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Los desastres naturales y la fe

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Las imágenes del desastre causado por el tifón de Filipinas nos sobrecogen. La destrucción de pueblos, el sufrimiento y la muerte de tantas personas, al mismo tiempo que nos dispone a la ayuda solidaria, nos plantea profundos interrogantes: ¿Por qué pasan estas cosas? ¿Cómo permite Dios que ocurran?

Para quienes no creen en la existencia de Dios, estos desastres confirman su postura de que formamos parte de una naturaleza ciega que no estamos aún en condiciones de dominar.

Los creyentes vemos sometida nuestra fe a una dura mirada crítica. Como decimos creer que Dios es un Padre misericordioso, que ama a todos los hombres y que además es todopoderoso, nos preguntan: ¿cómo no puede evitar la destrucción, el dolor y la muerte de tanta gente? Hay quienes sacan la conclusión: o no es todopoderoso o no es cierta su misericordia. ¿Qué podemos responder?

Si cada uno examina las más fuertes tendencias que nos configuran, reconocerá que la búsqueda de la felicidad siempre está presente, aunque resulte huidiza, relativa, precaria, mientras el tiempo pasa acercándonos a un final inexorable que nos desazona por desconocido, problemático, temible.

Si tras la muerte no hay nada, si vamos a desaparecer de manera absoluta, no hay lugar para la esperanza y la vida queda en entredicho. Amar, sufrir, trabajar, crear, atesorar, esfuerzo que se disuelve en la nada. ¿A quién puede satisfacerle esta perspectiva?

Pero si creemos que vamos a pasar desde esta vida a otra que no se acaba, la cosa cambia, todo nuestro ser tiende hacia una plenitud inacabable, la muerte solo es el paso de una vida a otra, aunque no sepamos cómo será, por tanto jamás estamos muertos para Dios. Él no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven. (Luc. 28,38)

Dios nos llamó de la nada a la existencia y este regalo es irrevocable. En una forma u otra seguiremos existiendo. Por tanto los que mueren en su cama, en un accidente o un desastre, huracán, tifón o terremoto, no dejan de existir para Dios, aunque aquí la solidaridad, mejor la caridad, nos obligue a hacernos cargo de los que queden desamparados, pues son nuestros hermanos de los que se nos pedirá cuenta.

Por otra parte, los que creemos en la providencia de Dios, estamos seguros de que todo lo que ocurre redundará en beneficio de sus criaturas, aunque no lo comprendamos, pues sus juicios son inescrutables e irrastreables sus caminos.

Los que se enfadan con Dios porque no atendió a sus ruegos en la forma que deseaba es que no han entendido que Él sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. Algunos llegan a creerse mejores que Dios porque habrían hecho las cosas de otra manera.

La catástrofes naturales no deben hacer peligrar nuestra fe en Cristo que nos trajo la buena noticia de que Dios nos ama como un padre lleno de misericordia, que espera correspondamos a su amor amando a nuestros prójimos como a nosotros mismos porque, en definitiva, si tenemos un Padre todos somos hermanos y si vivimos, vivimos para el Señor y si morimos, morimos para el Señor, pues en la vida y en la muerte somos del Señor (Rom 14, 8-18)

Los desastres naturales y la fe

Francisco Rodríguez
sábado, 16 de noviembre de 2013, 09:41 h (CET)
Las imágenes del desastre causado por el tifón de Filipinas nos sobrecogen. La destrucción de pueblos, el sufrimiento y la muerte de tantas personas, al mismo tiempo que nos dispone a la ayuda solidaria, nos plantea profundos interrogantes: ¿Por qué pasan estas cosas? ¿Cómo permite Dios que ocurran?

Para quienes no creen en la existencia de Dios, estos desastres confirman su postura de que formamos parte de una naturaleza ciega que no estamos aún en condiciones de dominar.

Los creyentes vemos sometida nuestra fe a una dura mirada crítica. Como decimos creer que Dios es un Padre misericordioso, que ama a todos los hombres y que además es todopoderoso, nos preguntan: ¿cómo no puede evitar la destrucción, el dolor y la muerte de tanta gente? Hay quienes sacan la conclusión: o no es todopoderoso o no es cierta su misericordia. ¿Qué podemos responder?

Si cada uno examina las más fuertes tendencias que nos configuran, reconocerá que la búsqueda de la felicidad siempre está presente, aunque resulte huidiza, relativa, precaria, mientras el tiempo pasa acercándonos a un final inexorable que nos desazona por desconocido, problemático, temible.

Si tras la muerte no hay nada, si vamos a desaparecer de manera absoluta, no hay lugar para la esperanza y la vida queda en entredicho. Amar, sufrir, trabajar, crear, atesorar, esfuerzo que se disuelve en la nada. ¿A quién puede satisfacerle esta perspectiva?

Pero si creemos que vamos a pasar desde esta vida a otra que no se acaba, la cosa cambia, todo nuestro ser tiende hacia una plenitud inacabable, la muerte solo es el paso de una vida a otra, aunque no sepamos cómo será, por tanto jamás estamos muertos para Dios. Él no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven. (Luc. 28,38)

Dios nos llamó de la nada a la existencia y este regalo es irrevocable. En una forma u otra seguiremos existiendo. Por tanto los que mueren en su cama, en un accidente o un desastre, huracán, tifón o terremoto, no dejan de existir para Dios, aunque aquí la solidaridad, mejor la caridad, nos obligue a hacernos cargo de los que queden desamparados, pues son nuestros hermanos de los que se nos pedirá cuenta.

Por otra parte, los que creemos en la providencia de Dios, estamos seguros de que todo lo que ocurre redundará en beneficio de sus criaturas, aunque no lo comprendamos, pues sus juicios son inescrutables e irrastreables sus caminos.

Los que se enfadan con Dios porque no atendió a sus ruegos en la forma que deseaba es que no han entendido que Él sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. Algunos llegan a creerse mejores que Dios porque habrían hecho las cosas de otra manera.

La catástrofes naturales no deben hacer peligrar nuestra fe en Cristo que nos trajo la buena noticia de que Dios nos ama como un padre lleno de misericordia, que espera correspondamos a su amor amando a nuestros prójimos como a nosotros mismos porque, en definitiva, si tenemos un Padre todos somos hermanos y si vivimos, vivimos para el Señor y si morimos, morimos para el Señor, pues en la vida y en la muerte somos del Señor (Rom 14, 8-18)

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