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"Soy un hombre y, por lo tanto, tengo dentro de mí a todos los demonios", Chesterton

Con el demonio en el cuerpo

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Quien todo fue delicadeza y con vehemencia susurró dulcísimas palabras de amor, el mismo que arrobado de pasión lloró de amor contemplando los fúlgidos luceros enamorados que titilaban en los ojos de su amada, un día se arrancó sus lágrimas y, convirtiéndolas en arma blanca, con ella le asestó veinte cuchilladas a la prenda de su corazón, asesinándola. Quien vio en la infancia un remanso de pureza en este albañal del mundo y dedicó su vida a buscar su júbilo y felicidad por medio de las prósperas e importantes compañías jugueteras que montó con este fin, llegado el momento dedicó sus mayores esfuerzos a la construcción de campos de exterminio en los que asesinó sin piedad y con crueldad inusitada a dos millones de niños. Y quien amó a su patria y al género humano hasta el dolor, cuando alcanzó el poder desató una contienda enloquecida que redujo su propia patria a una informe masa de ruinas y que procuró a la humanidad una matanza como nunca antes se había verificado sobre la Tierra. ¿Por qué?… En este punto, es muy apropiada la reflexión de Nietzsche: «También Dios tiene su Infierno: su amor a los hombres.»

Uno se pregunta qué le hace a un hombre volverse con tal ira contra lo mismo que ama, empujándole a destruir con desquiciada saña aquello mismo por lo estaba dispuesto a morir sin pestañear, y no puede sino responderse que la ira descontrolada. Pero es que la Ira no es sino la manifestación de un demonio terrible que habita dentro de los hombres.

Durante milenios, nuestros predecesores consideraron su propia existencia como el campo de una batalla que se libraba entre ángeles y demonios, que es decir entre las virtudes de cada cual y sus propios vicios. Daban por supuesto que los todos hombres, a medida que crecían y se desarrollaban, eran poseídos por siete demonios, los cuales, en determinadas circunstancias se mostraban con funestos resultados, suplantando y sustituyendo la naturaleza… «normal» de los individuos. Unas criaturas sobrenaturales que se alimentaban de las energías sutiles que generaban las personas, según la influencia de cada demonio —son los siete pecados capitales o los siete vicios ancestrales—, fortaleciéndose o debilitándose según la continencia o el control que la voluntad de cada persona ejerciera sobre su propia naturaleza. Para combatirlos, tenían dos remedios cuando su voluntad de controlarlo se manifestaba insuficiente: uno, a través del hambre, negándoles su alimento al potenciar las energía contrarias, que no era otro que aquel que precisaban para vivir —ira, en el caso del de la Ira, incontinencia, en el caso del de la Lujuria, etc.—, y su confianza en otras fuerzas igualmente sobrenaturales pero de sentido contrario, representado en su fe en los ángeles. Debido a esto, no solamente nacieron las oraciones como petitorio de auxilio en el control, sino también los amuletos protectores, tales como medallas o cosas por el estilo, que no son sino elementos de atracción de lo igual a lo que se aspira, atrayendo con ellos la protección de quienes podían contener a los propios dominios o incluso derrotarlos.

Hoy, todo esto de los ángeles y los demonios es considerado aberrante, mitos sin fundamento científico o sencillamente delirios producidos por la ignorancia de unos hombres y unas sociedades que eran incapaces de comprender el mundo en el que vivían y sus propias naturalezas. Se prefiere considerar a estos males ancestrales simplemente como vicios, problemas siquiátricos —en los casos más extremos— o nada más que como «particularidades» o «tendencias» normales de cada cual. Después de la muerte de los dioses, asesinados por el conocimiento pragmático de la Ciencia y la inanición que les ha procurado a las criaturas divinas la extinción de las fes y los credos, hoy consideramos que solamente nosotros sabemos de qué va la cosa, renegamos de todo el acervo que nos han procurado millones de años de evolución, y nos permitimos considerar a todos nuestros ancestros como simples idiotas, por más que no haya demasiado que mirar para comprender que, bien, lo que se dice bien, no es que nos vaya precisamente, y que todos esos «imaginarios demonios» pululan hoy por doquier como Pedro por su casa, con resultados como los que podemos corroborar no solamente en los libros de la Historia Contemporánea, sino en nuestro día a día: Soberbia —véase a los políticos, por ejemplo, pero no deje cada quien de mirarse a sí mismo en el espejo—; Avaricia —ni falta hace argumentarlo, porque nadie tiene nunca lo bastante de lo que sea—; Envidia —especialmente en España, todo se le perdona a cualquiera, menos el éxito de uno de los nuestros—; Ira —bastaría el argumento de la muerte de una mujer cada día y medio a manos de su examante o expareja, pero no se olviden las matanzas continuas que se generan por doquier ante nuestra indiferencia—; Lujuria —jamás antes hubo tant@s meretrices ni estuvo la incontinencia sexual tan bien vista como una conducta normal, aun estando al tanto de que la mayoría de esas personas que se prostituyen son sometidas por abominables demonios de carne y hueso—; Gula —en un país con hambre y en un mundo hambriento, jamás antes hubo más programas de cocina en los medios de difusión, ni nunca antes los hombres se sentaron para una mantenerse contemplativos mientas comen sin hambre—; y Pereza —hoy más que nunca, no hay mayor aspiración para cualquiera que vivir sin hacer nada de provecho, aunque sea a costa de otros—. Los hechos, mandan. Es posible que esto sea lo «normal» ahora, pero qué exacto parecido con lo que nuestra progenie afirmaba, ¿no?.

El otro día, una excelente amiga me comentó que su hija, en un ataque de ira, se trasformó por completo, cambiándola incluso el rostro de tal forma que ni siquiera se parecía a ella misma. Más allá de las barbaridades o no que pudiera pronunciar esta joven —del todo impropias en esa persona a la que conozco y admiro—, si hubiera sido un hombre y tuviera la capacidad de violencia que proporciona la testosterona, seguramente el episodio no hubiera quedado simplemente en un «espectáculo lamentable». Pasado el incidente, y una vez volvió a dominarse, todo en ella se convirtió en arrepentimiento, sentimientos de culpa y ruegos porque se le perdonara su proceder, ni siquiera reconociéndose a sí misma en ese suceso. Algo que es común en quienes pierden el control sobre ese demonio de la Ira que todos llevamos dentro, y también común en quienes son capaces de apreciar las consecuencias de no tener atados bien cortitos a los otros demonios que he mencionado. Sorprendería saber —si los jefes de los demonios que controlan el mundo actualmente lo consintieran— cuántas víctimas mortales causan cada uno esos siete demonios, sea el temible de la Ira, los aparentemente íntimos de la Gula o la Lujuria, o aun el falsamente inocuo de la Pereza.

En el caso de la hija de mi amiga no hay nada inusual, porque es una conducta cada día más habitual tanto en uno mismo como en las personas que nos rodean. Todos hemos presenciado multitud de manifestaciones de esos demonios por falta de control sobre ellos, y sabemos que en esas circunstancias cambian los semblantes de las personas que los liberan, acaso porque la cara sea el espejo del alma, y en esos momentos la voluntad de la persona ha sido anulada y se está manifestando su demonio particular. Cuando ese demonio, harto de alimento se duerme satisfecho, la persona vuelve a tomar el control de su propia vida, y, libre ya de él, muchas veces incluso no puede creerse lo que ha sido capaz de hacer o decir, viéndose abrumado por la culpa de tal modo que no para de suplicar disculpas y rogar perdón…hasta el próximo incidente.

La posesión demoniaca, acaso sea algo mucho más normal de lo que el común de los hombres imagina, incluso es posible que, o sí o sí, todos tengamos dentro a esos siete demonios y que su manifestación exterior solamente sea posible cuando perdemos el control sobre ellos o cuando les alimentamos en exceso, porque se hacen particularmente fuertes. Considerándolo así, de poco vale que un mortal se enfrente a voluntad desnuda con una criatura incomprensible que tiene millones de años de experiencia y se conoce todos los trucos, a no ser que cuente con el auxilio de otras criaturas sobrenaturales de mayor fuerza, pero de sentido positivo. Ya sé que esto es difícil de admitir, pero no conviene olvidar que los hombres apenas si vemos un escaso margen del espectro visible, escuchamos las vibraciones producidas en un estrecho margen de los sonidos posibles, y que en todo lo demás nuestras capacidades son extraordinariamente limitadas. No vemos las ondas de radio, pero existen; ni siquiera somos capaces de ver los bichos tangibles del orden microscópico, pero están ahí. Incluso los científicos afirman que habitamos en realidad un multiuniverso conformado por innumerables universos paralelos, de modo es más que probable que compartamos espacio y tiempo con miles de mundos y órdenes que no somos capaces de apreciar, simplemente porque vibramos en distinta frecuencia. Lo que ignoramos, es si algunas de las criaturas que habitan esos otros universos del multiuniverso —o en esas otras dimensiones— sí que pueden no solamente vernos, sino entrar en nuestro espacio-tiempo e interactuar con nosotros, incluso poseyéndonos en la forma y modo que hemos comentado.

Tal vez, lo que está sucediendo en realidad es que no somos tan listos como nos creemos, ni que alguien que haya aprobado con algo más de un cinco de nota media las asignaturas de cinco años de estudios superiores tenga la posesión de la verdad absoluta, y al final resulte que, efectivamente, habitamos un orden interferido por ángeles y demonios que libran su ancestral batalla en nuestros cuerpos o nuestras almas. Desde luego, si nos fijamos en nuestras propias conductas —y ya no hablemos de las de quienes observan procederes criminales extremos—, no queda otra que admitir que en muchas ocasiones nos conducimos como si tuviéramos metidos al diablo en el cuerpo. Y de ser así, ¿qué más natural hay que el que los jefes jerárquicos de estos diablos nos hagan creer que lo malo es bueno, para que así les procuremos buenos y fortalecedores alimentos a sus huestes?…

Con el demonio en el cuerpo

"Soy un hombre y, por lo tanto, tengo dentro de mí a todos los demonios", Chesterton
Ángel Ruiz Cediel
viernes, 31 de mayo de 2013, 11:51 h (CET)
Quien todo fue delicadeza y con vehemencia susurró dulcísimas palabras de amor, el mismo que arrobado de pasión lloró de amor contemplando los fúlgidos luceros enamorados que titilaban en los ojos de su amada, un día se arrancó sus lágrimas y, convirtiéndolas en arma blanca, con ella le asestó veinte cuchilladas a la prenda de su corazón, asesinándola. Quien vio en la infancia un remanso de pureza en este albañal del mundo y dedicó su vida a buscar su júbilo y felicidad por medio de las prósperas e importantes compañías jugueteras que montó con este fin, llegado el momento dedicó sus mayores esfuerzos a la construcción de campos de exterminio en los que asesinó sin piedad y con crueldad inusitada a dos millones de niños. Y quien amó a su patria y al género humano hasta el dolor, cuando alcanzó el poder desató una contienda enloquecida que redujo su propia patria a una informe masa de ruinas y que procuró a la humanidad una matanza como nunca antes se había verificado sobre la Tierra. ¿Por qué?… En este punto, es muy apropiada la reflexión de Nietzsche: «También Dios tiene su Infierno: su amor a los hombres.»

Uno se pregunta qué le hace a un hombre volverse con tal ira contra lo mismo que ama, empujándole a destruir con desquiciada saña aquello mismo por lo estaba dispuesto a morir sin pestañear, y no puede sino responderse que la ira descontrolada. Pero es que la Ira no es sino la manifestación de un demonio terrible que habita dentro de los hombres.

Durante milenios, nuestros predecesores consideraron su propia existencia como el campo de una batalla que se libraba entre ángeles y demonios, que es decir entre las virtudes de cada cual y sus propios vicios. Daban por supuesto que los todos hombres, a medida que crecían y se desarrollaban, eran poseídos por siete demonios, los cuales, en determinadas circunstancias se mostraban con funestos resultados, suplantando y sustituyendo la naturaleza… «normal» de los individuos. Unas criaturas sobrenaturales que se alimentaban de las energías sutiles que generaban las personas, según la influencia de cada demonio —son los siete pecados capitales o los siete vicios ancestrales—, fortaleciéndose o debilitándose según la continencia o el control que la voluntad de cada persona ejerciera sobre su propia naturaleza. Para combatirlos, tenían dos remedios cuando su voluntad de controlarlo se manifestaba insuficiente: uno, a través del hambre, negándoles su alimento al potenciar las energía contrarias, que no era otro que aquel que precisaban para vivir —ira, en el caso del de la Ira, incontinencia, en el caso del de la Lujuria, etc.—, y su confianza en otras fuerzas igualmente sobrenaturales pero de sentido contrario, representado en su fe en los ángeles. Debido a esto, no solamente nacieron las oraciones como petitorio de auxilio en el control, sino también los amuletos protectores, tales como medallas o cosas por el estilo, que no son sino elementos de atracción de lo igual a lo que se aspira, atrayendo con ellos la protección de quienes podían contener a los propios dominios o incluso derrotarlos.

Hoy, todo esto de los ángeles y los demonios es considerado aberrante, mitos sin fundamento científico o sencillamente delirios producidos por la ignorancia de unos hombres y unas sociedades que eran incapaces de comprender el mundo en el que vivían y sus propias naturalezas. Se prefiere considerar a estos males ancestrales simplemente como vicios, problemas siquiátricos —en los casos más extremos— o nada más que como «particularidades» o «tendencias» normales de cada cual. Después de la muerte de los dioses, asesinados por el conocimiento pragmático de la Ciencia y la inanición que les ha procurado a las criaturas divinas la extinción de las fes y los credos, hoy consideramos que solamente nosotros sabemos de qué va la cosa, renegamos de todo el acervo que nos han procurado millones de años de evolución, y nos permitimos considerar a todos nuestros ancestros como simples idiotas, por más que no haya demasiado que mirar para comprender que, bien, lo que se dice bien, no es que nos vaya precisamente, y que todos esos «imaginarios demonios» pululan hoy por doquier como Pedro por su casa, con resultados como los que podemos corroborar no solamente en los libros de la Historia Contemporánea, sino en nuestro día a día: Soberbia —véase a los políticos, por ejemplo, pero no deje cada quien de mirarse a sí mismo en el espejo—; Avaricia —ni falta hace argumentarlo, porque nadie tiene nunca lo bastante de lo que sea—; Envidia —especialmente en España, todo se le perdona a cualquiera, menos el éxito de uno de los nuestros—; Ira —bastaría el argumento de la muerte de una mujer cada día y medio a manos de su examante o expareja, pero no se olviden las matanzas continuas que se generan por doquier ante nuestra indiferencia—; Lujuria —jamás antes hubo tant@s meretrices ni estuvo la incontinencia sexual tan bien vista como una conducta normal, aun estando al tanto de que la mayoría de esas personas que se prostituyen son sometidas por abominables demonios de carne y hueso—; Gula —en un país con hambre y en un mundo hambriento, jamás antes hubo más programas de cocina en los medios de difusión, ni nunca antes los hombres se sentaron para una mantenerse contemplativos mientas comen sin hambre—; y Pereza —hoy más que nunca, no hay mayor aspiración para cualquiera que vivir sin hacer nada de provecho, aunque sea a costa de otros—. Los hechos, mandan. Es posible que esto sea lo «normal» ahora, pero qué exacto parecido con lo que nuestra progenie afirmaba, ¿no?.

El otro día, una excelente amiga me comentó que su hija, en un ataque de ira, se trasformó por completo, cambiándola incluso el rostro de tal forma que ni siquiera se parecía a ella misma. Más allá de las barbaridades o no que pudiera pronunciar esta joven —del todo impropias en esa persona a la que conozco y admiro—, si hubiera sido un hombre y tuviera la capacidad de violencia que proporciona la testosterona, seguramente el episodio no hubiera quedado simplemente en un «espectáculo lamentable». Pasado el incidente, y una vez volvió a dominarse, todo en ella se convirtió en arrepentimiento, sentimientos de culpa y ruegos porque se le perdonara su proceder, ni siquiera reconociéndose a sí misma en ese suceso. Algo que es común en quienes pierden el control sobre ese demonio de la Ira que todos llevamos dentro, y también común en quienes son capaces de apreciar las consecuencias de no tener atados bien cortitos a los otros demonios que he mencionado. Sorprendería saber —si los jefes de los demonios que controlan el mundo actualmente lo consintieran— cuántas víctimas mortales causan cada uno esos siete demonios, sea el temible de la Ira, los aparentemente íntimos de la Gula o la Lujuria, o aun el falsamente inocuo de la Pereza.

En el caso de la hija de mi amiga no hay nada inusual, porque es una conducta cada día más habitual tanto en uno mismo como en las personas que nos rodean. Todos hemos presenciado multitud de manifestaciones de esos demonios por falta de control sobre ellos, y sabemos que en esas circunstancias cambian los semblantes de las personas que los liberan, acaso porque la cara sea el espejo del alma, y en esos momentos la voluntad de la persona ha sido anulada y se está manifestando su demonio particular. Cuando ese demonio, harto de alimento se duerme satisfecho, la persona vuelve a tomar el control de su propia vida, y, libre ya de él, muchas veces incluso no puede creerse lo que ha sido capaz de hacer o decir, viéndose abrumado por la culpa de tal modo que no para de suplicar disculpas y rogar perdón…hasta el próximo incidente.

La posesión demoniaca, acaso sea algo mucho más normal de lo que el común de los hombres imagina, incluso es posible que, o sí o sí, todos tengamos dentro a esos siete demonios y que su manifestación exterior solamente sea posible cuando perdemos el control sobre ellos o cuando les alimentamos en exceso, porque se hacen particularmente fuertes. Considerándolo así, de poco vale que un mortal se enfrente a voluntad desnuda con una criatura incomprensible que tiene millones de años de experiencia y se conoce todos los trucos, a no ser que cuente con el auxilio de otras criaturas sobrenaturales de mayor fuerza, pero de sentido positivo. Ya sé que esto es difícil de admitir, pero no conviene olvidar que los hombres apenas si vemos un escaso margen del espectro visible, escuchamos las vibraciones producidas en un estrecho margen de los sonidos posibles, y que en todo lo demás nuestras capacidades son extraordinariamente limitadas. No vemos las ondas de radio, pero existen; ni siquiera somos capaces de ver los bichos tangibles del orden microscópico, pero están ahí. Incluso los científicos afirman que habitamos en realidad un multiuniverso conformado por innumerables universos paralelos, de modo es más que probable que compartamos espacio y tiempo con miles de mundos y órdenes que no somos capaces de apreciar, simplemente porque vibramos en distinta frecuencia. Lo que ignoramos, es si algunas de las criaturas que habitan esos otros universos del multiuniverso —o en esas otras dimensiones— sí que pueden no solamente vernos, sino entrar en nuestro espacio-tiempo e interactuar con nosotros, incluso poseyéndonos en la forma y modo que hemos comentado.

Tal vez, lo que está sucediendo en realidad es que no somos tan listos como nos creemos, ni que alguien que haya aprobado con algo más de un cinco de nota media las asignaturas de cinco años de estudios superiores tenga la posesión de la verdad absoluta, y al final resulte que, efectivamente, habitamos un orden interferido por ángeles y demonios que libran su ancestral batalla en nuestros cuerpos o nuestras almas. Desde luego, si nos fijamos en nuestras propias conductas —y ya no hablemos de las de quienes observan procederes criminales extremos—, no queda otra que admitir que en muchas ocasiones nos conducimos como si tuviéramos metidos al diablo en el cuerpo. Y de ser así, ¿qué más natural hay que el que los jefes jerárquicos de estos diablos nos hagan creer que lo malo es bueno, para que así les procuremos buenos y fortalecedores alimentos a sus huestes?…

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