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El entreguismo de partidos y de dirigentes nacionales es nauseabundo

La dictadura invisible

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Nunca pensé que llegaría a verlo, pero cada vez estoy más convencido de que sí. Estanos abocados, si no ocurre ninguna circunstancia de carácter extraordinario, a ser protagonistas de un cambio de orden mundial de inusitadas dimensiones.

Se trata de la generación de una dictadura global y que ha comenzado a asentar las bases de su estructura futura. Posiblemente alguien considere que he perdido la cabeza, pero los acontecimientos apuntan a que nos dirigimos, sin posibilidad de retorno, hacia una jerarquía mundial que controlará la economía del planeta muy por encima de Estados y Gobiernos. El Estado nacional, surgido tras la Revolución Francesa del siglo XVIII, tal y como lo hemos conocido se encuentra en su fase letal, toda vez que la Organización Mundial del Comercio ha propiciado la liberalización total de mercancías, servicios y capitales bajo el amparo del establecimiento de un mercado globalizado y continuo, transfronterizo y supranacional, sin controles ni barreras legales nacionales. Sirva como ejemplo indicar que las 500 multinacionales mayores del mundo manejaron el 52 % del Producto Mundial, bajo el auspicio de un grupo reducido de familias que conforman un megamonopolio oligárquico, sin que los Estados nacionales pudieran hacer nada por controlarlos. Ellos son los dueños de las decisiones que se toman en el mercado continuo que va desde New York a Tokio y los depositarios de inmensas fortunas en las decenas de paraísos fiscales donde escapar a la intervención financiera de los Gobiernos locales.

La caída del muro de Berlín no fue algo casual. Este derrumbe simbolizó la abolición de modelos sociales opuestos, haciendo desaparecer el contraste de ideologías para establecer el pensamiento único. Después, la caída de las Torres Gemelas del WTC, significaría la emergencia de una tecnocracia que ha comenzado a establecer un nuevo sistema universal de poder bajo el credo del neoliberalismo como ideología imperante, sometiendo la voluntad individual de la población a una resignación casi religiosa. No resulta extraño, a estas alturas, oír a presidentes de Estado balbucear la frase lapidaria: “no se puede hacer nada más”. La política ha comenzado a ceder el testigo a la tecnocracia, comandada por burócratas sin sentimientos ni ideologías, que solo alcanzan a obedecer las directrices emanadas de su sistema informático o del resultado de su hoja excell. Si nada los detiene el nuevo orden mundial llegará de la mano de los señores de la guerra financiera total, alumbrando a un mesías, una suerte de dictador invisible que acumulará más poder que el que jamás pudo imaginar papa o emperador conocido.

El entreguismo de partidos y de dirigentes nacionales es nauseabundo, cuando no de sospechosa complicidad. La única posibilidad que le queda a la ciudadanía es la rebelión, la revolución, a través de una sociedad civil que pueda articular una alternativa que la actual y mediocre clase dirigente es incapaz de plantear frente al nuevo orden criminal que se empieza a gestar por parte de los futuros “amos del mundo”.

Ya sé que suena a ciencia ficción, pero hace veinte años era absolutamente impensable imaginar que un presidente de Gobierno, encarnación de la soberanía popular, se excusara ante las turbulencias del mercado que disparan la prima de riesgo o hacen tambalear los cimientos de toda una nación con un sumiso y conformista: “es que no me dejan hacer otra cosa”.

La dictadura invisible

El entreguismo de partidos y de dirigentes nacionales es nauseabundo
José Sarria
lunes, 2 de diciembre de 2013, 09:06 h (CET)
Nunca pensé que llegaría a verlo, pero cada vez estoy más convencido de que sí. Estanos abocados, si no ocurre ninguna circunstancia de carácter extraordinario, a ser protagonistas de un cambio de orden mundial de inusitadas dimensiones.

Se trata de la generación de una dictadura global y que ha comenzado a asentar las bases de su estructura futura. Posiblemente alguien considere que he perdido la cabeza, pero los acontecimientos apuntan a que nos dirigimos, sin posibilidad de retorno, hacia una jerarquía mundial que controlará la economía del planeta muy por encima de Estados y Gobiernos. El Estado nacional, surgido tras la Revolución Francesa del siglo XVIII, tal y como lo hemos conocido se encuentra en su fase letal, toda vez que la Organización Mundial del Comercio ha propiciado la liberalización total de mercancías, servicios y capitales bajo el amparo del establecimiento de un mercado globalizado y continuo, transfronterizo y supranacional, sin controles ni barreras legales nacionales. Sirva como ejemplo indicar que las 500 multinacionales mayores del mundo manejaron el 52 % del Producto Mundial, bajo el auspicio de un grupo reducido de familias que conforman un megamonopolio oligárquico, sin que los Estados nacionales pudieran hacer nada por controlarlos. Ellos son los dueños de las decisiones que se toman en el mercado continuo que va desde New York a Tokio y los depositarios de inmensas fortunas en las decenas de paraísos fiscales donde escapar a la intervención financiera de los Gobiernos locales.

La caída del muro de Berlín no fue algo casual. Este derrumbe simbolizó la abolición de modelos sociales opuestos, haciendo desaparecer el contraste de ideologías para establecer el pensamiento único. Después, la caída de las Torres Gemelas del WTC, significaría la emergencia de una tecnocracia que ha comenzado a establecer un nuevo sistema universal de poder bajo el credo del neoliberalismo como ideología imperante, sometiendo la voluntad individual de la población a una resignación casi religiosa. No resulta extraño, a estas alturas, oír a presidentes de Estado balbucear la frase lapidaria: “no se puede hacer nada más”. La política ha comenzado a ceder el testigo a la tecnocracia, comandada por burócratas sin sentimientos ni ideologías, que solo alcanzan a obedecer las directrices emanadas de su sistema informático o del resultado de su hoja excell. Si nada los detiene el nuevo orden mundial llegará de la mano de los señores de la guerra financiera total, alumbrando a un mesías, una suerte de dictador invisible que acumulará más poder que el que jamás pudo imaginar papa o emperador conocido.

El entreguismo de partidos y de dirigentes nacionales es nauseabundo, cuando no de sospechosa complicidad. La única posibilidad que le queda a la ciudadanía es la rebelión, la revolución, a través de una sociedad civil que pueda articular una alternativa que la actual y mediocre clase dirigente es incapaz de plantear frente al nuevo orden criminal que se empieza a gestar por parte de los futuros “amos del mundo”.

Ya sé que suena a ciencia ficción, pero hace veinte años era absolutamente impensable imaginar que un presidente de Gobierno, encarnación de la soberanía popular, se excusara ante las turbulencias del mercado que disparan la prima de riesgo o hacen tambalear los cimientos de toda una nación con un sumiso y conformista: “es que no me dejan hacer otra cosa”.

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