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El “hasta luego” de Pedro J.

Los riesgos del periodismo libre

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En un pueblo tan maniqueo como el nuestro, era lógico que la fulminante destitución de Pedro J. Ramírez como director de El Mundo causara dos tipos –y sólo dos- de reacciones: las adhesiones sinceras al carismático director de periódicos (en plural, porque ya muy joven lo fue de Diario 16) y el entrechoque de copas por la caída de un enemigo implacable.
 
Está claro que los que hayan celebrado su marcha lo habrán hecho sotto voce, porque no conviene airear la satisfacción ante algo que tiene toda la pinta de haber sido urdido “en las alturas”; un recurso retórico que evita emplear la metáfora adecuada: urdido, amañado, pergeñado en las cloacas del Poder.
 
Y si la prensa es el cuarto de esos poderes –cosa un tanto discutible pero que puede admitirse con reservas- está claro que es el más débil. El Poder Judicial tiene cárceles y puede enviar a ellas a ciudadanos que no cumplen la ley; el Ejecutivo tiene, entre otras, la prerrogativa cuasi  feudal del indulto y, por último, el Legislativo es el que elabora esas leyes que unas veces son sensatas y otras completamente arbitrarias. El único poder –y deber- que tiene la prensa es el de informar de una forma veraz sobre lo que sucede; y ocurre que, muchas veces, no interesa que ciertas realidades sean conocidas por la opinión pública. En una dictadura, el Estado aplica las leyes (paradójicamente ilegítimas) que ha dispuesto para amordazar al informador y, aplicando la censura, puede ordenar el secuestro de publicaciones con contenidos que se presumen perjudiciales para el sistema. Los responsables de esa difusión –la empresa, los editores, los redactores etc.- sufrirán las consecuencias y pagarán multas cuantiosas o darán con sus huesos en la cárcel.
 
El verdadero problema se les presenta a los mandamases cuando el sistema desde el cual gobiernan es una democracia que, como tal, garantiza una serie de derechos ciudadanos; entre ellos el de la libertad de expresión. En este caso los “chicos de la prensa” lo tienen algo más fácil  y ellos –los jerifaltes de antaño y los de siempre- bastante más peliagudo. Ya no es posible gobernar por ucase y resulta bastante más difícil, aunque no del todo imposible, silenciar la crítica o que se aireen los trapos sucios.
 
Y sí; han sido muchos los que Pedro J. Ramírez ha sacado a relucir a lo largo de su larga carrera, haciendo un tipo de periodismo moderno, incisivo, agresivo, muy al estilo norteamericano. En su caso, como en ningún otro, se materializa el dicho de que “no se casa con nadie”. Y de ahí una parte importante del problema: los que mueven los hilos de “la cosa” (parafraseando al añorado Umbral) no disfrutan precisamente con alguien que se empeña en enredarlos y hacerlos caer víctimas de sus propios manejos secretos, verdades a medias (las peores mentiras) y, con demasiada frecuencia, chanchullos y negocios sucios. Lo malo –en esto, sólo en esto- es que España está a años luz de los EEUU y no será un presidente quien caiga víctima de sus propios embustes, sino el que destapa la alcantarilla.
 
El “caso Bárcenas” podría haber equivalido a un “Watergate a la española”, pero, ay, todavía estamos muy lejos de haber alcanzado un grado de libertad de expresión equiparable a la de aquel país y, por el contrario, nos encontramos históricamente muy próximos a los resabios autocráticos. De caer alguna cabeza será siempre la del informador.
 
Puede argüirse que la permanencia durante veinticinco años en la dirección de un periódico es algo insólito y que ya era hora del relevo. O que como los resultados económicos de la empresa han sido malos durante los últimos años, se hizo preciso un cambio de la cabeza rectora para reconducir la situación. Da igual; porque la carta de despedida publicada en El Mundo el pasado domingo ofrece muy pocas dudas: Pedro J. Ramírez conoce muy bien a los que han propiciado su caída, aunque, como es lógico, no los cite con nombres y apellidos. No obstante incluye una famosa frase de John Adams que lo revela todo: «Las fauces del poder están siempre abiertas para devorar y su brazo siempre extendido para destruir, si puede, la libertad de pensamiento y de palabra hablada y escrita...».
 
Todos los que amamos la libertad de expresión, alejados o no de las posturas ideológicas o conceptuales del que ahora protagoniza, seguro que a su pesar, la noticia, estamos en entredicho.

Los riesgos del periodismo libre

El “hasta luego” de Pedro J.
Luis del Palacio
miércoles, 5 de febrero de 2014, 16:10 h (CET)
En un pueblo tan maniqueo como el nuestro, era lógico que la fulminante destitución de Pedro J. Ramírez como director de El Mundo causara dos tipos –y sólo dos- de reacciones: las adhesiones sinceras al carismático director de periódicos (en plural, porque ya muy joven lo fue de Diario 16) y el entrechoque de copas por la caída de un enemigo implacable.
 
Está claro que los que hayan celebrado su marcha lo habrán hecho sotto voce, porque no conviene airear la satisfacción ante algo que tiene toda la pinta de haber sido urdido “en las alturas”; un recurso retórico que evita emplear la metáfora adecuada: urdido, amañado, pergeñado en las cloacas del Poder.
 
Y si la prensa es el cuarto de esos poderes –cosa un tanto discutible pero que puede admitirse con reservas- está claro que es el más débil. El Poder Judicial tiene cárceles y puede enviar a ellas a ciudadanos que no cumplen la ley; el Ejecutivo tiene, entre otras, la prerrogativa cuasi  feudal del indulto y, por último, el Legislativo es el que elabora esas leyes que unas veces son sensatas y otras completamente arbitrarias. El único poder –y deber- que tiene la prensa es el de informar de una forma veraz sobre lo que sucede; y ocurre que, muchas veces, no interesa que ciertas realidades sean conocidas por la opinión pública. En una dictadura, el Estado aplica las leyes (paradójicamente ilegítimas) que ha dispuesto para amordazar al informador y, aplicando la censura, puede ordenar el secuestro de publicaciones con contenidos que se presumen perjudiciales para el sistema. Los responsables de esa difusión –la empresa, los editores, los redactores etc.- sufrirán las consecuencias y pagarán multas cuantiosas o darán con sus huesos en la cárcel.
 
El verdadero problema se les presenta a los mandamases cuando el sistema desde el cual gobiernan es una democracia que, como tal, garantiza una serie de derechos ciudadanos; entre ellos el de la libertad de expresión. En este caso los “chicos de la prensa” lo tienen algo más fácil  y ellos –los jerifaltes de antaño y los de siempre- bastante más peliagudo. Ya no es posible gobernar por ucase y resulta bastante más difícil, aunque no del todo imposible, silenciar la crítica o que se aireen los trapos sucios.
 
Y sí; han sido muchos los que Pedro J. Ramírez ha sacado a relucir a lo largo de su larga carrera, haciendo un tipo de periodismo moderno, incisivo, agresivo, muy al estilo norteamericano. En su caso, como en ningún otro, se materializa el dicho de que “no se casa con nadie”. Y de ahí una parte importante del problema: los que mueven los hilos de “la cosa” (parafraseando al añorado Umbral) no disfrutan precisamente con alguien que se empeña en enredarlos y hacerlos caer víctimas de sus propios manejos secretos, verdades a medias (las peores mentiras) y, con demasiada frecuencia, chanchullos y negocios sucios. Lo malo –en esto, sólo en esto- es que España está a años luz de los EEUU y no será un presidente quien caiga víctima de sus propios embustes, sino el que destapa la alcantarilla.
 
El “caso Bárcenas” podría haber equivalido a un “Watergate a la española”, pero, ay, todavía estamos muy lejos de haber alcanzado un grado de libertad de expresión equiparable a la de aquel país y, por el contrario, nos encontramos históricamente muy próximos a los resabios autocráticos. De caer alguna cabeza será siempre la del informador.
 
Puede argüirse que la permanencia durante veinticinco años en la dirección de un periódico es algo insólito y que ya era hora del relevo. O que como los resultados económicos de la empresa han sido malos durante los últimos años, se hizo preciso un cambio de la cabeza rectora para reconducir la situación. Da igual; porque la carta de despedida publicada en El Mundo el pasado domingo ofrece muy pocas dudas: Pedro J. Ramírez conoce muy bien a los que han propiciado su caída, aunque, como es lógico, no los cite con nombres y apellidos. No obstante incluye una famosa frase de John Adams que lo revela todo: «Las fauces del poder están siempre abiertas para devorar y su brazo siempre extendido para destruir, si puede, la libertad de pensamiento y de palabra hablada y escrita...».
 
Todos los que amamos la libertad de expresión, alejados o no de las posturas ideológicas o conceptuales del que ahora protagoniza, seguro que a su pesar, la noticia, estamos en entredicho.

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