarios provinciales; artículos para la revista de San Roque -publicación anual con motivo de las fiestas patronales de mi pueblo – y, hasta elaboré un proyecto de semanario local que nunca salió a la luz.

Tras finalizar mi primera carrera – diplomatura en Relaciones Laborales – pasé cuatro años buscando trabajo. Recuerdo que eran años duros para los recién titulados. España estaba en los preámbulos de la burbuja y cotizaba más: “saber poner ladrillos y hacer buenos amasijos de cemento" que cien sobresalientes juntos. Todos los días enviaba curriculums; asistía a entrevistas de trabajo y hacía cursillos – financiados por los "fondos europeos" – para complementar mis estudios. Después de tanta angustia por encontrar un empleo, el periodismo volvió a cruzarse en mi vida. Me presenté como alumno trabajador a un Taller de Empleo para jóvenes universitarios y fui seleccionado. En aquel taller hacíamos páginas Web para entidades sin ánimo de lucro y manteníamos un periódico digital. En aquel trabajo aprendí a través de Ana – mi profesora de periodismo – las vocales del oficio. Aprendí a redactar notas de prensa; entrevisté a personajes del mundo de la política y del deporte; hice crónicas sociales; periodismo de datos, y conocí las luces y sombras del oficio. Me gustaba lo que hacía, tanto es así que por las noches soñaba con que se hiciera de día para volver a escribir en la "La Ventana del Segura".

Después de aquella experiencia me volví un "devorador de periódicos". Me daba igual que fuera El País, El Mundo de Pedro Jota o el diario Público de Ignacio. La lectura de prensa mantenía fresca mi vocación periodística. Estar al día se convirtió en el mejor de mis manjares. Recuerdo que siempre hacía – y hago – el mismo ritual cuando caía un periódico entre mis manos. Primero: vista de pájaro por todas sus páginas. Segundo: lectura detenida de aquellas páginas, que tras la primera vuelta, llevaban el plieguecillo en la parte de arriba. Por circunstancias de la vida terminé de profesor de instituto, pero mi inconformismo innato hizo que siguiera luchando por el sueño de mi vida.

Tras terminar mi segunda carrera – Sociología – me rondó por la cabeza la creación de un blog para quitarme el gusanillo de mis brotes periodísticos. Estaba harto, la verdad sea dicha, de pasar por la censura y frustrarme cada vez que mis "cartas al director" no salían publicadas en los grandes de la mañana. Así que, lo tuve claro, decidí emprender El Rincón de la Crítica, un lugar para escribir de forma libre, sin pasar por el visto bueno de los otros. Los comienzos fueron duros, recuerdo que diez visitas al día eran todo un reto para una hormiga en un mundo de elefantes. Una página Web es como un trozo de corcho flotando en medio de un océano. Un trozo de corcho, les decía, que necesita de cientos de espejos para ser visto por los ojos de los otros. Sin tales espejos, en términos técnicos: "sin visibilidad", es muy difícil ser respetado en la jungla digital.

A través del blog conseguí escribir mi primer libro: "El Pensamiento Atrapado", una recopilación con los mejores artículos del Rincón; prologado por Javier Valenzuela y editado por La Lluvia. Dice la sabiduría popular que todo mortal, a lo largo de su vida, debe realizar tres cosas imprescindibles para pasar a la inmortalidad: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Bueno, todo es muy discutible. Mi experiencia como escritor novel no fue, para nada, un camino de rosas sino todo lo contrario. Cuando publicas un libro dejas de ser libre; ya no eres un bloguero que escribe para cubrir su vocación de periodista, sino que te conviertes en un producto de estantería comercial donde "tanto vendes, tanto vales". Si tu libro no se vende, muy probable para alguien desconocido, entras a formar parte del rebaño de los anónimos. Si tu libro se vende – por la visibilidad mediática del mismo – aunque escribas "como el culo" te conviertes en un nombre y pasas a formar parte de los "autores del presente". Pues bien mi libro no tuvo tal suerte de pasar la línea del anonimato. No sé si el día de mañana escribiré otro libro, pero lo que sí tengo muy claro es que seguiré escribiendo aunque sea en las servilletas de los bares. Seguiré escribiendo, les decía, para que algo tan frágil como es el pensamiento perdure entre los otros, y quede a salvo de los brotes del Alzheimer.

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