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El problema no es Salaita; es la libertad de cátedra

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Jonathan Marks ha recogido con acierto la actual polémica en torno a si la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign se extralimitó o no de sus funciones al revocar la oferta de una plaza docente — oferta no formalizada oficialmente — a Steven Salaita, un docente cuya presunta especialidad es en los campos de los indios nativos americanos y los palestinos.

Pero permítame aportar a la cuestión una propuesta modesta. Las polémicas surgidas al calor de Salaita, de Joseph Massad o de Ward Churchill, el famoso por llamar a las víctimas del 11 de Septiembre “Eichmanns a pequeña escala”, son irrelevantes. La pregunta que los responsables de los centros deberían de plantearse es más bien: ¿por qué se reconoce la libertad de cátedra a cualquiera?

La ordenación docente actual es el último vestigio de las agrupaciones gremiales medievales, y plasma la estricta jerarquía de esa ordenación. La libertad de cátedra se implantó inicialmente para amparar la libertad de expresión y para impedir que la administración de los centros despidiera de forma arbitraria a quienes pudieran desafiar el estatus quo o hacer preguntas incómodas o difíciles.

Sin embargo, nada ha contribuido más a minar la libertad de expresión que la libertad de cátedra. Los numerarios se censuran solos para no molestar a los colegas veteranos, con vistas a las decisiones de contratación fija. La naturaleza de las cátedras implica a menudo hacer uso de fuentes nuevas o más completas para reevaluar problemas o revisar las actuales líneas de investigación. Eso significa, en algunos casos, revisar el trabajo de quienes se han convertido en dictadores petulantes dentro sus campos, que prefieren la ratificación sin cuestionamiento antes que la revisión de su propio trabajo.

Al mismo tiempo, la libertad de cátedra ha minado la productividad. Demasiados docentes fijos consideran la cátedra una jubilación encubierta: En lugar de brindarles estabilidad a la hora de ponerse a resolver con libertad los problemas en sus campos, ellos hacen el mínimo esfuerzo imprescindible. Aparecen por clase, pero no hace ningún esfuerzo. Vaya olvidándose de cualquier investigación rompedora; es demasiado pedir. Hay excepciones, por supuesto: Bernard Lewis, Paul Kennedy, Michael Mandelbaum o el difunto Fouad Ajami. Pero por cada docente de claustro productivo hay cantidades ingentes de profesores que post-cátedra no aportan nada. La idea de que alguien, a los 40 años, tenga carta blanca es lesiva, sobre todo si su carta blanca impide que los académicos más jóvenes dispuestos a trabajar más duro y destacar tengan oportunidad de hacerlo.

Desde luego, los catedráticos merecen la estabilidad laboral; pero una plaza vitalicia es pasarse. Quizá sería más productivo inventar una serie de contratos de duración progresiva mientras se cumplan los criterios de cada uno. Los catedráticos empezarían con un contrato a dos años lleno de horas de docencia y artículos publicados, reemplazado a su extinción por un contrato a cuatro años durante el que tendrían que completar su bibliografía, fuera en humanidades o ciencias sociales, o sus currículos de investigación en el caso de las ciencias. Entonces accederían pongamos a una serie de contratos a ocho o diez años, que se encadenarían hasta su jubilación, mientras siguieran impartiendo clase y llevando a cabo investigaciones punteras.

Una nota de la libertad de expresión: Poco después de la liberación, circuló por Irak un chiste en el que un ladrón al que se le pedían explicaciones decía estar apoyando la democracia, que él interpretaba como hacer su santa. Con demasiada frecuencia, los catedráticos tienen una interpretación pueril de la libertad de expresión. Siendo un absolutista en lo que se refiere a la libertad de expresión, y siendo alguien que conviene en que todo catedrático debe disfrutar de ella sin condiciones, la libertad de expresión nunca se concibió para ser sucedáneo o sustituto de un trabajo de calidad, o de la transparencia de las acciones más allá del alcance de su investigación.

¿Que los catedráticos quieren pontificar de política? No hay problema. ¿Debería preocuparles la posibilidad de ofender? No. ¿Deben tener límites la libertad de expresión en los campus universitarios? Para nada.

¿Pero significa eso que cualquier polémica política cuenta como docencia? ¿O que los catedráticos deben imponer su capricho político en un calendario lectivo durante el que van a estar siendo remunerados por desempeñar una labor distinta del terreno por el que son contratados? Si un neurólogo decidiera prescindir del oficio por el que fue contratado y dedicarse a la alquimia en su lugar, la administración del centro debería de tener libertad para despedirle, incluso si sus excelsos comentarios de bitácora o sus tuiteos de 140 caracteres acerca de la alquimia son manifestaciones de su libertad de expresión.

No se lleve a error: en sus campos, los catedráticos deben tener libertad absoluta para seguir caminos impopulares, con absoluta independencia de las quejas de los mecenas de los centros. Pero también deberían de estar sujetos a rigurosos criterios de docencia. Los catedráticos pueden quejarse todo lo que quieran de que no pueden hacer lo que quieren 24 horas al día con la nómina del Estado, pero esperemos que esas quejas caigan en oídos sordos: el escalafón académico nunca se concibió para ser un chollo.

El problema no es Salaita; es la libertad de cátedra

Michael Rubin
martes, 16 de septiembre de 2014, 07:14 h (CET)
Jonathan Marks ha recogido con acierto la actual polémica en torno a si la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign se extralimitó o no de sus funciones al revocar la oferta de una plaza docente — oferta no formalizada oficialmente — a Steven Salaita, un docente cuya presunta especialidad es en los campos de los indios nativos americanos y los palestinos.

Pero permítame aportar a la cuestión una propuesta modesta. Las polémicas surgidas al calor de Salaita, de Joseph Massad o de Ward Churchill, el famoso por llamar a las víctimas del 11 de Septiembre “Eichmanns a pequeña escala”, son irrelevantes. La pregunta que los responsables de los centros deberían de plantearse es más bien: ¿por qué se reconoce la libertad de cátedra a cualquiera?

La ordenación docente actual es el último vestigio de las agrupaciones gremiales medievales, y plasma la estricta jerarquía de esa ordenación. La libertad de cátedra se implantó inicialmente para amparar la libertad de expresión y para impedir que la administración de los centros despidiera de forma arbitraria a quienes pudieran desafiar el estatus quo o hacer preguntas incómodas o difíciles.

Sin embargo, nada ha contribuido más a minar la libertad de expresión que la libertad de cátedra. Los numerarios se censuran solos para no molestar a los colegas veteranos, con vistas a las decisiones de contratación fija. La naturaleza de las cátedras implica a menudo hacer uso de fuentes nuevas o más completas para reevaluar problemas o revisar las actuales líneas de investigación. Eso significa, en algunos casos, revisar el trabajo de quienes se han convertido en dictadores petulantes dentro sus campos, que prefieren la ratificación sin cuestionamiento antes que la revisión de su propio trabajo.

Al mismo tiempo, la libertad de cátedra ha minado la productividad. Demasiados docentes fijos consideran la cátedra una jubilación encubierta: En lugar de brindarles estabilidad a la hora de ponerse a resolver con libertad los problemas en sus campos, ellos hacen el mínimo esfuerzo imprescindible. Aparecen por clase, pero no hace ningún esfuerzo. Vaya olvidándose de cualquier investigación rompedora; es demasiado pedir. Hay excepciones, por supuesto: Bernard Lewis, Paul Kennedy, Michael Mandelbaum o el difunto Fouad Ajami. Pero por cada docente de claustro productivo hay cantidades ingentes de profesores que post-cátedra no aportan nada. La idea de que alguien, a los 40 años, tenga carta blanca es lesiva, sobre todo si su carta blanca impide que los académicos más jóvenes dispuestos a trabajar más duro y destacar tengan oportunidad de hacerlo.

Desde luego, los catedráticos merecen la estabilidad laboral; pero una plaza vitalicia es pasarse. Quizá sería más productivo inventar una serie de contratos de duración progresiva mientras se cumplan los criterios de cada uno. Los catedráticos empezarían con un contrato a dos años lleno de horas de docencia y artículos publicados, reemplazado a su extinción por un contrato a cuatro años durante el que tendrían que completar su bibliografía, fuera en humanidades o ciencias sociales, o sus currículos de investigación en el caso de las ciencias. Entonces accederían pongamos a una serie de contratos a ocho o diez años, que se encadenarían hasta su jubilación, mientras siguieran impartiendo clase y llevando a cabo investigaciones punteras.

Una nota de la libertad de expresión: Poco después de la liberación, circuló por Irak un chiste en el que un ladrón al que se le pedían explicaciones decía estar apoyando la democracia, que él interpretaba como hacer su santa. Con demasiada frecuencia, los catedráticos tienen una interpretación pueril de la libertad de expresión. Siendo un absolutista en lo que se refiere a la libertad de expresión, y siendo alguien que conviene en que todo catedrático debe disfrutar de ella sin condiciones, la libertad de expresión nunca se concibió para ser sucedáneo o sustituto de un trabajo de calidad, o de la transparencia de las acciones más allá del alcance de su investigación.

¿Que los catedráticos quieren pontificar de política? No hay problema. ¿Debería preocuparles la posibilidad de ofender? No. ¿Deben tener límites la libertad de expresión en los campus universitarios? Para nada.

¿Pero significa eso que cualquier polémica política cuenta como docencia? ¿O que los catedráticos deben imponer su capricho político en un calendario lectivo durante el que van a estar siendo remunerados por desempeñar una labor distinta del terreno por el que son contratados? Si un neurólogo decidiera prescindir del oficio por el que fue contratado y dedicarse a la alquimia en su lugar, la administración del centro debería de tener libertad para despedirle, incluso si sus excelsos comentarios de bitácora o sus tuiteos de 140 caracteres acerca de la alquimia son manifestaciones de su libertad de expresión.

No se lleve a error: en sus campos, los catedráticos deben tener libertad absoluta para seguir caminos impopulares, con absoluta independencia de las quejas de los mecenas de los centros. Pero también deberían de estar sujetos a rigurosos criterios de docencia. Los catedráticos pueden quejarse todo lo que quieran de que no pueden hacer lo que quieren 24 horas al día con la nómina del Estado, pero esperemos que esas quejas caigan en oídos sordos: el escalafón académico nunca se concibió para ser un chollo.

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