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'La pena máxima' de Santiago Roncagliolo. Editorial Alfagura. Tapa blanda, 392 páginas. Precio: 18,50 euros.

El brillo de la superficie y la miseria de las cloacas

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¿Nunca se han preguntado qué ocurre en otra parte mientras un país asiste, gozoso, a un evento de calibre universal? ¿Cuál es el reverso de la moneda cuando sólo nos muestran el anverso? ¿Qué se esconde detrás del telón? Pues parece que el escritor peruano Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) sí lo ha hecho. Lo de preguntarse, digo. De ahí la publicación de su última novela, ‘La pena máxima’, editada por Alfaguara, una historia de cloacas cuya superficie brilla, con esplendor propio y cegador, gracias a un Mundial de Fútbol: el de Argentina 1978.

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En ‘La pena máxima’, Roncagliolo regresa a su Perú natal, tras haber situado sus últimas aventuras literarias en ciudades tan alejadas del cono sur como Tokio o París. Y lo hace de la mano de un antiguo conocido, Félix Chacaltana Saldívar, el fiscal distrital adjunto de ‘Abril rojo’, ahora en los inicios de su carrera, más joven por tanto, cuando no era más que un asistente de archivo del Poder Judicial. Chacaltana se presenta en ‘La pena máxima’ como un funcionario demasiado eficiente, archivero ejemplar, con la vida reglamentada y la mente copada por instrucciones, secciones y ordenanzas, severo cumplidor de las leyes del estado. Su actitud contrasta con la de su superior, el director del archivo, un funcionario cuya máxima aspiración a lo largo de su vida ha sido pasar desapercibido, ni molestar ni que le molesten, una mera táctica de supervivencia bajo la dictadura que gobierna el Perú. La acción atraviesa los momentos en que el país andino transita hacia la democracia, a través de un camino vigilado por los militares, instalados en abierta y perpetua lucha contra la insumisión y el comunismo, internacional y local.

Pero Roncagliolo todavía le saca más partido a Félix Chacaltana en ‘La pena máxima’. En realidad, al retrotraerlo tanto en el tiempo, veinte años, es como si estrenase personaje nuevo ya que en el fondo escribe su pasado, desconocido para el lector, y le ubica en el centro de todo con las percepciones un poco deformadas. Así nos dibuja a un asistente de archivo que desentona por su excesiva meticulosidad y que no comprende los asuntos fuera de lo establecido por las leyes. La obsesión de Chacaltana por las formalidades reglamentarias y legales le llevan a sostener posturas que no encajan en la realidad, es más, que le alejan de ella. Para él, el estado peruano, máximo intérprete del bien común, al luchar contra elementos izquierdistas, contra el monstruo de la subversión, no hace sino cumplir con su deber, sin importar los métodos empleados: secuestros, torturas, asesinatos…, cosas que, además, él mismo duda que existan. Al principio, encontrará todo eso justificable, normal, correcto e indispensable para preservar el orden social. A fuerza de trompazos, descubrirá otras realidades y evolucionará para encontrar su sitio en la vida y también en el amor.

Por encima de todo, por encima de Félix y de los personajes con los que se relaciona, como una gran campana de cristal, como una sábana que todo lo envuelve, está el fútbol, el Mundial de 1978, que se celebró en Argentina bajo la dictadura militar presidida por el general Videla y y su Junta Militar, donde Perú tuvo una destacada actuación en la primera fase. La novela se estructura bajo capítulos delimitados por los partidos disputados por la selección peruana contra Escocia, Holanda, Irán, Brasil, Polonia y Argentina, y la final entre Argentina y Holanda. Cada uno de ellos es una oportunidad perfecta para que la sociedad mire para otro lado, hacia las pantallas televisivas, todavía en blanco y negro en el país organizador, que se concentre y distraiga con los gambeteos y culebreos de Chumpitaz, Sotil, Cubillas, Cueto, Muñante, Ardiles, Olguín, Tarantini, Kempes, Luque, Nanninga o Bertoni, y olvide lo que no ve pero intuye. Y es bajo esa carpa mundialista cuando en las cloacas se cometen todo tipo de tropelías, como las citadas anteriormente, es el tiempo de la operación Cóndor, una estrategia encaminada a erradicar los focos guerrilleros existentes en América del Sur. El fútbol lo embalsama y lo cubre todo con un manto de disimulo, disfrazado de anhelo colectivo por lograr la victoria frente a otros países; el fútbol es cuestión nacional, vital, una lucha civilizada entre dos bandos, lucha a patadas y balonazos, a codazos y regates, aunque reglada por normas como los legajos del archivo de Félix Chacaltana.

La voz narrativa no se detiene. La tercera persona de ‘La pena máxima’ avanza sin interrupción y sin muchas dudas. De vez en cuando nos brinda sorpresas, alguna de ellas intuida pero no por ello menos eficaz. El acento es peruano, pero muy tamizado por el tiempo que Roncagliolo lleva en España, el suficiente para que reconozcamos ese deje característico que tantos buenos ratos nos ha hecho pasar a quienes disfrutamos con la literatura sudamericana. La novela está trufada de tipos con relieve y vida propia, lado oscuro incluido, porque todos lo tienen: Joaquín, Cecilia, don Gonzalo, Susana Aranda, el almirante Carmona … Así es como un personaje trasciende a la tinta y al papel y se vuelve más humano.

El desenlace final es correcto y el pasado juega su papel en él. Como sucede en las grandes novelas policiales, esta no lo es, aunque juegue a serlo, y si lo es le faltan algunos elementos esenciales del género, tenemos al culpable delante de nuestros propios ojos durante todo el tiempo, sin que nos demos demasiada cuenta. Y no es ni más ni menos que un personaje secundario que, poco a poco, se encarama a las barbas del lector reclamando un papel más importante.

En resumen, ’La pena máxima’ es una novela de fácil lectura, dinámica, con voz propia, reveladora de una realidad, triste y sobrecogedora, que fue verdad y que quizá siga siéndolo en algunos lugares, una invitación a la reflexión sobre el pasado y también sobre el presente, una visión distinta del fútbol, de lo que comporta, de lo que le rodea y de lo que significa en este mundo, sin olvidar que en muchos casos se utiliza y se ha utilizado como tapadera de una realidad cruel y tortuosa y también negada, pero no por ello incierta.

El brillo de la superficie y la miseria de las cloacas

'La pena máxima' de Santiago Roncagliolo. Editorial Alfagura. Tapa blanda, 392 páginas. Precio: 18,50 euros.
Herme Cerezo
lunes, 21 de julio de 2014, 07:51 h (CET)
¿Nunca se han preguntado qué ocurre en otra parte mientras un país asiste, gozoso, a un evento de calibre universal? ¿Cuál es el reverso de la moneda cuando sólo nos muestran el anverso? ¿Qué se esconde detrás del telón? Pues parece que el escritor peruano Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) sí lo ha hecho. Lo de preguntarse, digo. De ahí la publicación de su última novela, ‘La pena máxima’, editada por Alfaguara, una historia de cloacas cuya superficie brilla, con esplendor propio y cegador, gracias a un Mundial de Fútbol: el de Argentina 1978.

210714libro2

En ‘La pena máxima’, Roncagliolo regresa a su Perú natal, tras haber situado sus últimas aventuras literarias en ciudades tan alejadas del cono sur como Tokio o París. Y lo hace de la mano de un antiguo conocido, Félix Chacaltana Saldívar, el fiscal distrital adjunto de ‘Abril rojo’, ahora en los inicios de su carrera, más joven por tanto, cuando no era más que un asistente de archivo del Poder Judicial. Chacaltana se presenta en ‘La pena máxima’ como un funcionario demasiado eficiente, archivero ejemplar, con la vida reglamentada y la mente copada por instrucciones, secciones y ordenanzas, severo cumplidor de las leyes del estado. Su actitud contrasta con la de su superior, el director del archivo, un funcionario cuya máxima aspiración a lo largo de su vida ha sido pasar desapercibido, ni molestar ni que le molesten, una mera táctica de supervivencia bajo la dictadura que gobierna el Perú. La acción atraviesa los momentos en que el país andino transita hacia la democracia, a través de un camino vigilado por los militares, instalados en abierta y perpetua lucha contra la insumisión y el comunismo, internacional y local.

Pero Roncagliolo todavía le saca más partido a Félix Chacaltana en ‘La pena máxima’. En realidad, al retrotraerlo tanto en el tiempo, veinte años, es como si estrenase personaje nuevo ya que en el fondo escribe su pasado, desconocido para el lector, y le ubica en el centro de todo con las percepciones un poco deformadas. Así nos dibuja a un asistente de archivo que desentona por su excesiva meticulosidad y que no comprende los asuntos fuera de lo establecido por las leyes. La obsesión de Chacaltana por las formalidades reglamentarias y legales le llevan a sostener posturas que no encajan en la realidad, es más, que le alejan de ella. Para él, el estado peruano, máximo intérprete del bien común, al luchar contra elementos izquierdistas, contra el monstruo de la subversión, no hace sino cumplir con su deber, sin importar los métodos empleados: secuestros, torturas, asesinatos…, cosas que, además, él mismo duda que existan. Al principio, encontrará todo eso justificable, normal, correcto e indispensable para preservar el orden social. A fuerza de trompazos, descubrirá otras realidades y evolucionará para encontrar su sitio en la vida y también en el amor.

Por encima de todo, por encima de Félix y de los personajes con los que se relaciona, como una gran campana de cristal, como una sábana que todo lo envuelve, está el fútbol, el Mundial de 1978, que se celebró en Argentina bajo la dictadura militar presidida por el general Videla y y su Junta Militar, donde Perú tuvo una destacada actuación en la primera fase. La novela se estructura bajo capítulos delimitados por los partidos disputados por la selección peruana contra Escocia, Holanda, Irán, Brasil, Polonia y Argentina, y la final entre Argentina y Holanda. Cada uno de ellos es una oportunidad perfecta para que la sociedad mire para otro lado, hacia las pantallas televisivas, todavía en blanco y negro en el país organizador, que se concentre y distraiga con los gambeteos y culebreos de Chumpitaz, Sotil, Cubillas, Cueto, Muñante, Ardiles, Olguín, Tarantini, Kempes, Luque, Nanninga o Bertoni, y olvide lo que no ve pero intuye. Y es bajo esa carpa mundialista cuando en las cloacas se cometen todo tipo de tropelías, como las citadas anteriormente, es el tiempo de la operación Cóndor, una estrategia encaminada a erradicar los focos guerrilleros existentes en América del Sur. El fútbol lo embalsama y lo cubre todo con un manto de disimulo, disfrazado de anhelo colectivo por lograr la victoria frente a otros países; el fútbol es cuestión nacional, vital, una lucha civilizada entre dos bandos, lucha a patadas y balonazos, a codazos y regates, aunque reglada por normas como los legajos del archivo de Félix Chacaltana.

La voz narrativa no se detiene. La tercera persona de ‘La pena máxima’ avanza sin interrupción y sin muchas dudas. De vez en cuando nos brinda sorpresas, alguna de ellas intuida pero no por ello menos eficaz. El acento es peruano, pero muy tamizado por el tiempo que Roncagliolo lleva en España, el suficiente para que reconozcamos ese deje característico que tantos buenos ratos nos ha hecho pasar a quienes disfrutamos con la literatura sudamericana. La novela está trufada de tipos con relieve y vida propia, lado oscuro incluido, porque todos lo tienen: Joaquín, Cecilia, don Gonzalo, Susana Aranda, el almirante Carmona … Así es como un personaje trasciende a la tinta y al papel y se vuelve más humano.

El desenlace final es correcto y el pasado juega su papel en él. Como sucede en las grandes novelas policiales, esta no lo es, aunque juegue a serlo, y si lo es le faltan algunos elementos esenciales del género, tenemos al culpable delante de nuestros propios ojos durante todo el tiempo, sin que nos demos demasiada cuenta. Y no es ni más ni menos que un personaje secundario que, poco a poco, se encarama a las barbas del lector reclamando un papel más importante.

En resumen, ’La pena máxima’ es una novela de fácil lectura, dinámica, con voz propia, reveladora de una realidad, triste y sobrecogedora, que fue verdad y que quizá siga siéndolo en algunos lugares, una invitación a la reflexión sobre el pasado y también sobre el presente, una visión distinta del fútbol, de lo que comporta, de lo que le rodea y de lo que significa en este mundo, sin olvidar que en muchos casos se utiliza y se ha utilizado como tapadera de una realidad cruel y tortuosa y también negada, pero no por ello incierta.

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