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Una biografía ligada a la Vieja Rusia y a Letonia

Leonore Von Skerst, testigo de una época

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La desaparición la semana pasada en Nuremberg de Leonore von Skerst supone un hito más en la gradual extinción de una generación única: la surgida justo después del final de la Primera Guerra Mundial, cuando el mapa político de Europa cambiaría para siempre con la caída de las grandes monarquías centrales y la desaparición del imperio ruso. A ella se refiere la historiadora Anja Wilhemi en un interesante y documentado libro, “El mundo de las mujeres de la alta sociedad alemana en el Báltico (1800-1939)”, publicado en 2008.

Nacida en 1920, junto con Harriet, su hermana gemela, en el castillo de Remplin, heredad del duque de Mecklemburgo, Leonore von Skerst tuvo la típica infancia de un miembro de la alta sociedad báltica. Porque de los estados bálticos eran oriundos sus antepasados, austriacos de origen pero con profundas convicciones luteranas. Su abuelo materno, el general barón Paul von Unterberger, no sólo fue uno de los fundadores de la actual ciudad de Vladivostock, sino artífice de la construcción del ferrocarril transiberiano, en su calidad de ingeniero responsable del diseño de la legendaria línea, que une la Rusia europea con la oriental, China y Mongolia a lo largo de más de 9.000 Km. Pavel Unterberger, ruso de corazón a pesar de su ascendencia germana, inculcó en sus descendientes el amor por la Rusia ancestral y su lealtad a la dinastía Romanov. El zar Alejandro III y su hijo Nicolás II le distinguieron con su afecto y, durante el periodo en que ejerció como Gobernador General de Siberia Oriental, le fue concedido un título nobiliario del que nunca hizo ostentación. Una de sus hijas, Mánia, se casaría con el político y abogado Lothar Schöler, lider de la minoría germana en el parlamento de Letonia, y de esa unión nacerían cuatro hijos: Ellen, Lenore, Harriet y Max. De aquellos años de infancia y primera juventud transcurridos en Riga, Lenore guardaría un dulce e idealizado recuerdo que le acompañaría toda la vida. Efectuaría una breve visita tras el final de la II Guerra Mundial, pero no quiso volver más: nada quedaba de aquel país - ya en manos bolcheviques- de cuya “belle epoque” su familia y tantas otras báltico alemanas habían sido protagonistas.

Aquella generación de entreguerras sufrió en su juventud las desastrosas consecuencias del Tratado de Versalles, que generaría un resentimiento en el pueblo alemán, vejado por las condiciones que sobre el país derrotado imponía, creándose de este modo el caldo de cultivo propicio para la propagación de la doctrina ultranacionalista de Hitler y sus secuaces. La entrega de los Estados Bálticos a la URSS, tras la firma del Pacto Ribbentrop-Molotov, el 23 de de agosto de 1939, sólo nueve días antes del estallido de la guerra, produjo el exilio forzoso de la familia Schöler-Unterberger. Max cayó en el frente yugoslavo, en 1943, y el cabeza de familia, antiguo líder político y reputado hombre de leyes, tendría una muerte que puede calificarse de heroica, por el espíritu de abnegación que supone, al ofrecerse voluntario, con sesenta años, para sustituir a un amigo y colega de profesión mucho más joven y, como él, padre de familia, que acababa de ser llamado a filas. Schöler murió a los pocos meses, aquejado de tifus, en uno de los insalubres campamentos del frente polaco.

En 1945 y con 25 años, Leonore von Skerst sobrevive con su madre y hermanas en la devastada Alemania. La mayor, Ellen, estudia filosofía, Harriet se doctora en medicina y Leonore adquiere un título universitario como traductora de ruso. Sin embargo, los tiempos son muy difíciles y se ve obligada a trabajar como operaria en una fábrica donde se producen botas de goma y otros productos derivados del caucho. A comienzo de los años cincuenta conoce a otro exiliado, el economista y polígrafo Leonhard von Skerst, veinte años mayor que ella, con el que se casa. Von Skerst acababa de pasar nueve años en un campo de concentración soviético por el “terrible delito” de haber trabajado para la Wehrmacht como traductor de ruso. Sus ideas, contrarias al nazismo desde un principio, no le salvaron de una condena de la que sí se libraría su hermano Arnold, diplomático y espía, que tuvo un papel fundamental en la arriesgada misión de trasladar las joyas de la familia imperial rusa a Inglaterra, tras la Revolución de Octubre de 1917. Arnold von Skerst, cuya azarosa vida ha sido objeto de varios libros y tesis doctorales, fue un destacado miembro de la sociedad australiana de entreguerras y activo difusor de las ideas nazis en su país de adopción. Acabaría suicidándose en 1946, evitando así su inminente arresto.

Leonore (“Lore”) Schöler pasó con su matrimonio a llamarse Leonore von Skerst. En sus dos hijos, Bernhard y Bettina, se unía lo más genuino de la tradición báltica y del espíritu de la “madre Rusia”. Lore, que hablaba con gran fluidez ruso, letón e inglés y hacía gala de su gran sentido del humor en esas tres lenguas, además de en la suya nativa, el alemán con un marcado acento báltico, fue mucho más que una gran señora: tuvo un espíritu profundamente volcado a hacer el bien; siempre dispuesta a echar una mano a quienes lo necesitaban, a pesar de que sus apellidos y sus ancestros no fueran acompañados por ninguna fortuna personal. Su contribución y apoyo incondicional a causas humanitarias –como, por ejemplo, al proyecto hispano alemán de construcción de una escuela primaria para cuatrocientos niños, inaugurada en 2006 en el remoto Distrito Samburu de Tuum, Kenia- resultaron decisivos.

(El autor de estas líneas ha tenido el honor de tratarla, respetarla y quererla durante un cuarto de siglo.

Descanse en paz, a la sombra de su árbol favorito, frente a las flores, mientras recordamos tantos paseos por el parque cercano a su casa. Su sonrisa, su sentido del humor y su bondad se quedan entre nosotros).

Leonore Von Skerst, testigo de una época

Una biografía ligada a la Vieja Rusia y a Letonia
Luis del Palacio
viernes, 4 de julio de 2014, 07:11 h (CET)
La desaparición la semana pasada en Nuremberg de Leonore von Skerst supone un hito más en la gradual extinción de una generación única: la surgida justo después del final de la Primera Guerra Mundial, cuando el mapa político de Europa cambiaría para siempre con la caída de las grandes monarquías centrales y la desaparición del imperio ruso. A ella se refiere la historiadora Anja Wilhemi en un interesante y documentado libro, “El mundo de las mujeres de la alta sociedad alemana en el Báltico (1800-1939)”, publicado en 2008.

Nacida en 1920, junto con Harriet, su hermana gemela, en el castillo de Remplin, heredad del duque de Mecklemburgo, Leonore von Skerst tuvo la típica infancia de un miembro de la alta sociedad báltica. Porque de los estados bálticos eran oriundos sus antepasados, austriacos de origen pero con profundas convicciones luteranas. Su abuelo materno, el general barón Paul von Unterberger, no sólo fue uno de los fundadores de la actual ciudad de Vladivostock, sino artífice de la construcción del ferrocarril transiberiano, en su calidad de ingeniero responsable del diseño de la legendaria línea, que une la Rusia europea con la oriental, China y Mongolia a lo largo de más de 9.000 Km. Pavel Unterberger, ruso de corazón a pesar de su ascendencia germana, inculcó en sus descendientes el amor por la Rusia ancestral y su lealtad a la dinastía Romanov. El zar Alejandro III y su hijo Nicolás II le distinguieron con su afecto y, durante el periodo en que ejerció como Gobernador General de Siberia Oriental, le fue concedido un título nobiliario del que nunca hizo ostentación. Una de sus hijas, Mánia, se casaría con el político y abogado Lothar Schöler, lider de la minoría germana en el parlamento de Letonia, y de esa unión nacerían cuatro hijos: Ellen, Lenore, Harriet y Max. De aquellos años de infancia y primera juventud transcurridos en Riga, Lenore guardaría un dulce e idealizado recuerdo que le acompañaría toda la vida. Efectuaría una breve visita tras el final de la II Guerra Mundial, pero no quiso volver más: nada quedaba de aquel país - ya en manos bolcheviques- de cuya “belle epoque” su familia y tantas otras báltico alemanas habían sido protagonistas.

Aquella generación de entreguerras sufrió en su juventud las desastrosas consecuencias del Tratado de Versalles, que generaría un resentimiento en el pueblo alemán, vejado por las condiciones que sobre el país derrotado imponía, creándose de este modo el caldo de cultivo propicio para la propagación de la doctrina ultranacionalista de Hitler y sus secuaces. La entrega de los Estados Bálticos a la URSS, tras la firma del Pacto Ribbentrop-Molotov, el 23 de de agosto de 1939, sólo nueve días antes del estallido de la guerra, produjo el exilio forzoso de la familia Schöler-Unterberger. Max cayó en el frente yugoslavo, en 1943, y el cabeza de familia, antiguo líder político y reputado hombre de leyes, tendría una muerte que puede calificarse de heroica, por el espíritu de abnegación que supone, al ofrecerse voluntario, con sesenta años, para sustituir a un amigo y colega de profesión mucho más joven y, como él, padre de familia, que acababa de ser llamado a filas. Schöler murió a los pocos meses, aquejado de tifus, en uno de los insalubres campamentos del frente polaco.

En 1945 y con 25 años, Leonore von Skerst sobrevive con su madre y hermanas en la devastada Alemania. La mayor, Ellen, estudia filosofía, Harriet se doctora en medicina y Leonore adquiere un título universitario como traductora de ruso. Sin embargo, los tiempos son muy difíciles y se ve obligada a trabajar como operaria en una fábrica donde se producen botas de goma y otros productos derivados del caucho. A comienzo de los años cincuenta conoce a otro exiliado, el economista y polígrafo Leonhard von Skerst, veinte años mayor que ella, con el que se casa. Von Skerst acababa de pasar nueve años en un campo de concentración soviético por el “terrible delito” de haber trabajado para la Wehrmacht como traductor de ruso. Sus ideas, contrarias al nazismo desde un principio, no le salvaron de una condena de la que sí se libraría su hermano Arnold, diplomático y espía, que tuvo un papel fundamental en la arriesgada misión de trasladar las joyas de la familia imperial rusa a Inglaterra, tras la Revolución de Octubre de 1917. Arnold von Skerst, cuya azarosa vida ha sido objeto de varios libros y tesis doctorales, fue un destacado miembro de la sociedad australiana de entreguerras y activo difusor de las ideas nazis en su país de adopción. Acabaría suicidándose en 1946, evitando así su inminente arresto.

Leonore (“Lore”) Schöler pasó con su matrimonio a llamarse Leonore von Skerst. En sus dos hijos, Bernhard y Bettina, se unía lo más genuino de la tradición báltica y del espíritu de la “madre Rusia”. Lore, que hablaba con gran fluidez ruso, letón e inglés y hacía gala de su gran sentido del humor en esas tres lenguas, además de en la suya nativa, el alemán con un marcado acento báltico, fue mucho más que una gran señora: tuvo un espíritu profundamente volcado a hacer el bien; siempre dispuesta a echar una mano a quienes lo necesitaban, a pesar de que sus apellidos y sus ancestros no fueran acompañados por ninguna fortuna personal. Su contribución y apoyo incondicional a causas humanitarias –como, por ejemplo, al proyecto hispano alemán de construcción de una escuela primaria para cuatrocientos niños, inaugurada en 2006 en el remoto Distrito Samburu de Tuum, Kenia- resultaron decisivos.

(El autor de estas líneas ha tenido el honor de tratarla, respetarla y quererla durante un cuarto de siglo.

Descanse en paz, a la sombra de su árbol favorito, frente a las flores, mientras recordamos tantos paseos por el parque cercano a su casa. Su sonrisa, su sentido del humor y su bondad se quedan entre nosotros).

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