La vida del deportista profesional oscila siempre entre el heroísmo y el canallismo. Sobre todo en determinadas disciplinas donde reina la épica, en las que el atleta alcanza –y muchas veces excede- sus propios límites para conseguir la victoria, o simplemente para terminar la carrera. Es el caso, por ejemplo, del ciclismo en carretera o de las pruebas de larga distancia en atletismo. Una lucha del hombre contra sus rivales, pero sobre todo una lucha del hombre contra si mismo.
Y precisamente son estos deportes, atletismo y ciclismo, en los que más abundan últimamente los escándalos de dopaje. Anabolizantes, EPO, autotransfusiones sanguíneas... cualquier cosa con tal de mejorar el rendimiento. En el momento en que el atleta accede a consumir sustancias dudosas, deja de ser un deportista para convertirse en un competidor, que ya no lucha más que por superar a los otros, nunca por la superación personal.
Por eso es extraño que sea precisamente en las disciplinas más sufridas en aquellas en las que el doping salta más veces a la palestra. Para un ciclista, en su soledad de cinco horas, día tras día, sobre la bicicleta, saber que se dirige hacia el objetivo a base de pedal y sustancias prohíbidas debería ser un martilleo en el cerebro, una especie de tortura psicológica de saber que has ganado a los rivales pero has perdido tu batalla personal. Si es dura la soledad del corredor de fondo, más ha de serlo la del tramposo.
El sacrificio que exigen estas modalidades deportivas lleva muchas veces a los mediocres a buscar el éxito por una vía algo más cómoda, menos sufrida. Y traicionan de este modo a compañeros, aficionados, rivales y, sobre todo, al deporte.