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Las mayorías democráticas son condición necesaria pero no suficiente para mantener el poder

Un programa, un líder y un partido

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La legitimación de la autoridad – en palabras de Weber, sociólogo alemán – es necesaria para ejercitar una violencia consensuada. Gracias al contrato social entre electores y elegidos, las élites son las titulares del poder encomendado. Existen – sigo reproduciendo el pensamiento de Max – diferentes mecanismos para legitimar el uso de la fuerza por parte de los gobernantes. Los pueblos de antaño. Pueblos bañados por las aguas del pensamiento divino estaban gobernados por representes terrenales de las fuerzas trascendentales.

Todo el periplo clásico estuvo legitimado por unos dioses sentenciadores y dueños de la moralidad colectiva. La tradición, o dicho de otro modo, la legitimación genética del poder dio lugar a la era de las monarquías absolutas. Los reyes de antes, y los reductos de ahora, eran, y son, garantes de un poder heredado por “razones” de honor y sangre. Poder, decía, protegido en las democracias actuales por los marcos constitucionales. La legitimación del poder mediante el empleo de la racionalidad reemplazó a los antiguos instrumentos legitimadores – divinidad y tradición – por los sistemas electorales contemporáneos.

La pretensión de legitimidad -en palabras del viejo Weber- ha sido, y es, un tira y afloja en el devenir histórico del mandato. Si miramos atrás, y es conveniente que lo hagamos de vez en cuando, nos daremos cuenta que jefecillos como Franco utilizaron los mimbres de la divinidad para justificar – como les decía atrás - el uso legítimo de la fuerza. “El caudillo de España por la gracia de Dios” fue la fórmula utilizada por Francisco para sancionar a quienes atravesaran sus líneas dictatoriales. Existen – como ustedes saben bien – sombras de poderes absolutos al acecho de instituciones “simbólicamente” democráticas. Mandatarios, no muy lejos de aquí, que consiguen su perpetuación en el poder haciendo un mal uso de la legitimidad. Por ello, y en eso discrepo con Weber, la legitimación no debe agotarse con los tipos ideales que la sustentan sino con la praxis que las élites hacen de la mismo. Hitler es el contraejemplo paradigmático que mejor ilustra la crítica que les planteo. Este señor llegó al poder en una Alemania azotada por el hambre y la desesperación. La retórica de su discurso le sirvió para que la ceguera de un pueblo analfabeto le depositase – a través de la razón – la legitimación que el mismo pretendía. Una vez conseguido el cetro soberano hizo del mismo el peor uso que todos conocemos.

En las democracias actuales la ideología – en términos weberianos – es la encargada de llenar la brecha existente entre: las pretensiones de legitimidad de los aspirantes al poder, y las creencias de dicha legitimidad por parte de los futuros gobernados. Cuanto más cerca estén ambas orillas, menos tensión ideológica hay entre pretensiones y creencias y, por lo tanto, mayor fortaleza legítima ostentará la autoridad. Ahora bien cuando las pretensiones de legitimidad – basadas en un partido, un programa y un líder – no son fieles a las creencias “a priori” del electorado, el uso de la autoridad tiene los días contados en los círculos de la ética política. En la Hispania de Rajoy pasa algo parecido a lo que el viejo Weber planteó. El programa, el partido y el líder que legitimó a la derecha para ostentar el cetro de la Moncloa no se corresponden, en absoluto, con la racionalidad que, en su día, sirvió a los electores para depositar en tales siglas: el uso legítimo del poder.

A pocos meses para el ecuador de la legislatura, el gobierno de Mariano ha gobernado sin atender a los tres pilares fundamentales de su legitimidad. Rajoy - como dicen en los bares – está gobernando de espaldas al programa electoral que lo legitimó. En días como hoy, el Partido Popular está manchado por la presunta corrupción interna ante los supuestos tejes y manejes de su ex tesorero. Hoy más que ayer, el carisma del inquilino de la Moncloa cae, a marchas forzadas, en los sondeos recientes del CIS. Las mareas ciudadanas y el deterioro de la “marca España” en la esfera internacional son los síntomas manifiestos de las grietas que se esconden en nuestra estructura de legitimidad. A día de hoy, las mayorías democráticas son condición necesaria pero no suficiente para mantener el poder. Son necesarias, decía, para construir la lógica aritmética de las legislaturas pero son insuficientes para garantizar el uso legítimo del poder. Así las cosas, Rajoy ostenta la legitimidad cuantitativa para abrir y cerrar las ventanas de la Moncloa pero, sin embargo, el incumplimiento de su programa, las grietas de su partido y su endémico carisma; invitan a que se vaya.

Un programa, un líder y un partido

Las mayorías democráticas son condición necesaria pero no suficiente para mantener el poder
Abel Ros
miércoles, 7 de agosto de 2013, 07:52 h (CET)
La legitimación de la autoridad – en palabras de Weber, sociólogo alemán – es necesaria para ejercitar una violencia consensuada. Gracias al contrato social entre electores y elegidos, las élites son las titulares del poder encomendado. Existen – sigo reproduciendo el pensamiento de Max – diferentes mecanismos para legitimar el uso de la fuerza por parte de los gobernantes. Los pueblos de antaño. Pueblos bañados por las aguas del pensamiento divino estaban gobernados por representes terrenales de las fuerzas trascendentales.

Todo el periplo clásico estuvo legitimado por unos dioses sentenciadores y dueños de la moralidad colectiva. La tradición, o dicho de otro modo, la legitimación genética del poder dio lugar a la era de las monarquías absolutas. Los reyes de antes, y los reductos de ahora, eran, y son, garantes de un poder heredado por “razones” de honor y sangre. Poder, decía, protegido en las democracias actuales por los marcos constitucionales. La legitimación del poder mediante el empleo de la racionalidad reemplazó a los antiguos instrumentos legitimadores – divinidad y tradición – por los sistemas electorales contemporáneos.

La pretensión de legitimidad -en palabras del viejo Weber- ha sido, y es, un tira y afloja en el devenir histórico del mandato. Si miramos atrás, y es conveniente que lo hagamos de vez en cuando, nos daremos cuenta que jefecillos como Franco utilizaron los mimbres de la divinidad para justificar – como les decía atrás - el uso legítimo de la fuerza. “El caudillo de España por la gracia de Dios” fue la fórmula utilizada por Francisco para sancionar a quienes atravesaran sus líneas dictatoriales. Existen – como ustedes saben bien – sombras de poderes absolutos al acecho de instituciones “simbólicamente” democráticas. Mandatarios, no muy lejos de aquí, que consiguen su perpetuación en el poder haciendo un mal uso de la legitimidad. Por ello, y en eso discrepo con Weber, la legitimación no debe agotarse con los tipos ideales que la sustentan sino con la praxis que las élites hacen de la mismo. Hitler es el contraejemplo paradigmático que mejor ilustra la crítica que les planteo. Este señor llegó al poder en una Alemania azotada por el hambre y la desesperación. La retórica de su discurso le sirvió para que la ceguera de un pueblo analfabeto le depositase – a través de la razón – la legitimación que el mismo pretendía. Una vez conseguido el cetro soberano hizo del mismo el peor uso que todos conocemos.

En las democracias actuales la ideología – en términos weberianos – es la encargada de llenar la brecha existente entre: las pretensiones de legitimidad de los aspirantes al poder, y las creencias de dicha legitimidad por parte de los futuros gobernados. Cuanto más cerca estén ambas orillas, menos tensión ideológica hay entre pretensiones y creencias y, por lo tanto, mayor fortaleza legítima ostentará la autoridad. Ahora bien cuando las pretensiones de legitimidad – basadas en un partido, un programa y un líder – no son fieles a las creencias “a priori” del electorado, el uso de la autoridad tiene los días contados en los círculos de la ética política. En la Hispania de Rajoy pasa algo parecido a lo que el viejo Weber planteó. El programa, el partido y el líder que legitimó a la derecha para ostentar el cetro de la Moncloa no se corresponden, en absoluto, con la racionalidad que, en su día, sirvió a los electores para depositar en tales siglas: el uso legítimo del poder.

A pocos meses para el ecuador de la legislatura, el gobierno de Mariano ha gobernado sin atender a los tres pilares fundamentales de su legitimidad. Rajoy - como dicen en los bares – está gobernando de espaldas al programa electoral que lo legitimó. En días como hoy, el Partido Popular está manchado por la presunta corrupción interna ante los supuestos tejes y manejes de su ex tesorero. Hoy más que ayer, el carisma del inquilino de la Moncloa cae, a marchas forzadas, en los sondeos recientes del CIS. Las mareas ciudadanas y el deterioro de la “marca España” en la esfera internacional son los síntomas manifiestos de las grietas que se esconden en nuestra estructura de legitimidad. A día de hoy, las mayorías democráticas son condición necesaria pero no suficiente para mantener el poder. Son necesarias, decía, para construir la lógica aritmética de las legislaturas pero son insuficientes para garantizar el uso legítimo del poder. Así las cosas, Rajoy ostenta la legitimidad cuantitativa para abrir y cerrar las ventanas de la Moncloa pero, sin embargo, el incumplimiento de su programa, las grietas de su partido y su endémico carisma; invitan a que se vaya.

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