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Un paseo otoñal por Père Lachaise

Cementerios y música

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Parece que el mes de noviembre, cuando los grandes bosques del hemisferio norte se tiñen de oro viejo, ocres y tonos anaranjados, es propio para hablar de los muertos.

Es el mes de las setas, del orujo añejo y de la música fúnebre. Antes, del Tenorio; ahora, de Halloween y memeces semejantes.

En España hay pocos cementerios urbanos por los que sea un placer perderse, deambular, sentarse en un banco a contemplar ese conjunto heterogéneo de lápidas y cruces, ángeles absortos, verjas herrumbrosas, violines de piedra… Pero en París, adonde vengo a encontrarme de tarde en tarde con los fantasmas de tres viejos amigos (Oscar Wilde, Jean Francois Campollion y Luigi Cherubini) existe uno que los reúne, quizá por azar, y en el que no es raro hallar ese encanto difícil, memento mori, lo más alejado de las flores de plástico y los rituales vacíos: la necrópolis de Père Lachaise.

Wilde acabó sus días en la capital de Francia, huyendo del descrédito, tras haber pasado dos años en la cárcel por el “delito” de ser amante de lord Alfred Douglas, un joven imbuido por las ideas esteticistas de su mentor, hijo de un brutal Par del Reino que no cejó hasta arrastrar por el fango al que, según él, había mancillado el honor familiar. La Inglaterra victoriana, que lo había admirado hasta convertirlo en un icono, acabó por arrojarlo al albañal. Ni sus hijos conservaron su nombre. Y todo por un lio de faldas o, en este caso, de pantalones. Muchos años después sus admiradores levantaron aquí su mausoleo; un conjunto modernista hecho en granito, obra de Jacob Epstein, que evoca el arte del Antiguo Egipto.

Y fue precisamente Champollion, el Joven, otra especie de apátrida en su tierra. Acaso la reencarnación de algún sabio oriental, pues hasta en su aspecto físico era tan poco europeo, tan poco francés, como en sus aficiones y conocimientos. Niño que a los diez años hablaba y escribía en hebreo, caldeo, árabe, griego y copto, la lengua heredada de los antiguos egipcios. Descifró la Piedra Rosetta, clave de la escritura jeroglífica, viajó a Kemet, la Tierra Negra, origen de su pasión (pasión diferente a la de Oscar Wilde, pero pasión al fin) y murió a los cuarenta y un años, tan famoso como pobre.

Cherubini es uno de los muchos músicos que habitan aquí. La música de su Requiem en do menor (compuso otro en re) es como el Ba que sale de su tumba por la mañana para regresar al anochecer. Nadie sabe que mi paseo comienza precisamente ante su mausoleo, presidido por su busto y rodeado de figuras alegóricas a la música, ni que mi dedo presiona en ese momento el botón mágico que iniciará los primeros compases, lúgubres, de la cuerda grave, que anteceden al coro: “Requiem aeternan dona eis Domine” (Dales, Señor, el descanso eterno) Mis pies avanzan por la avenida. A ambos lados tumbas y cruces; árboles cubiertos de su manto de otoño, perros, gatos, niños sin edad, bustos de piedra… He olvidado a medias el camino (han pasado varios años desde la última vez) pero no importa. Llego primero a la tumba de Champollion. Distingo a cierta distancia el obelisco gris que se alza frente a ella. Me detengo; observo, toco. Hay que tocar las piedras. La fanfarria del “Dies irae” se mezcla con las voces del coro: “Día de la ira, de la ira tremenda” Un himno medieval que cuenta lo que ocurrirá el día del Juicio Final (“coget omnes ante Thronum”) cuando nos hallemos postrados ante el Trono. Evoco a dos personajes medievales enterrados aquí, Abelardo y Eloisa, que pagaron con sus vidas por el único pecado que no lo es: haberse amado contra viento y marea.

Edith Piaf, Chopin, Bizet, Maria Callas… ¡tantos músicos tristes y únicos congregados aquí!.

El Requiem de Cherubini llega a su parte final justo cuando atisbo, a unas decenas de metros, la esfinge alada de la tumba de Oscar Wilde. Centenares de imbéciles, confundiendo la admiración con el deseo vano de dejar una impronta que los perpetúe junto a su ídolo, han ido arrojando un rastro de besos de carmín, grafitis y corazones, cubriendo el mausoleo de ridícula basura.

“Hoy se conoce el precio de todo pero el valor de nada” Las palabras del irlandés retumban en mi cabeza, a la vez que el Requiem se extingue con una lenta marcha fúnebre punteada por sombríos y amortiguados golpes de timbal.

Cementerios y música

Un paseo otoñal por Père Lachaise
Luis del Palacio
jueves, 7 de noviembre de 2013, 09:17 h (CET)
Parece que el mes de noviembre, cuando los grandes bosques del hemisferio norte se tiñen de oro viejo, ocres y tonos anaranjados, es propio para hablar de los muertos.

Es el mes de las setas, del orujo añejo y de la música fúnebre. Antes, del Tenorio; ahora, de Halloween y memeces semejantes.

En España hay pocos cementerios urbanos por los que sea un placer perderse, deambular, sentarse en un banco a contemplar ese conjunto heterogéneo de lápidas y cruces, ángeles absortos, verjas herrumbrosas, violines de piedra… Pero en París, adonde vengo a encontrarme de tarde en tarde con los fantasmas de tres viejos amigos (Oscar Wilde, Jean Francois Campollion y Luigi Cherubini) existe uno que los reúne, quizá por azar, y en el que no es raro hallar ese encanto difícil, memento mori, lo más alejado de las flores de plástico y los rituales vacíos: la necrópolis de Père Lachaise.

Wilde acabó sus días en la capital de Francia, huyendo del descrédito, tras haber pasado dos años en la cárcel por el “delito” de ser amante de lord Alfred Douglas, un joven imbuido por las ideas esteticistas de su mentor, hijo de un brutal Par del Reino que no cejó hasta arrastrar por el fango al que, según él, había mancillado el honor familiar. La Inglaterra victoriana, que lo había admirado hasta convertirlo en un icono, acabó por arrojarlo al albañal. Ni sus hijos conservaron su nombre. Y todo por un lio de faldas o, en este caso, de pantalones. Muchos años después sus admiradores levantaron aquí su mausoleo; un conjunto modernista hecho en granito, obra de Jacob Epstein, que evoca el arte del Antiguo Egipto.

Y fue precisamente Champollion, el Joven, otra especie de apátrida en su tierra. Acaso la reencarnación de algún sabio oriental, pues hasta en su aspecto físico era tan poco europeo, tan poco francés, como en sus aficiones y conocimientos. Niño que a los diez años hablaba y escribía en hebreo, caldeo, árabe, griego y copto, la lengua heredada de los antiguos egipcios. Descifró la Piedra Rosetta, clave de la escritura jeroglífica, viajó a Kemet, la Tierra Negra, origen de su pasión (pasión diferente a la de Oscar Wilde, pero pasión al fin) y murió a los cuarenta y un años, tan famoso como pobre.

Cherubini es uno de los muchos músicos que habitan aquí. La música de su Requiem en do menor (compuso otro en re) es como el Ba que sale de su tumba por la mañana para regresar al anochecer. Nadie sabe que mi paseo comienza precisamente ante su mausoleo, presidido por su busto y rodeado de figuras alegóricas a la música, ni que mi dedo presiona en ese momento el botón mágico que iniciará los primeros compases, lúgubres, de la cuerda grave, que anteceden al coro: “Requiem aeternan dona eis Domine” (Dales, Señor, el descanso eterno) Mis pies avanzan por la avenida. A ambos lados tumbas y cruces; árboles cubiertos de su manto de otoño, perros, gatos, niños sin edad, bustos de piedra… He olvidado a medias el camino (han pasado varios años desde la última vez) pero no importa. Llego primero a la tumba de Champollion. Distingo a cierta distancia el obelisco gris que se alza frente a ella. Me detengo; observo, toco. Hay que tocar las piedras. La fanfarria del “Dies irae” se mezcla con las voces del coro: “Día de la ira, de la ira tremenda” Un himno medieval que cuenta lo que ocurrirá el día del Juicio Final (“coget omnes ante Thronum”) cuando nos hallemos postrados ante el Trono. Evoco a dos personajes medievales enterrados aquí, Abelardo y Eloisa, que pagaron con sus vidas por el único pecado que no lo es: haberse amado contra viento y marea.

Edith Piaf, Chopin, Bizet, Maria Callas… ¡tantos músicos tristes y únicos congregados aquí!.

El Requiem de Cherubini llega a su parte final justo cuando atisbo, a unas decenas de metros, la esfinge alada de la tumba de Oscar Wilde. Centenares de imbéciles, confundiendo la admiración con el deseo vano de dejar una impronta que los perpetúe junto a su ídolo, han ido arrojando un rastro de besos de carmín, grafitis y corazones, cubriendo el mausoleo de ridícula basura.

“Hoy se conoce el precio de todo pero el valor de nada” Las palabras del irlandés retumban en mi cabeza, a la vez que el Requiem se extingue con una lenta marcha fúnebre punteada por sombríos y amortiguados golpes de timbal.

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