Se disputó hace unos días, a principios de mes, un partido de fútbol entre dos equipos que representaban a dos comunidades autónomas. El partido, cuentan las crónicas, fue de lo más entretenido y el ambiente festivo inundó las graderías. Español el que no bote, españoles hijos de puta, independencia, presos vascos a Euskal Herria -por cierto, un ente imaginario que nunca ha existido fuera de la cabeza de algún iluminado del siglo XIX, y que por lo visto tiene proyección sobre los creyentes del siglo XXI- y unos cuantos cánticos más pudieron oír y cantar los asistentes al partido de fútbol, que yo pensaba que era deporte.
Al día siguiente las fotografías del evento no demostraban el significado que yo tenía, hasta ahora, de festividad: quemaron una bandera de España -la suya aunque no les guste-, recordaron en una pancarta que un asesino estaba en huelga de hambre -que se demostró posteriormente que no era tal y sí una dieta al estilo europeo siglo XXI-, ensalzaron a una banda terrorista -a la que pertenece el asesino anterior- que lleva más de ochocientos muertos y miles de heridos en su debe, y las bengalas incendiarias poblaron el mar de personas que se situaron tras las porterías, cuando es sabido que la utilización de este tipo de artilugios está prohibido en los campos de fútbol.
El acto deportivo vino precedido de un polémico anuncio televisivo en el que unos niños no dejaban jugar a otro por llevar puesta una determinada camiseta. Los primeros portaban la sudadera de la selección nacional -que mientras no se demuestre lo contrario es la española- y el segundo la de la selección autonómica catalana. Curioso contraste el del niño, vestido de blanco, con las fotografías del día después a tal evento. Contraste sobre todo porque uno representa la inocencia, la virginidad, y las otras la agresividad, la fuerza y la muerte.
Y todo esto patrocinado, subvencionado, por nuestras instituciones regionales que se vanagloriaron de tal evento y lo ensalzaron como un acto a seguir y tomar ejemplo. Digno ejemplo para la juventud, desde luego.
A todo esto sólo ha faltado que nos recuerden el pasado nacionalista de Luci Minici Natal Quadroni Ver. Y no tardarán en asegurar que tal romano de Barcino era, por lo menos, un liberador del pueblo catalán, que estaba oprimido por el yugo del españolismo más rancio. Claro que primero tendrán que enterarse quién fue Luci Minici, y eso ya es más difícil.
El citado romano, según los escasos datos de los que disponemos, fue el primer deportista que llevó el nombre de Barcino por todo el mundo. Su nombre figura en mármol blanco cerca de la entrada al hipódromo de Olimpia por haber conseguido vencer en la carrera de cuadrigas en la Olimpiada de los Juegos Helenísticos del año 129 de nuestra era. Fue senador y miliciano en diversas provincias romanas. Y donó a la ciudad unas termas y conducciones para el agua que construyó en terrenos suyos, así como interesantes cantidades de dinero. Casi como nuestros coetáneos deportistas.
Eso sí, de lo que podemos dar fe es que Luci Minici no tenía ninguna cláusula en su contrato que le obligase a hablar catalán, como le ocurre a alguno de los profesionales que corretean por el campo del equipo que lleva el nombre de la ciudad capital de Cataluña. Pero, claro, eran otros tiempos. Tiempos en los que el deporte era deporte y la política era política. ¡Ah! Y las lenguas servían para comunicarse.