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Si me preguntaran si he triunfado en la vida tendría que contestarles con un rotundo no

Una expansión desde la atalaya de los 89

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Durante una noche de un 6 de octubre de hace 89 años, mi madre decidió contribuir con un ciudadano más al censo electoral de la nación española, al menos en calidad de aspirante. En muchas ocasiones me he preguntado, lo que hubiera hecho si, en aquellos momentos de neonato, hubiera podido tener la visión de lo que me esperaba vivir durante tantos años, algo que, por cierto, nunca pensé llegar a alcanzar. Los momentos felices a los que, no tantas veces como hubiera querido, he tenido ocasión de disfrutar o los malos ratos que, unas veces por culpa de una timidez causada quizá por una infancia en la que la salud no me acompañó, o a las circunstancias adversas con las que tuve que apechugar; por supuesto bajo la protección de mis padres que procuraban tenerme alejado de aquellos difíciles años de una república, la II República que sustituyó a la monarquía cuando todavía no había cumplido mi primer año de vida o los horrores de una Guerra Civil, cuando ya empezaba a tener uso de razón, la suficiente para asustarme cuando venían a bombardear la isla o el sentir el olor del miedo en aquellas escaleras que daban a una cueva a la orilla de la bahía de Palma, constituida en improvisado refugio, en la que se aglomeraban los vecinos en pijamas o niños envueltos en edredones para soportar mejor el frío de aquel lugar insalubre mientras fuera sonaban las explosiones de las bombas.

Sin duda, aunque ello no constituya una excepción, puedo decir que los momentos de inseguridad, los de temor, aquellos de extremo nerviosismo o aquellos otros de decaimiento, estrés, impotencia, inseguridad y sensación de no ser capaz de formar parte de una sociedad que parecía empeñada en no dejarme participar de ella, me estuvieron acompañando durante una parte importante de mi existencia. De físico desgarbado, extremadamente alto (1´80m) para lo que se estilaba en aquellos tiempos y delgado, sumamente delgado, demasiado para formar parte de una adolescencia en la que mi aspecto difería diametralmente del estereotipo de varón que gustaba a las chicas por aquellos años; me obligaban a llevar conmigo, aparte de mi sombra alargada, un complejo de inferioridad, agravado por un acné juvenil que todavía acrecentaba más mi imagen de tímido y retraído.

Así y todo, siempre tuve un agarradero que fue el que me permitió conocer y luego casarme con mi esposa Isabel, no sé si por tener la necesidad de expresar lo que llevaba dentro, de conseguir interesar a través de la palabra aflorando a través de ella, aquellos sentimientos que se ocultaban detrás de un físico poco agraciado o, por estar dotado de una imaginación que nunca me ha abandonado y me ha permitido solventar muchos momentos desagradables, refugiándome dentro de mí, como si fuera en la cueva de Alí Baba donde siempre he encontrado riquezas inmateriales, grandes fortunas en forma de aventuras inimaginables en la realidad, sensaciones imposibles de describir y, sobre todo, refugio, aislamiento, sensación de seguridad y, por encima de todo, evasión de todo aquello que la realidad, en ocasiones muy dura, me ha intentado imponer. En realidad, me ha resultado fácil escrutar tras la coraza con la que las personas se parapetan para evitar que se pueda acceder a lo que esconden dentro de aquel rincón oculto de su alma, en el que suelen guardar aquellas partes de su existencia que prefieren que no trasciendan. Ello me ha resultado muy útil, tanto para granjearme amistades, como para saber decirles aquello que intuyo que las va a agradar, a permitirles sincerarse conmigo y darles confianza en que no les voy a traicionar.

Si me preguntaran si he triunfado en la vida tendría que contestarles con un rotundo no. Si me sometieran a un tercer grado es probable que tuviera que declarar que, donde me encuentro más tranquilo, en lo que me siento más confortable y a lo que nunca quisiera tener que renunciar, es precisamente a esta expansión que he encontrado en aquel momento, cuando me siento ante el ordenador y tengo una página en blanco en la que puedo ir escribiendo las palabras que dejan que mis pensamientos, mis ideas, mis opiniones y todo aquello en lo que confío o me desagrada, pueda brotar libremente de mi imaginación para que aquellas personas que quieran leerme, aunque sólo fuera una sola, puedan compartir conmigo esta intimidad que proporciona la lectura, entre el comunicante y aquel que se comunica con él.

Hoy, a diferencia de lo que en mí es habitual, voy a ser escueto, breve y comedido en mi exposición. Y es que, señores, al llegar a los 89 años uno empieza a sentir miedo a que sus hormonas dejen de responderle, algo por lo que siento verdadero pavor, sin que ante este sentimiento pueda hacer nada para evitar que se haya convertido en una obsesión. Me he hecho el propósito de que, en cuando la gente empiece a sentirse incómoda cuando hable conmigo o vea que mi conversación les aburra o que las palabras, cuando escribo, se vayan amontonando sin transmitir fielmente lo que intento decir; entonces, señores, le pido a Dios que me permita darme cuenta de que ha llegado el momento de decir adiós y de ser capaz de retirarme a tiempo.

Hoy me he tomado la licencia de abrir mi corazón a aquellas personas que me honran con leer mis comentarios, siempre modestos, pero escritos con honradez y sin dejar que el miedo al qué dirán, el temor a lo que pudieran hacer los poderosos o un exceso de prudencia me impidieran decir con franqueza todo aquello que, según mi juicio, puede ser interesante comentar.

Tengo que agradecer, desde mis 89 años de edad, a todos aquellos medios que me han permitido ocupar un espacio en sus páginas durante tanto tiempo.

O esto es, señores, lo que desde la óptica de un ciudadano de a pie, es todo lo que, en esta ocasión, he pensado que quería decirles. Perdón por si me he extralimitado. Prometo no reincidir.

Una expansión desde la atalaya de los 89

Si me preguntaran si he triunfado en la vida tendría que contestarles con un rotundo no
Miguel Massanet
lunes, 7 de octubre de 2019, 12:10 h (CET)

Durante una noche de un 6 de octubre de hace 89 años, mi madre decidió contribuir con un ciudadano más al censo electoral de la nación española, al menos en calidad de aspirante. En muchas ocasiones me he preguntado, lo que hubiera hecho si, en aquellos momentos de neonato, hubiera podido tener la visión de lo que me esperaba vivir durante tantos años, algo que, por cierto, nunca pensé llegar a alcanzar. Los momentos felices a los que, no tantas veces como hubiera querido, he tenido ocasión de disfrutar o los malos ratos que, unas veces por culpa de una timidez causada quizá por una infancia en la que la salud no me acompañó, o a las circunstancias adversas con las que tuve que apechugar; por supuesto bajo la protección de mis padres que procuraban tenerme alejado de aquellos difíciles años de una república, la II República que sustituyó a la monarquía cuando todavía no había cumplido mi primer año de vida o los horrores de una Guerra Civil, cuando ya empezaba a tener uso de razón, la suficiente para asustarme cuando venían a bombardear la isla o el sentir el olor del miedo en aquellas escaleras que daban a una cueva a la orilla de la bahía de Palma, constituida en improvisado refugio, en la que se aglomeraban los vecinos en pijamas o niños envueltos en edredones para soportar mejor el frío de aquel lugar insalubre mientras fuera sonaban las explosiones de las bombas.

Sin duda, aunque ello no constituya una excepción, puedo decir que los momentos de inseguridad, los de temor, aquellos de extremo nerviosismo o aquellos otros de decaimiento, estrés, impotencia, inseguridad y sensación de no ser capaz de formar parte de una sociedad que parecía empeñada en no dejarme participar de ella, me estuvieron acompañando durante una parte importante de mi existencia. De físico desgarbado, extremadamente alto (1´80m) para lo que se estilaba en aquellos tiempos y delgado, sumamente delgado, demasiado para formar parte de una adolescencia en la que mi aspecto difería diametralmente del estereotipo de varón que gustaba a las chicas por aquellos años; me obligaban a llevar conmigo, aparte de mi sombra alargada, un complejo de inferioridad, agravado por un acné juvenil que todavía acrecentaba más mi imagen de tímido y retraído.

Así y todo, siempre tuve un agarradero que fue el que me permitió conocer y luego casarme con mi esposa Isabel, no sé si por tener la necesidad de expresar lo que llevaba dentro, de conseguir interesar a través de la palabra aflorando a través de ella, aquellos sentimientos que se ocultaban detrás de un físico poco agraciado o, por estar dotado de una imaginación que nunca me ha abandonado y me ha permitido solventar muchos momentos desagradables, refugiándome dentro de mí, como si fuera en la cueva de Alí Baba donde siempre he encontrado riquezas inmateriales, grandes fortunas en forma de aventuras inimaginables en la realidad, sensaciones imposibles de describir y, sobre todo, refugio, aislamiento, sensación de seguridad y, por encima de todo, evasión de todo aquello que la realidad, en ocasiones muy dura, me ha intentado imponer. En realidad, me ha resultado fácil escrutar tras la coraza con la que las personas se parapetan para evitar que se pueda acceder a lo que esconden dentro de aquel rincón oculto de su alma, en el que suelen guardar aquellas partes de su existencia que prefieren que no trasciendan. Ello me ha resultado muy útil, tanto para granjearme amistades, como para saber decirles aquello que intuyo que las va a agradar, a permitirles sincerarse conmigo y darles confianza en que no les voy a traicionar.

Si me preguntaran si he triunfado en la vida tendría que contestarles con un rotundo no. Si me sometieran a un tercer grado es probable que tuviera que declarar que, donde me encuentro más tranquilo, en lo que me siento más confortable y a lo que nunca quisiera tener que renunciar, es precisamente a esta expansión que he encontrado en aquel momento, cuando me siento ante el ordenador y tengo una página en blanco en la que puedo ir escribiendo las palabras que dejan que mis pensamientos, mis ideas, mis opiniones y todo aquello en lo que confío o me desagrada, pueda brotar libremente de mi imaginación para que aquellas personas que quieran leerme, aunque sólo fuera una sola, puedan compartir conmigo esta intimidad que proporciona la lectura, entre el comunicante y aquel que se comunica con él.

Hoy, a diferencia de lo que en mí es habitual, voy a ser escueto, breve y comedido en mi exposición. Y es que, señores, al llegar a los 89 años uno empieza a sentir miedo a que sus hormonas dejen de responderle, algo por lo que siento verdadero pavor, sin que ante este sentimiento pueda hacer nada para evitar que se haya convertido en una obsesión. Me he hecho el propósito de que, en cuando la gente empiece a sentirse incómoda cuando hable conmigo o vea que mi conversación les aburra o que las palabras, cuando escribo, se vayan amontonando sin transmitir fielmente lo que intento decir; entonces, señores, le pido a Dios que me permita darme cuenta de que ha llegado el momento de decir adiós y de ser capaz de retirarme a tiempo.

Hoy me he tomado la licencia de abrir mi corazón a aquellas personas que me honran con leer mis comentarios, siempre modestos, pero escritos con honradez y sin dejar que el miedo al qué dirán, el temor a lo que pudieran hacer los poderosos o un exceso de prudencia me impidieran decir con franqueza todo aquello que, según mi juicio, puede ser interesante comentar.

Tengo que agradecer, desde mis 89 años de edad, a todos aquellos medios que me han permitido ocupar un espacio en sus páginas durante tanto tiempo.

O esto es, señores, lo que desde la óptica de un ciudadano de a pie, es todo lo que, en esta ocasión, he pensado que quería decirles. Perdón por si me he extralimitado. Prometo no reincidir.

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