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En el país dirigido por los zánganos jamás hay miel para los ciudadanos

Zánganos

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Triste país es aquel en que se les encarga legislar a los infractores y proteger los derechos de los trabajadores a quienes jamás han trabajado. Triste España, en fin, porque si no les llega nunca la miel a los ciudadanos, es sencillamente porque los zánganos son los que la dirigen, y estos no producen miel, sino que nacieron para joder, y joden.

Cuando uno le da un vistazo a los currículos de sus señorías en general, se le cae el alma a los pies. Nuestros excelentemente bien preparados titulados superiores tienen que marcharse del país a mendigar una posibilidad de supervivencia porque aquí no la tienen, mientras los parlamentos y los puestos claves del país están tomados en régimen vitalicio por zánganos que han sido incapaces no solamente de terminar una carrera —o ni de empezarla—, sino que, además, ni siquiera han trabajado en toda su total, completa y prescindible existencia. Tenemos treintaiséis años de democracia, y hay señorías y otros zánganos que llevan esos mismos treintaiséis años mamando de la teta del Estado a la sopa boba, a todo lujo y sin haber hecho absolutamente nada de provecho por su país. Y, claro, España va como va… y como seguirá yendo mientras los zánganos sigan zumbando en la indolencia del poder.

Para comprender algo, el requerimiento previso es conocerlo. Mayoritariamente, nuestros gobernantes, diputados, senadores, altos cargos y cargos menores de designación directa —y también toda esa flota de «asesores» puestos ahí exclusivamente para llevarse un sueldazo— no solamente disponen de una asnífica formación que les propulsa a soltar cotidianamente las estulticias con que regalan nuestros oídos y entontecen nuestros cerebros, sino que no han hecho en su zángana vida otra cosa que zumbar mientras se alimentan a costa de sus semejantes, esta ciudadanía que —merecido lo tiene— les votó para que les administraran. Quien a Dios se la dé, en fin, que san Pedro se la bendiga.

En la colmena del poder, algunos zánganos hay que disponen de un título universitario, aunque cuando se les escucha explicarse uno no pueda sino preguntarse que dónde se los regalaron. Y eso, claro, por no entrar en sus actos, propios, como no puede ser de otro modo, de la especie a la pertenecen, porque siempre la cabra tirará al monte. La mayoría de ellos, sin embargo, no dispone de título alguno, por más que crean que Dios ha de pedirles permiso para existir, y, para autoprotegerse, suelen poner a su servicio a golpe de talonario a quienes sí que tienen los dones de los que ellos carecen, como a todos esos opinadores a sueldo que van de tertulia en tertulia defendiendo los intereses del partido por algunos eurillos, y que, mientras pontifican sobre lo humano y lo divino, sacralizan este bipartidismo que nos está conduciendo directamente a la extinción de la actual sociedad, para esentar esa otra tan deseada poir los políticos de reinona, zánganos, soldados y obreros. Ya se pueden imaginar, ahora que los soldados son mercenarios, qué papel le queda en el juego a la ciudadanía. Pues, nada, que todavía los hay que votan a los zánganos, y los hay que escuchan a estos otros locuaces zánganos al servicio y sueldo de los otros zánganos.

Duele como una puñalada trapera escuchar a alguna de sus señorías —con un más que conocido pasado falangista y de ultra apaliza-rojos—, regalarnos consejos urbi et urbi porque ha publicado paja encuadernada con sus… memorias -¡como si supiera escribir!-, en las que, como es natural, él es dios en carne y hueso, y los demás tontosloshabas sin remedio clínico. Y lo hacen en «sus» medios, poniendo posturitas de filósofo que ha encontrado la verdad eterna en sus discurrimientos, cuando discurrir, lo que se dice discurrir, no sepa mucho lo que es, porque lleva toda su vida succionándole los jugos a alguien, sea un partido, otro partido o al mismo Estado. Y no, no estoy refiriéndome a Aznar… o no solamente a Aznar.

Solamente mentes extremadamente simples pueden creer que los instantes de bonanza que haya podido tener este país bajo los delirantes gobiernos de estos zánganos ha sido debido a alguna de sus cualidades, porque incluso en esos tales momentos se dedicaron a dilapidar el porvenir —quedándose por el camino cuanto era preceptivo para sus particulares intereses—, tal y como hoy podemos constatar. No pasa nada sin embargo, porque ahí siguen, bien pegaditos a sus poltronas, rodeados de lujos y parabienes, y saboreando la miel que producen precisamente esos mismos que, además de castigados, van y les votan para que sigan zanganeando.

Más allá de que durante buena parte de mi vida me he dedicado a la dirección de empresas, vivo desde hace bastante años del comercio internacional, y puedo afirmar que la especie de los zánganos no da puntada sin hilo. La corrupción es la fórmula arquetípica de funcionamiento del Estado, hasta tal extremo que no se entiende cómo no hay un ministerio que la regule. Y lo es, porque los zánganos no saben qué es el trabajo. Aquí, allí y en todas partes, se lo aseguro, la política no es sino la forma de hacerse rico y hacer ricos a muchos, muchísimos de los que rodean a los zánganos. Basta con que analicen las derivas de los precios, y que consideren que poco o nada se compra y se vende sin pagar comisiones, sobre las cuales —¡qué cosas!— los Estados cobran los impuestos. Les sorprendería saber, por ejemplo, que si a cualquier producto le quitamos las comisiones a trasmano, los impuestos sobre las comisiones ilegales (o mordidas, o coimas, o como quieran llamarlas), los precios descenderían en más de un 30%. Y eso en los bienes de consumo, porque en los grandes contratos con los Estados, las obras públicas, compra-ventas de negocios (Sanidad, Educación, Servicios, etc.)…, para qué les cuento. No se trata solamente de que es imposible físicamente que un partido se sostenga y mueva lo que mueve con los dineros que declara, sino que todos, creo yo que sin excepción, están metidos con las manos en la pringue, hasta el extremo de que tanto los zánganos particulares como los partidos y los testaferros que montan empresas a la sombra de la colmena y de informaciones privilegiadas, hacen su buen agosto.

Solamente una prueba: que se confronten propiedades a nombres propios y de testaferros con los ingresos de los zánganos —y todos los que viven gracias a sus licitaciones— y verán como están muy lejos de cuadrar, fortunas en paraísos fiscales aparte. Pero no se escandalice, porque esto es lo normal. Conozco a alguna gran empresa que quiso atajar la corrupción relevando a todos sus mandos corruptos…, y ahora no funciona. La corrupción ya es parte del mecanismo del Estado. Los zánganos lo han hecho posible, y lo alientan y santifican los otros zánganos a sueldo desde las tertulias, dándoles coartada a cambio de una propinilla. Quid pro quo.

Zánganos

En el país dirigido por los zánganos jamás hay miel para los ciudadanos
Ángel Ruiz Cediel
martes, 4 de junio de 2013, 10:09 h (CET)
Triste país es aquel en que se les encarga legislar a los infractores y proteger los derechos de los trabajadores a quienes jamás han trabajado. Triste España, en fin, porque si no les llega nunca la miel a los ciudadanos, es sencillamente porque los zánganos son los que la dirigen, y estos no producen miel, sino que nacieron para joder, y joden.

Cuando uno le da un vistazo a los currículos de sus señorías en general, se le cae el alma a los pies. Nuestros excelentemente bien preparados titulados superiores tienen que marcharse del país a mendigar una posibilidad de supervivencia porque aquí no la tienen, mientras los parlamentos y los puestos claves del país están tomados en régimen vitalicio por zánganos que han sido incapaces no solamente de terminar una carrera —o ni de empezarla—, sino que, además, ni siquiera han trabajado en toda su total, completa y prescindible existencia. Tenemos treintaiséis años de democracia, y hay señorías y otros zánganos que llevan esos mismos treintaiséis años mamando de la teta del Estado a la sopa boba, a todo lujo y sin haber hecho absolutamente nada de provecho por su país. Y, claro, España va como va… y como seguirá yendo mientras los zánganos sigan zumbando en la indolencia del poder.

Para comprender algo, el requerimiento previso es conocerlo. Mayoritariamente, nuestros gobernantes, diputados, senadores, altos cargos y cargos menores de designación directa —y también toda esa flota de «asesores» puestos ahí exclusivamente para llevarse un sueldazo— no solamente disponen de una asnífica formación que les propulsa a soltar cotidianamente las estulticias con que regalan nuestros oídos y entontecen nuestros cerebros, sino que no han hecho en su zángana vida otra cosa que zumbar mientras se alimentan a costa de sus semejantes, esta ciudadanía que —merecido lo tiene— les votó para que les administraran. Quien a Dios se la dé, en fin, que san Pedro se la bendiga.

En la colmena del poder, algunos zánganos hay que disponen de un título universitario, aunque cuando se les escucha explicarse uno no pueda sino preguntarse que dónde se los regalaron. Y eso, claro, por no entrar en sus actos, propios, como no puede ser de otro modo, de la especie a la pertenecen, porque siempre la cabra tirará al monte. La mayoría de ellos, sin embargo, no dispone de título alguno, por más que crean que Dios ha de pedirles permiso para existir, y, para autoprotegerse, suelen poner a su servicio a golpe de talonario a quienes sí que tienen los dones de los que ellos carecen, como a todos esos opinadores a sueldo que van de tertulia en tertulia defendiendo los intereses del partido por algunos eurillos, y que, mientras pontifican sobre lo humano y lo divino, sacralizan este bipartidismo que nos está conduciendo directamente a la extinción de la actual sociedad, para esentar esa otra tan deseada poir los políticos de reinona, zánganos, soldados y obreros. Ya se pueden imaginar, ahora que los soldados son mercenarios, qué papel le queda en el juego a la ciudadanía. Pues, nada, que todavía los hay que votan a los zánganos, y los hay que escuchan a estos otros locuaces zánganos al servicio y sueldo de los otros zánganos.

Duele como una puñalada trapera escuchar a alguna de sus señorías —con un más que conocido pasado falangista y de ultra apaliza-rojos—, regalarnos consejos urbi et urbi porque ha publicado paja encuadernada con sus… memorias -¡como si supiera escribir!-, en las que, como es natural, él es dios en carne y hueso, y los demás tontosloshabas sin remedio clínico. Y lo hacen en «sus» medios, poniendo posturitas de filósofo que ha encontrado la verdad eterna en sus discurrimientos, cuando discurrir, lo que se dice discurrir, no sepa mucho lo que es, porque lleva toda su vida succionándole los jugos a alguien, sea un partido, otro partido o al mismo Estado. Y no, no estoy refiriéndome a Aznar… o no solamente a Aznar.

Solamente mentes extremadamente simples pueden creer que los instantes de bonanza que haya podido tener este país bajo los delirantes gobiernos de estos zánganos ha sido debido a alguna de sus cualidades, porque incluso en esos tales momentos se dedicaron a dilapidar el porvenir —quedándose por el camino cuanto era preceptivo para sus particulares intereses—, tal y como hoy podemos constatar. No pasa nada sin embargo, porque ahí siguen, bien pegaditos a sus poltronas, rodeados de lujos y parabienes, y saboreando la miel que producen precisamente esos mismos que, además de castigados, van y les votan para que sigan zanganeando.

Más allá de que durante buena parte de mi vida me he dedicado a la dirección de empresas, vivo desde hace bastante años del comercio internacional, y puedo afirmar que la especie de los zánganos no da puntada sin hilo. La corrupción es la fórmula arquetípica de funcionamiento del Estado, hasta tal extremo que no se entiende cómo no hay un ministerio que la regule. Y lo es, porque los zánganos no saben qué es el trabajo. Aquí, allí y en todas partes, se lo aseguro, la política no es sino la forma de hacerse rico y hacer ricos a muchos, muchísimos de los que rodean a los zánganos. Basta con que analicen las derivas de los precios, y que consideren que poco o nada se compra y se vende sin pagar comisiones, sobre las cuales —¡qué cosas!— los Estados cobran los impuestos. Les sorprendería saber, por ejemplo, que si a cualquier producto le quitamos las comisiones a trasmano, los impuestos sobre las comisiones ilegales (o mordidas, o coimas, o como quieran llamarlas), los precios descenderían en más de un 30%. Y eso en los bienes de consumo, porque en los grandes contratos con los Estados, las obras públicas, compra-ventas de negocios (Sanidad, Educación, Servicios, etc.)…, para qué les cuento. No se trata solamente de que es imposible físicamente que un partido se sostenga y mueva lo que mueve con los dineros que declara, sino que todos, creo yo que sin excepción, están metidos con las manos en la pringue, hasta el extremo de que tanto los zánganos particulares como los partidos y los testaferros que montan empresas a la sombra de la colmena y de informaciones privilegiadas, hacen su buen agosto.

Solamente una prueba: que se confronten propiedades a nombres propios y de testaferros con los ingresos de los zánganos —y todos los que viven gracias a sus licitaciones— y verán como están muy lejos de cuadrar, fortunas en paraísos fiscales aparte. Pero no se escandalice, porque esto es lo normal. Conozco a alguna gran empresa que quiso atajar la corrupción relevando a todos sus mandos corruptos…, y ahora no funciona. La corrupción ya es parte del mecanismo del Estado. Los zánganos lo han hecho posible, y lo alientan y santifican los otros zánganos a sueldo desde las tertulias, dándoles coartada a cambio de una propinilla. Quid pro quo.

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