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El realizador polaco Pawel Pawlikowski firma uno de los mejores trabajos cinematográficos del año

Fe y memoria histórica

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Polonia, años sesenta. Poco antes de tomar los votos para convertirse en monja, la joven Anna/Ida (Agata Trzebuchowska) visita a su tía Wanda (Agata Kulesza), a la que no conoce, y descubre sus orígenes.

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Avalada por sus premios en diferentes festivales como Varsovia (Mejor película), Toronto (Premio internacional de la crítica), Gijón (Mejor película, guión, actriz y dirección artística) o Londres (Mejor película), Ida, del realizador polaco Pawel Pawlikowski, constituye un magnífico trabajo que sigue la tradición del mejor cine europeo de autor. Ambientada en la Polonia socialista de los años sesenta, el filme, cuyo punto de partida resulta idéntico al de Viridiana, de Buñuel (una novicia que visita a su único pariente antes de tomar los votos), reflexiona acerca del pasado histórico, las raíces familiares y las heridas sin cicatrizar.

Ida es una película formalmente brillante, caracterizada por una austera puesta en escena de resonancias bressonianas (o dreyerianas), una cuidada composición de planos, unos encuadres donde se “vacía” la parte superior del campo, y una extraordinaria fotografía en blanco y negro rica en texturas. Al igual que el Rublev de Tarkovsky, nuestra protagonista, también religiosa, debe salir de su “cascarón”, el convento, para tomar conciencia de la humanidad previo paso a la aceptación de su lugar en el mundo. El contacto con el mal (las huellas del Holocausto), con su pasado familiar (no es quien creía ser ni proviene de quien creía provenir), y con las tentaciones carnales (el personaje del joven músico), le harán replantearse sus convicciones existenciales. Pawlikowski narra de manera pulcra, concisa (la cinta apenas supera los ochenta minutos de metraje), omitiendo lo superfluo y sin necesidad de recurrir a la música extradiegética, excepción hecha de la sublime Ich ruf zu dir, Herr Jesu Christ, de Johann Sebastian Bach, en la escena final. El contraste de caracteres entre las dos mujeres (“Yo soy la puta y tú la pequeña santa”, como le dice Wanda a su sobrina en un momento determinado del filme), que se irán aproximando emocionalmente a lo largo de la trama, sirve al director para articular su sobrio relato. Cabe resaltar, en ese sentido, la labor interpretativa llevada a cabo por Agata Kulesza, que está enorme.

Una obra cinematográfica notable, en definitiva, esta Ida. Su mayor o menor relevancia dependerá, como es habitual, de cómo le sienten el paso del tiempo y los sucesivos visionados.

Fe y memoria histórica

El realizador polaco Pawel Pawlikowski firma uno de los mejores trabajos cinematográficos del año
Ricardo Pérez
viernes, 18 de julio de 2014, 07:32 h (CET)
Polonia, años sesenta. Poco antes de tomar los votos para convertirse en monja, la joven Anna/Ida (Agata Trzebuchowska) visita a su tía Wanda (Agata Kulesza), a la que no conoce, y descubre sus orígenes.

180714cine2

Avalada por sus premios en diferentes festivales como Varsovia (Mejor película), Toronto (Premio internacional de la crítica), Gijón (Mejor película, guión, actriz y dirección artística) o Londres (Mejor película), Ida, del realizador polaco Pawel Pawlikowski, constituye un magnífico trabajo que sigue la tradición del mejor cine europeo de autor. Ambientada en la Polonia socialista de los años sesenta, el filme, cuyo punto de partida resulta idéntico al de Viridiana, de Buñuel (una novicia que visita a su único pariente antes de tomar los votos), reflexiona acerca del pasado histórico, las raíces familiares y las heridas sin cicatrizar.

Ida es una película formalmente brillante, caracterizada por una austera puesta en escena de resonancias bressonianas (o dreyerianas), una cuidada composición de planos, unos encuadres donde se “vacía” la parte superior del campo, y una extraordinaria fotografía en blanco y negro rica en texturas. Al igual que el Rublev de Tarkovsky, nuestra protagonista, también religiosa, debe salir de su “cascarón”, el convento, para tomar conciencia de la humanidad previo paso a la aceptación de su lugar en el mundo. El contacto con el mal (las huellas del Holocausto), con su pasado familiar (no es quien creía ser ni proviene de quien creía provenir), y con las tentaciones carnales (el personaje del joven músico), le harán replantearse sus convicciones existenciales. Pawlikowski narra de manera pulcra, concisa (la cinta apenas supera los ochenta minutos de metraje), omitiendo lo superfluo y sin necesidad de recurrir a la música extradiegética, excepción hecha de la sublime Ich ruf zu dir, Herr Jesu Christ, de Johann Sebastian Bach, en la escena final. El contraste de caracteres entre las dos mujeres (“Yo soy la puta y tú la pequeña santa”, como le dice Wanda a su sobrina en un momento determinado del filme), que se irán aproximando emocionalmente a lo largo de la trama, sirve al director para articular su sobrio relato. Cabe resaltar, en ese sentido, la labor interpretativa llevada a cabo por Agata Kulesza, que está enorme.

Una obra cinematográfica notable, en definitiva, esta Ida. Su mayor o menor relevancia dependerá, como es habitual, de cómo le sienten el paso del tiempo y los sucesivos visionados.

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