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Han desplazado el eje del planeta Fútbol al corazón de Europa

Los guerreros de Odín

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Parece que las valquirias cumplieron con su cometido. Cuidaron a los suyos con esmero, dieron lustre a sus armas y regaron con hidromiel sus sedientas gargantas. Embriagados de aquel néctar que conduce a la gloria, los guerreros de Odín arrasaron con cuantos mesías balompédicos, magos manchegos, gladiadores andaluces o paladines cristianos se les ponían por delante. Los borraron del mapa. Los humillaron sin piedad. Parecían un ciclón que avanzaba, inexorablemente, sobre la hierba germana.

Bávaros y renanos deslumbraron en sus feudos, al tiempo que sumían en la peor de las pesadillas a los plusmarquistas universales del "merchandising". Como si de una ópera de Wagner se tratase, aniquilaron con su estruendo de goles y fútbol a los dos mayores titanes que en el mundo han sido. Les aplicaron una contundente cura de humildad. Les dieron toda una lección de dignidad y disciplina. Cayeron los oropeles de la interminable y soporífera posesión del balón, y también las fruslerías de los vendedores de humo y de glorias atávicas.

Pero el guion de la epopeya parecía cambiar en el primer duelo en tierras de Iberia. El anfiteatro blanco fue testigo de la relajación de los héroes germánicos. Escasearon las cabalgadas y los certeros mazazos. Y hasta se reblandecieron aquellas mismas armaduras que en la primera batalla habían lucido infranqueables. Despertó el gigante dormido y no estuvo muy lejos de lograr la proeza. Pero no le fue suficiente el arreón final. Demasiado tarde para enmendar el naufragio.

En el coliseo azulgrana sólo hubo una dramática continuación de lo acontecido en Múnich. El otro gigante ibérico se vio reducido a escombros. En ningún momento fue capaz de plantar cara a un enemigo de otro mundo. Fue un juguete roto en las manos de un niño de proporciones cósmicas. Jamás una luz tan fulgurante se apagó con tanto estrépito.

Unos se ahogaron en su propia monotonía. Los otros se atragantaron en su penúltimo trago de bravuconería y soberbia. Ambos se precipitaron al vacío como dos pesadas piedras, tan mastodónticas como inútiles. Quizá sea demasiado cruel desearles un futuro como el que los dioses depararon al atormentado Sísifo. Pero la tentación de fantasear con verles fracasar eternamente a las puertas de la gloria es muy poderosa.

Los guerreros de Odín

Han desplazado el eje del planeta Fútbol al corazón de Europa
Carlos Salas González
viernes, 3 de mayo de 2013, 07:18 h (CET)
Parece que las valquirias cumplieron con su cometido. Cuidaron a los suyos con esmero, dieron lustre a sus armas y regaron con hidromiel sus sedientas gargantas. Embriagados de aquel néctar que conduce a la gloria, los guerreros de Odín arrasaron con cuantos mesías balompédicos, magos manchegos, gladiadores andaluces o paladines cristianos se les ponían por delante. Los borraron del mapa. Los humillaron sin piedad. Parecían un ciclón que avanzaba, inexorablemente, sobre la hierba germana.

Bávaros y renanos deslumbraron en sus feudos, al tiempo que sumían en la peor de las pesadillas a los plusmarquistas universales del "merchandising". Como si de una ópera de Wagner se tratase, aniquilaron con su estruendo de goles y fútbol a los dos mayores titanes que en el mundo han sido. Les aplicaron una contundente cura de humildad. Les dieron toda una lección de dignidad y disciplina. Cayeron los oropeles de la interminable y soporífera posesión del balón, y también las fruslerías de los vendedores de humo y de glorias atávicas.

Pero el guion de la epopeya parecía cambiar en el primer duelo en tierras de Iberia. El anfiteatro blanco fue testigo de la relajación de los héroes germánicos. Escasearon las cabalgadas y los certeros mazazos. Y hasta se reblandecieron aquellas mismas armaduras que en la primera batalla habían lucido infranqueables. Despertó el gigante dormido y no estuvo muy lejos de lograr la proeza. Pero no le fue suficiente el arreón final. Demasiado tarde para enmendar el naufragio.

En el coliseo azulgrana sólo hubo una dramática continuación de lo acontecido en Múnich. El otro gigante ibérico se vio reducido a escombros. En ningún momento fue capaz de plantar cara a un enemigo de otro mundo. Fue un juguete roto en las manos de un niño de proporciones cósmicas. Jamás una luz tan fulgurante se apagó con tanto estrépito.

Unos se ahogaron en su propia monotonía. Los otros se atragantaron en su penúltimo trago de bravuconería y soberbia. Ambos se precipitaron al vacío como dos pesadas piedras, tan mastodónticas como inútiles. Quizá sea demasiado cruel desearles un futuro como el que los dioses depararon al atormentado Sísifo. Pero la tentación de fantasear con verles fracasar eternamente a las puertas de la gloria es muy poderosa.

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