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No sé si podría catalogar a mi vida de prostituta de medio pelo o de meretriz de altos vuelos

Mi puta vida

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No sé si podría catalogar a mi vida de prostituta de medio pelo o de meretriz de altos vuelos. Sin embargo Soraya Sáenz de Santamaría lo tiene clarísimo. Ha denominado a la suya sin ambages, sin adjtivos de ningún tipo: “mi puta vida”, bramaba la vicepresidenta por los pasillos del Congreso, refiriéndose a la extensión que ocupa su deambular por esta existencia, valle de lágrimas, para los muchos, en tiempos del nacionalcatolicismo.

Porque claro, hasta en eso siempre hubo clases y clases. No es lo mismo ser una escort de lujo, la amante de un señor de los de toda la vida o una indocumentada pajillera de los polígonos. La vida puede metaforizarse como de cortesana, mesalina, mantenida, ramera, fulana, puta, zorra, putísima o pelandusca; todo depende de la cuna donde se nazca o del padrino con quien te acuestes.

No creo que se pueda tener una puta vida si esta tiene los pequeños inconvenientes de tener asegurada la manduca con el estipendio de vicepresidenta del Gobierno o un chalecito en el exclusivo barrio de Fuente del Berro de 231 metros, con piscina y jardincito, tasado en más de 1,8 millones de “leuros” o un esposo, Iván Rosa, que por arte de birlibirloque fue contratado, por un pastizal, por Telefónica.

Puta vida es a la que ha enviado, decreto tras decreto, el Gobierno de la ofendida vicepresidenta a toda una legión de españoles. Ese lugar real en el que malviven cientos de miles de paisanos, en el umbral de la pobreza, con avisos de desahucio o sin ayudas ni subsidios como para llegar a final de mes. Para puta vida esa a la que han condenado a los abuelos preferentistas, Blesa y su panda de trileros, muy cercanos, por cierto, al mundo dorado de Génova trece. Para puta vida, en fin, esa que sufren los dependientes o enfermos a los que se les ha quitado la ayuda o el tratamiento médico por cuestiones presupuestarias. Estos sí que las pasan putas, pero putas putas putas.

Lo suyo, querida vicepresidenta, sería una vida, más que puta, de puta madre.

Mi puta vida

No sé si podría catalogar a mi vida de prostituta de medio pelo o de meretriz de altos vuelos
José Sarria
viernes, 2 de mayo de 2014, 07:11 h (CET)
No sé si podría catalogar a mi vida de prostituta de medio pelo o de meretriz de altos vuelos. Sin embargo Soraya Sáenz de Santamaría lo tiene clarísimo. Ha denominado a la suya sin ambages, sin adjtivos de ningún tipo: “mi puta vida”, bramaba la vicepresidenta por los pasillos del Congreso, refiriéndose a la extensión que ocupa su deambular por esta existencia, valle de lágrimas, para los muchos, en tiempos del nacionalcatolicismo.

Porque claro, hasta en eso siempre hubo clases y clases. No es lo mismo ser una escort de lujo, la amante de un señor de los de toda la vida o una indocumentada pajillera de los polígonos. La vida puede metaforizarse como de cortesana, mesalina, mantenida, ramera, fulana, puta, zorra, putísima o pelandusca; todo depende de la cuna donde se nazca o del padrino con quien te acuestes.

No creo que se pueda tener una puta vida si esta tiene los pequeños inconvenientes de tener asegurada la manduca con el estipendio de vicepresidenta del Gobierno o un chalecito en el exclusivo barrio de Fuente del Berro de 231 metros, con piscina y jardincito, tasado en más de 1,8 millones de “leuros” o un esposo, Iván Rosa, que por arte de birlibirloque fue contratado, por un pastizal, por Telefónica.

Puta vida es a la que ha enviado, decreto tras decreto, el Gobierno de la ofendida vicepresidenta a toda una legión de españoles. Ese lugar real en el que malviven cientos de miles de paisanos, en el umbral de la pobreza, con avisos de desahucio o sin ayudas ni subsidios como para llegar a final de mes. Para puta vida esa a la que han condenado a los abuelos preferentistas, Blesa y su panda de trileros, muy cercanos, por cierto, al mundo dorado de Génova trece. Para puta vida, en fin, esa que sufren los dependientes o enfermos a los que se les ha quitado la ayuda o el tratamiento médico por cuestiones presupuestarias. Estos sí que las pasan putas, pero putas putas putas.

Lo suyo, querida vicepresidenta, sería una vida, más que puta, de puta madre.

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Al conocer la oferta a un anciano señor de escasos recursos, que se ganaba su sobrevivencia recolectando botellas de comprarle su perro, éste lo negó, por mucho que las ofertas se superaron de 10 hasta 150 dólares, bajo la razón: "Ni lo vendo, ni lo cambio. El me ama y me es fiel. Su dinero, lo tiene cualquiera, y se pierde como el agua que corre. El cariño de este perrito es insustituible; su cariño y fidelidad es hermoso".

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