Circula por ahí un chiste algo macabro que narra una cena ofrecida por Bush y Blair a numerosos representantes diplomáticos occidentales. En un momento dado, el presidente de Estados Unidos toma la palabra y dice: “Queremos anunciar que estamos preparando una nueva guerra, en la que tenemos previsto matar a 6.000 árabes y dos médicos”. Extrañado, uno de los comensales pregunta: “Disculpe, presidente, pero, ¿por qué dos médicos?”. Blair guiña el ojo a su colega texano y le susurra: “Te dije que así nadie preguntaría por los árabes”.
Algo muy parecido está ocurriendo actualmente en el Líbano. Leo en el diario Siglo XXI que los ataques israelíes han acabado con la vida de alrededor de 600 civiles libaneses, según las estimaciones del gobierno de Beirut. Mientras, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ha expresado su consternación por la muerte de cuatro observadores internacionales y exige a Israel una investigación exhaustiva para conocer las circunstancias en que se produjo el bombardeo al emplazamiento de los destacados de la ONU en la localidad de Khian. Sin duda, unas vidas valen más que otras.
Este fenómeno de tasación vital no ocurre sólo en las guerras. Si un barco con turistas franceses se hunde en la costa gala y mueren veinte personas, nos parece una tragedia. Pero cuando son inmigrantes africanos los que naufragan en su intento de llegar a Europa en busca de una vida mejor –de una vida- pasamos rápido la página del periódico para que la desagradable no nos amargue el desayuno y continuamos leyendo la información deportiva.
No sé si es una cuestión de naciones, continentes, razas o religiones, en definitiva de cercanía psicológica, pero lo cierto es que la muerte televisada sólo nos afecta cuando cae uno de los nuestros. Habrá que preguntarse entonces quiénes son “los nuestros”.