Cuando era más joven, casi un chiquillo, recuerdo que estaba enganchado a aquella serie que se estrenó en 1978, “Holocausto”, sobre las atrocidades de la Alemania nazi. Es posible que por eso, por ser joven, las imágenes de los campos de concentración me sean tan repugnantes, igual que el hacinamiento en guetos. He de decir, con sinceridad, que pensé esperanzado, ya digo, era muy joven, que el mundo no volvería a ver como la legalidad internacional y los derecho humanos serían pisoteados de la misma forma. Ingenuamente pensaba que, en buena medida, la Segunda Guerra Mundial se había hecho por eso. Claro que luego crecí. Vi caer el muro de Berlín. He visto como el Estado hebreo se ha convertido en aquello que tanto hizo sufrir al pueblo judío. He visto volver a levantar muros de guetos para hacinar a los palestinos. He visto a la Comunidad Internacional luchar contra ello y casi conseguirlo con los Acuerdos de Oslo. Ahora, que estoy crecidito, tengo la seguridad de que la Segunda Guerra Mundial no fue para luchar contra los campos de concentración y los genocidios, sino para eliminar competencia en su desarrollo. Tanto es así que aquello que escribí, allá el 8 de junio de 2005, el miedo a que la reunión del 20 de junio de 1942 en Wannsee se repitiera, ha pasado de ser un miedo a convertirse en toda una realidad.
Hoy se discute tranquilamente sobre la conveniencia – no legalidad porque su ilegalidad es manifiesta e indiscutible no sólo en materia penal internacional, sino también bajo las leyes estadounidenses – de juzgar en Guantánamo a 453 personas que no tienen conocimiento de los cargos que se les imputan, no tienen abogados, no pueden apelar su evidente secuestro. Se les ha interrogado arrancándoles la ropa, obligándolos a ponerse lencería femenina, oyendo como se les repetía una y otra vez que sus madres son un atajo de putas, se les afeitó la barba y la cabeza, se les pusieron correas la cuello y fueron obligados a ladrar como perros, sometidos a aislamiento durante cinco meses en una celda de reducidas dimensiones donde jamás se apagaba la luz, se les hizo pasar frío y calor, se les inyectaba líquido para se orinaran y defecaran encima porque no se les permitía ir al baño, se les obligaba a mantenerse firmes en una habitación empapelada con la bandera de Estados Unidos mientras sonaba el himno de la nación más “democrática” del mundo. Todo esto no es ciencia ficción, es la realidad. Un esperpento que hubiera hecho relamerse de gusto a Rudolf Höss, comandante de Auschwitz. Con la diferencia de que este murió en la horca en el mismo campo de concentración que dirigió. Yo no veré siquiera ir a alguien a la cárcel por estas atrocidades.
Realmente me importa un pimiento la “conveniencia” de juzgar, si es que en algún lugar de nuestro civilizado occidente a esta parodia asquerosa se le puede llamar juicio, a estos secuestrados por la nación de las barras y estrellas. Sigo pensando que si esto pasa en el escaparate ante la opinión pública, lo que ocurre en las cárceles secretas de la CIA puede ser algo que no seamos capaces de asimilar.
No suena nada de fondo, porque esto no es como para ponerle música.
Buenas noches, y buena suerte.