Por Marvin J. Folkertsma
El 2 de septiembre de 1945, la jornada de la Victoria sobre Japón, la solemnidad de sepelio de la ceremonia rendición japonesa a bordo del USS Missouri fue hecha pedazos al paso de los 400 bombarderos B-29 que sobrevolaban la zona, acompañados de 1.500 aparatos adicionales. En medio de una bahía repleta con 260 naves de guerra Aliadas, el efecto de una demostración de fuerza tan aplastante era imposible que pasara desapercibido. La procesión aérea rugía sobre los restos de un imperio cuyas hordas habían arrasado Asia durante la década y media anterior como una guadaña de aniquilación y muerte.
Probablemente ningún país sufriera más bajo la ocupación japonesa que China, sobre todo después de que Japón iniciara su ofensiva "de los 3 todo" de 1941: "Matadlo todo, quemadlo todo, destruídlo todo". Mataron a millones de chinos durante esta campaña. Pero la mejor medida del nivel de civilización de un país se encuentra quizá en el trato que despacha a los capturados - léase prisioneros de guerra. En este capítulo, quien mejor resume el episodio japonés es el soberbio relato del escritor Max Hastings "Represalia". Escribe Hastings: "El sadismo ocasional del japonés con sus prisioneros era tan generalizado, casi universal de hecho, que no hay otra que considerarlo institucional. Hubo tantos casos de decapitaciones, palizas y ajusticiamientos por bayoneta arbitrarios en tantas partes diferentes del imperio que es imposible considerarlo iniciativa de oficiales y efectivos particulares sin permiso del estamento".
De hecho, Hastings pasa a informar que los efectivos militares japoneses victoriosos a menudo enviaban por correo ordinario las fotografías de las decapitaciones y los ajusticiamientos por bayoneta a los parientes, retratando de forma orgullosa sus macabras aportaciones al esfuerzo bélico y adoptando religiosamente las prácticas contenidas en su código de guerrero, el "Bushido". En la práctica, fue este grotesco manual de horrores dantescos lo que invitaba a los soldados japoneses a no rendirse nunca, hasta las últimas etapas del conflicto. ¿Y qué conclusión extraer de los cientos de pilotos suicida kamikazes que castigaron a la flota norteamericana en las costas de Okinawa, hundiendo o averiando 191 naves, matando a miles de marineros estadounidenses y causando muchos más daños materiales que la espectacular incursión de Pearl Harbor? Los japoneses habían caído a unos niveles de salvajismo que solamente podían ser respondidos haciendo uso de medidas de dimensiones extremas.
De ahí el bombardeo incendiario de ciudades japonesas con los B-29 del General Curtis LeMay, un avión militar cuya factura en investigación y desarrollo superó hasta lo relacionado con la construcción de la bomba atómica. El 9 de marzo de 1945, los bombarderos dejaron como un solar 40 kilómetros cuadrados de Tokio, matando a un mínimo de 100.000 habitantes y dejando a otro millón sin hogar. Una ciudad tras otra eran castigadas, rematando en los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, la invasión rusa de Manchuria y la decisión final a regañadientes del emperador Hirohito de satisfacer la exigencia Aliada de rendición incondicional el 14 de agosto. La fuerza desproporcionada había diezmado al imperio y sus ambiciones de liderazgo, y Japón ha estado en paz desde entonces.
Lo que nos conduce a la consideración del actual azote de barbarismo, que esta vez tiene lugar en Oriente Próximo: el autoproclamado Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS). En comparación con Japón, el ISIS es "una gamberrada universitaria" - por utilizar la terminología del Presidente Obama. Pero los métodos del ISIS no tienen nada de "universitario". Los hemos visto con anterioridad, con diferente collar: Decapitaciones, ejecutados empalados, atentados suicida, muertos por una causa superior (en esta ocasión que Alá establezca un califato, en lugar de que un Mikado establezca un imperio), desprecio ilimitado al prójimo y compromiso con una forma de enfrentamiento bélico que, como el "Bushido", se asemeja a un culto a la muerte.
Los objetivos del ISIS tampoco tienen nada de "universitario". La magnífica misión de Japón durante la Segunda Guerra Mundial era crear lo que llamaba "la Gran Esfera de Prosperidad Cooperativa de Asia Oriental", más allá de la cual nada interesaba al escalafón militar; en su mayor parte, quería que Estados Unidos los dejaran en paz. Por otra parte, la misión del Estado Islámico es global y estratégica, en el sentido de que su cúpula está decidida a conquistar el mundo, trocito a trocito, e izar su bandera sobre la Casa Blanca.
¿Qué se puede hacer con el Estado Islámico y los movimientos totalitarios comparables? La respuesta, por desgracia, es la misma impuesta a los responsables Aliados durante la Segunda Guerra Mundial, en medio de la lucha contra Alemania y Japón. Esto no significa hacer uso de bombas atómicas ni volver a introducir en vigor el servicio militar obligatorio. Significa más bien reconocer que esta organización no va a desaparecer por sí sola, y llevar a cabo un esfuerzo decidido entre los miembros de una alianza para sanear la región de la demencia salvaje que se ha apoderado de ella. Los kurdos han de recibir armamento; los poderes regionales deben de comprometerse con la lucha; y la fuerza aérea norteamericana debe seguir apoyando tales esfuerzos.
A falta de estas medidas, dé por descontado que el Estado Islámico durará para siempre. La pregunta es: ¿reunirán los líderes occidentales la resolución para combatir el barbarismo actual igual que combatieron el de la Segunda Guerra Mundial? La respuesta marcará sin duda la política de nuestro siglo, en Oriente Próximo y en todo el mundo.