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Si Hillary Clinton no es el próximo presidente de los Estados Unidos, a lo mejor puede establecerse como nuevo Oráculo de Delfos.

La política Délfica de Hillary

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Para los antiguos griegos, el oráculo era una autoridad de desproporcionada relevancia, cuyos pronunciamientos acarreaban tanto peso que los consultantes emprendían penosos viajes para consultar antes de tomar importantes decisiones. Pero los augurios Délficos a menudo eran ambiguos. "Las discusiones en torno a la interpretación correcta de un vaticinio eran frecuentes", destaca una crónica, "pero el oráculo siempre se prestaba a otra consulta si se aportaba más oro".

Clinton recuerda al famoso oráculo no sólo por todo el oro que lleva amasado desde que abandonó el Departamento de Estado el año pasado. La ex secretario de estado ha cobrada tantas dietas de seis ceros por ponencia, según Bloomberg, que sus ingresos la sitúan hoy entre el 10% más alto del 1% de rentas más elevadas del país. Pero todavía más curiosos que los fastos y las cantidades que inundan a la Clinton entre audiencias impacientes por oírla intervenir son los debates en torno a lo que pretendía trasladar y lo que ocultan sus palabras.

Considere las versiones enfrentadas de la discutida entrevista de la Clinton con el periodista del Atlantic Jeffrey Goldberg este mes.

¿Fue "un contundente intento de poner de relieve sus diferencias con el (impopular) presidente contra el que se postuló, y de cuya administración luego pasó a formar parte", como concluye el propio Goldberg? ¿O fue un desleal "golpe bajo" al presidente "que viene dándole más protagonismo a expensas de su propio vicepresidente", como escribe Maureen Dowd en un artículo del New York Times? ¿Fue un indicador de confianza, como aduce el periodista de Commentary Seth Mandel, en que si bien la Clinton no ha llegado a pronosticar otra apuesta presidencial, ya se postula a las generales - puesto que "sin rival de izquierdas serio, no tiene ninguna necesidad de cortejar al electorado [Demócrata] a cuenta de la política exterior"? ¿O fue un error de bulto, que recuerda a los influyentes de izquierdas del partido que el enfoque de Clinton "no sintonizó con los Demócratas en 2008, y no sintoniza ahora", como decía Michael Cohen, del colectivo Century Foundation, al Politico?

En la oración más citada de la entrevista del Atlantic, Clinton se refiere a un gancho de Obama. "Las grandes naciones precisan de principios orgánicos", declaró a Goldberg, "y 'No hacer tonterías' no es un principio orgánico".

Fue "un chiste sin moral" con la política exterior de Obama, se choteaba el asesor electoral de Bush Karl Rove, mientras la portada del New York Post resonaba: "Hill[ary] achaca la crisis de Oriente Próximo a la 'tontería política' de Obama".

No podría ser más clara, ¿no?

De no ser porque, como el oráculo de la antigüedad, la Clinton fue cualquier cosa menos clara. "Tonto", dijo a Goldberg, fue lo que hizo la administración Bush en Irak, no lo que hizo la administración Obama en Libia. Por supuesto, añadía: "No creo que haya que precipitarse a sacar conclusiones de lo que entra que las categorías de tonto y no tonto". Momentos después, insistía en que "No hacer tonterías" no es un principio orgánico de Obama: "Es un mensaje político. No es su visión del mundo".

No debería sorprender que su entrevista pudiera generar titulares tan dispares como "Hillary no sacrifica a Obama" (Bloomberg) o "Hillary apuñala a Obama por la espalda con Irak" (Human Events). Como muchos políticos, la Clinton no es precisamente un parangón de la autenticidad. Lo que piensa genuinamente puede quedar o no plasmado en lo que dice — y cuando dice algo que suena contundente, normalmente viene envuelto de las advertencias y clichés suficientes para hacer que sea difícil discernir su significado.

Con independencia de lo que la Clinton pueda contar a la audiencia o al presentador de sus diferencias con el enfoque de Obama en asuntos internacionales hoy, le es imposible disociarse de unos resultados en los que ella tuvo un papel protagonista a la hora de acuñar. Si alguna vez llegó a tener alguna diferencia fundamental con alguna decisión de Obama en política exterior — si estaba genuinamente convencida, por ejemplo, de que no armar a los rebeldes no-yihadistas de Siria acabaría siendo una catástrofe — podría haber dimitido como protesta.

Otros secretarios de estado lo han hecho. Cyrus Vance dimitió cuando Jimmy Carter ordenó el rescate militar de los rehenes estadounidenses en Irán que acabó en fracaso. William Jennings Bryan abandonó en 1945 para protestar por la reacción de Woodrow Wilson al hundimiento del Lusitania.

Pero la Clinton no iba a romper con un presidente todavía popular, y afrontar unas represalias políticas que podrían haber pasado factura a sus esperanzas. Lo que diga hoy, cuando la popularidad de la política exterior de Obama está bajo mínimos, puede copar los titulares. ¿Por qué el país no tuvo noticia de ella cuando habría marcado la diferencia?

La política Délfica de Hillary

Si Hillary Clinton no es el próximo presidente de los Estados Unidos, a lo mejor puede establecerse como nuevo Oráculo de Delfos.
Jeff Jacoby
martes, 2 de septiembre de 2014, 07:16 h (CET)
Para los antiguos griegos, el oráculo era una autoridad de desproporcionada relevancia, cuyos pronunciamientos acarreaban tanto peso que los consultantes emprendían penosos viajes para consultar antes de tomar importantes decisiones. Pero los augurios Délficos a menudo eran ambiguos. "Las discusiones en torno a la interpretación correcta de un vaticinio eran frecuentes", destaca una crónica, "pero el oráculo siempre se prestaba a otra consulta si se aportaba más oro".

Clinton recuerda al famoso oráculo no sólo por todo el oro que lleva amasado desde que abandonó el Departamento de Estado el año pasado. La ex secretario de estado ha cobrada tantas dietas de seis ceros por ponencia, según Bloomberg, que sus ingresos la sitúan hoy entre el 10% más alto del 1% de rentas más elevadas del país. Pero todavía más curiosos que los fastos y las cantidades que inundan a la Clinton entre audiencias impacientes por oírla intervenir son los debates en torno a lo que pretendía trasladar y lo que ocultan sus palabras.

Considere las versiones enfrentadas de la discutida entrevista de la Clinton con el periodista del Atlantic Jeffrey Goldberg este mes.

¿Fue "un contundente intento de poner de relieve sus diferencias con el (impopular) presidente contra el que se postuló, y de cuya administración luego pasó a formar parte", como concluye el propio Goldberg? ¿O fue un desleal "golpe bajo" al presidente "que viene dándole más protagonismo a expensas de su propio vicepresidente", como escribe Maureen Dowd en un artículo del New York Times? ¿Fue un indicador de confianza, como aduce el periodista de Commentary Seth Mandel, en que si bien la Clinton no ha llegado a pronosticar otra apuesta presidencial, ya se postula a las generales - puesto que "sin rival de izquierdas serio, no tiene ninguna necesidad de cortejar al electorado [Demócrata] a cuenta de la política exterior"? ¿O fue un error de bulto, que recuerda a los influyentes de izquierdas del partido que el enfoque de Clinton "no sintonizó con los Demócratas en 2008, y no sintoniza ahora", como decía Michael Cohen, del colectivo Century Foundation, al Politico?

En la oración más citada de la entrevista del Atlantic, Clinton se refiere a un gancho de Obama. "Las grandes naciones precisan de principios orgánicos", declaró a Goldberg, "y 'No hacer tonterías' no es un principio orgánico".

Fue "un chiste sin moral" con la política exterior de Obama, se choteaba el asesor electoral de Bush Karl Rove, mientras la portada del New York Post resonaba: "Hill[ary] achaca la crisis de Oriente Próximo a la 'tontería política' de Obama".

No podría ser más clara, ¿no?

De no ser porque, como el oráculo de la antigüedad, la Clinton fue cualquier cosa menos clara. "Tonto", dijo a Goldberg, fue lo que hizo la administración Bush en Irak, no lo que hizo la administración Obama en Libia. Por supuesto, añadía: "No creo que haya que precipitarse a sacar conclusiones de lo que entra que las categorías de tonto y no tonto". Momentos después, insistía en que "No hacer tonterías" no es un principio orgánico de Obama: "Es un mensaje político. No es su visión del mundo".

No debería sorprender que su entrevista pudiera generar titulares tan dispares como "Hillary no sacrifica a Obama" (Bloomberg) o "Hillary apuñala a Obama por la espalda con Irak" (Human Events). Como muchos políticos, la Clinton no es precisamente un parangón de la autenticidad. Lo que piensa genuinamente puede quedar o no plasmado en lo que dice — y cuando dice algo que suena contundente, normalmente viene envuelto de las advertencias y clichés suficientes para hacer que sea difícil discernir su significado.

Con independencia de lo que la Clinton pueda contar a la audiencia o al presentador de sus diferencias con el enfoque de Obama en asuntos internacionales hoy, le es imposible disociarse de unos resultados en los que ella tuvo un papel protagonista a la hora de acuñar. Si alguna vez llegó a tener alguna diferencia fundamental con alguna decisión de Obama en política exterior — si estaba genuinamente convencida, por ejemplo, de que no armar a los rebeldes no-yihadistas de Siria acabaría siendo una catástrofe — podría haber dimitido como protesta.

Otros secretarios de estado lo han hecho. Cyrus Vance dimitió cuando Jimmy Carter ordenó el rescate militar de los rehenes estadounidenses en Irán que acabó en fracaso. William Jennings Bryan abandonó en 1945 para protestar por la reacción de Woodrow Wilson al hundimiento del Lusitania.

Pero la Clinton no iba a romper con un presidente todavía popular, y afrontar unas represalias políticas que podrían haber pasado factura a sus esperanzas. Lo que diga hoy, cuando la popularidad de la política exterior de Obama está bajo mínimos, puede copar los titulares. ¿Por qué el país no tuvo noticia de ella cuando habría marcado la diferencia?

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