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Por qué demonios no podemos hablar y escribir que desde tiempos remotos La literatura mechada campea con sus sistemas publicitarios y plumas agradecidas

Literatura mechada

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Una sociedad en la que vivimos o malvivimos adorando dioses falsos. De igual forma que existe carne mechada con guadaña de muerte, también existe, aunque no tan mortal para el cuerpo pero sí para la mente, La literatura mechada.


Una competencia entre distintas editoriales en busca del hallazgo de un tiempo perdido, que no es el de Proust ni por asomo. Una sociedad pringosa en la que chapoteamos. Donde ellos son los que mandan y ordenan, nosotros, los humillados y ofendidos. O bien obedecemos o ingerimos carne mechada. Por qué demonios no podemos hablar y escribir que desde tiempos remotos La literatura mechada campea con sus sistemas publicitarios y plumas agradecidas.


Escritores tan obsesionados por la imagen y los medios de comunicación, que presentan sus novelas con magníficas portadas y reseñas en grandes actos con copa de vino español incluida. Aunque las páginas solamente ofrecen el programado aburrimiento de su egolatría.


Escribió Thomas Hardy, cuando sumaba cuarenta y seis años de edad, El alcalde de Casterbridge, considerada una de sus mejores obras de ficción. Verdad que no fue una valoración desmedida. La lectura de este melodrama, auténtico modelo literario de lo que deberían ser los culebrones, nada lacrimógenos y mucho menos chabacanos y repetitivos. La novela es todo un ejemplo de perfección literaria que certifica con absoluta propiedad su prestigio como novelista trágico con el que hoy día se reconoce su valía.


Un día Narciso descubre que en los múltiples espejos que tenía repartido por toda la casa, no reflejaba su enfermizo ego personal. Entonces comprendió su razón de no ser el elegido y mandó romper todos los espejos. Se quedó solo, señalando el blanco húmedo por la lágrima del pobre.


Al no conseguir aprobar el examen de ingreso como soldado raso en el Ejército de Tierra, buscó amistades solventes, se afilió a un partido político en el que lo nombraron Director General de cualquier cosa literaria con tarjeta de crédito incluidos amoríos y otros gastos personales. Jorge Semprún, autor de Viviré con su nombre, morirá con el mío, fue un intelectual y luchador íntegro en favor de la democracia. Como resistente sufrió en sus propias carnes la miseria de los campos de exterminio. Preciso y transparente, comprometido con su propia creación de alta calidad literaria y humana. Nos ha dejado una obra de valores humanos e históricos conmovedores. Si un tipo cualquiera en la barra de un bar, en la cola de los parados o en la puerta de una iglesia, le cuenta su experiencia en el ejército, no dudes volverle la espalda.

Fue una ministra de cultura, que se quedará en la historia, pues al ser tan poco culta, aunque sí dicharachera, tuvieron que ocultarla ante la opinión pública. Y el partido le otorgó un premio de reconocimiento.


El escritor italiano Italo Calvino afirmó con claridad meridiana: “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”, sin embargo para muchos, los clásicos, por lo que se palpa, significan la alarmante llamada a tener que salir de estampida por considerarlos aburridos y anticuados. Huyen de ellos como si apestaran, pues son considerados algo pesado y pasado de moda. Que sí, que están ahí, pero que no merece la pena dedicar el tiempo en leerlos. Alabados aquellos que creen en los mitos de los dioses. A la hora del rezo, unidos como hermanos, modelo y botón muestra de cariño fraternal ¡Hermandad! A la hora de comer, unos comen gandinga y otros lomos asados.


Tras su muerte, el pintor holandés Johannes Vermeer quedó olvidado con tan lamentable desdén que no fue descubierto hasta el siglo XIX. Sus cuadros vagaron de un lugar a otro. Nada extraño en el mundo del arte y la literatura en épocas pasadas, cuando tantos genios y maestros fueron incomprendidos. El pintor flamenco, cuya familia pagaba a los tenderos las deudas de los alimentos con cuadros hoy altamente codiciados, fue exigente consigo mismo hasta lograr obras de una intimidad conmovedora. Lastimosa situación está de cambiar arte por pan y mantequilla. 

Literatura mechada

Por qué demonios no podemos hablar y escribir que desde tiempos remotos La literatura mechada campea con sus sistemas publicitarios y plumas agradecidas
Francisco Vélez Nieto
lunes, 7 de octubre de 2019, 12:18 h (CET)

Una sociedad en la que vivimos o malvivimos adorando dioses falsos. De igual forma que existe carne mechada con guadaña de muerte, también existe, aunque no tan mortal para el cuerpo pero sí para la mente, La literatura mechada.


Una competencia entre distintas editoriales en busca del hallazgo de un tiempo perdido, que no es el de Proust ni por asomo. Una sociedad pringosa en la que chapoteamos. Donde ellos son los que mandan y ordenan, nosotros, los humillados y ofendidos. O bien obedecemos o ingerimos carne mechada. Por qué demonios no podemos hablar y escribir que desde tiempos remotos La literatura mechada campea con sus sistemas publicitarios y plumas agradecidas.


Escritores tan obsesionados por la imagen y los medios de comunicación, que presentan sus novelas con magníficas portadas y reseñas en grandes actos con copa de vino español incluida. Aunque las páginas solamente ofrecen el programado aburrimiento de su egolatría.


Escribió Thomas Hardy, cuando sumaba cuarenta y seis años de edad, El alcalde de Casterbridge, considerada una de sus mejores obras de ficción. Verdad que no fue una valoración desmedida. La lectura de este melodrama, auténtico modelo literario de lo que deberían ser los culebrones, nada lacrimógenos y mucho menos chabacanos y repetitivos. La novela es todo un ejemplo de perfección literaria que certifica con absoluta propiedad su prestigio como novelista trágico con el que hoy día se reconoce su valía.


Un día Narciso descubre que en los múltiples espejos que tenía repartido por toda la casa, no reflejaba su enfermizo ego personal. Entonces comprendió su razón de no ser el elegido y mandó romper todos los espejos. Se quedó solo, señalando el blanco húmedo por la lágrima del pobre.


Al no conseguir aprobar el examen de ingreso como soldado raso en el Ejército de Tierra, buscó amistades solventes, se afilió a un partido político en el que lo nombraron Director General de cualquier cosa literaria con tarjeta de crédito incluidos amoríos y otros gastos personales. Jorge Semprún, autor de Viviré con su nombre, morirá con el mío, fue un intelectual y luchador íntegro en favor de la democracia. Como resistente sufrió en sus propias carnes la miseria de los campos de exterminio. Preciso y transparente, comprometido con su propia creación de alta calidad literaria y humana. Nos ha dejado una obra de valores humanos e históricos conmovedores. Si un tipo cualquiera en la barra de un bar, en la cola de los parados o en la puerta de una iglesia, le cuenta su experiencia en el ejército, no dudes volverle la espalda.

Fue una ministra de cultura, que se quedará en la historia, pues al ser tan poco culta, aunque sí dicharachera, tuvieron que ocultarla ante la opinión pública. Y el partido le otorgó un premio de reconocimiento.


El escritor italiano Italo Calvino afirmó con claridad meridiana: “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”, sin embargo para muchos, los clásicos, por lo que se palpa, significan la alarmante llamada a tener que salir de estampida por considerarlos aburridos y anticuados. Huyen de ellos como si apestaran, pues son considerados algo pesado y pasado de moda. Que sí, que están ahí, pero que no merece la pena dedicar el tiempo en leerlos. Alabados aquellos que creen en los mitos de los dioses. A la hora del rezo, unidos como hermanos, modelo y botón muestra de cariño fraternal ¡Hermandad! A la hora de comer, unos comen gandinga y otros lomos asados.


Tras su muerte, el pintor holandés Johannes Vermeer quedó olvidado con tan lamentable desdén que no fue descubierto hasta el siglo XIX. Sus cuadros vagaron de un lugar a otro. Nada extraño en el mundo del arte y la literatura en épocas pasadas, cuando tantos genios y maestros fueron incomprendidos. El pintor flamenco, cuya familia pagaba a los tenderos las deudas de los alimentos con cuadros hoy altamente codiciados, fue exigente consigo mismo hasta lograr obras de una intimidad conmovedora. Lastimosa situación está de cambiar arte por pan y mantequilla. 

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