A buenas horas mangas verdes –que diría aquél–, se nos descuelga el jefe del Ministerio Público o fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, con una serie de aseveraciones sobre la lucha contra la corrupción, sin duda irrefutables, pero que ya sabría él, cuando tomó posesión del cargo, de cómo estaban las cosas de la judicatura a la hora de afrontarse los casos de escándalos económicos (robos y desfalcos…) que vienen azotando nuestro país, por sus cuatro puntos cardinales, como una novedosa versión de plaga egipcia que, por sus daños colaterales y directos, está exterminando o arruinando los proyectos e ilusiones, incluso la vida, de decenas de miles de ciudadanos afectados por cualquier tipo de corrupción: la política, la financiera / bancaria, la empresarial, la administrativa en cualquiera de sus formas… Diríase que ha descubierto la pólvora. Pero, aunque sea tarde, sí que hay que agradecer a voz tan autorizada en el mundo judicial, político y social, la contundencia con la que se ha expresado, que no deja de ser un nuevo misil en la línea de flotación de la clase política que nos gobierna en los últimos años –chupinazo ganado por méritos propios–, y que no viene sino a ahondar más en el descrédito, desconfianza y desafección que nuestros gobernantes, de cualquier color o condición, vienen cultivándose frente a un electorado cada día más indolente y escéptico a la hora de afrontar el camino de las urnas.
Si ante las devastadoras afirmaciones de Torres-Dulce, hace un par de días, en la Comisión Constitucional del Congreso, a nuestros líderes políticos no se les revuelven las tripas, no se les cae la cara de vergüenza y son capaces de levantar los ojos del suelo, es que ya no son de este mundo. No es solo la denuncia de la falta de medios y de leyes contra la corrupción –que todos conocemos, padecemos y venimos denunciando, desde años ha, clamando en el desierto–, sino prácticas, que son las que producen una gran alarma social incontenida, que rayan la prevaricación o el “golfismo” de unas leyes preconcebidas, en las que el legislador ha puesto a buen recaudo el estatus, el hacer o deshacer a su antojo, de una casta privilegiada, con mil trampas y pillerías “legales”, cuando el consabido “peso de la Justicia” solo cae sobre el más débil por más mensajes navideños que en sentido igualitario dé el rey. Denuncia el fiscal general, sin tapujos, “la actuación exasperantemente lenta de la justicia” –será para unos casos, para otros no: Garzón, Elpidio Silva, escraches, o cualquieras otros padecidos o conocidos por el lector–; “absoluciones difíciles de entender y sin recuperación de dinero” –la lista de listos/as sería interminable–; “prescripciones incomprensibles” –la madre del cordero para algunos/as–; “absoluciones a corruptos” –todos los presidentes de Gobierno las tienen en su haber, o en su déficit moral y político–, y así, una tras otra para concluir que “la Justicia favorece al poder”, casi otro descubrimiento, en este caso la dinamita.
Sin duda, un panorama desolador el de nuestra Justicia –por más leyes de transparencias opacas que se hagan y nos vendan– que muchos leguleyos cargarán sobre las espaldas de jueces y fiscales, que de todo hay como en botica pero estoy convencido que bastantes más de mejores que de peores, sobre todo las jóvenes camadas, que no va a cambiar si no hay una voluntad expresa por parte de los dos grandes partidos PP y PSOE, para que así sea. Primera y principal, una despolitización e independencia del poder judicial frente al ejecutivo en el que se prime más la capacidad y profesionalidad de sus representantes que la ideología. Segunda, en la elaboración de las leyes anticorrupción –como en otras– no solo debe participar la clase política sino la sociedad en su conjunto a través de los propios jueces y fiscales, colegios de abogados, catedráticos en derecho Político y Constitucional, profesores y catedráticos de Ética, etc. Leyes que rearmen moralmente no solo a la clase política sino al reino financiero y empresarial, y que la Justicia en todas sus formas o las reformas del código civil, o cualquier otro, se haga a manera del traje del sastre de turno, dejando de ser el capricho o el clientelismo electoral del partido que esté en el gobierno.
Un cambio radical de la situación solo se logrará con un gran pacto de Estado, que la mayoría silenciosa viene demandando, entre todos los partidos políticos y que una vez más corresponde a PP y PSOE dar los primeros pasos, puesto que son los que nos han estado gobernando durante los últimos 32 años y poco han hecho a este respecto uno y otro, sino meter la mano en el cajón con cierta permisividad el uno del otro.
Un gran pacto ya no anticorrupción, sino por la vergüenza nacional para que dejen de aplicarse las leyes como en algunos casos vienen impartiéndose: al amigo el trasero; al enemigo por el trasero, y al indiferente la legislación vigente… Y si no hay cambio, por más que se quiera vender la “Marca España” alguien colegirá conmigo que, en este tema (en otros también, pero…), seguiremos siendo un país bananero. Al menos, junto a alguno de ellos nos coloca Transparencia Internacional en el ránking mundial de países corruptos.
|