Un pensamiento tenebroso asoma a mi cabeza desde hace varios días. Aún no lo tengo demostrado, pero cada momento que pasa voy tomando más conciencia de una realidad inquietante. Así es que he tomado la decisión de comprobar por mí mismo la idea que en estas líneas les adelanto.
Habrá quien piense que estoy loco, pero no me preocupa. A todos los genios les pasó lo mismo, y sólo cuando consiguieron superar las prejuicios de sus coetáneos alcanzaron el reconocimiento merecido. Por ello, he decidido dejar aquí constancia de mi experimento personal, para que en un futuro, cuando alguien lea esta columna, sepa valorar mi descubrimiento y encumbrarlo como se merece.
Cogeré un periódico de un día cualquiera, lo guardaré a buen recaudo y, dentro de unos diez años, a mediados del mes de julio, lo leeré como si fuera acabara de comprarlo en el kiosco de la esquina. Seguramente podré informarme sobre los horribles incendios que asolan toda España, sobre la ola de calor que alcanza máximos históricos, sobre los inmigrantes que tratan de cruzar el estrecho para alcanzar el primer mundo, sobre los últimos fichajes de los equipos de fútbol o la clasificación del Tour de Francia.
Encontraré, seguro, noticias acerca del conflicto de Oriente Medio, reportajes con datos sobre accidentes de carreteras y consejos acerca de la seguridad vial. Algún asesinato -¿violencia doméstica, tal vez?- y robos en las grandes ciudades, con los ladrones que aprovechan para desvalijar casas mientras los veraneantes disfrutan de sus vacaciones estivales. También podré ver, sin duda, fotografías de playas abarrotadas de gente, con sombrillas de colores que no dejan ver ni un solo grano de arena.
Y cuando lea todo esto, dentro de diez años, como si acabara de ocurrir, habré demostrado mi extraordinaria e increíble teoría: todos los veranos son el mismo.