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“Muchas personas no cumplen los ochenta porque intentan durante demasiado tiempo quedarse en los cuarenta.” –Salvador Dalí

Saber envejecer con dignidad, un arte

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Se dice que las personas mayores llegan a un momento de su existencia que viven más de los recuerdos que de las realidades que las acompañan en los últimos años de su existencia. Sin embargo existe un problema que puede llegar a desmentir semejante hipótesis. Todos sabemos que, a medida que vamos cumpliendo años, vamos teniendo que ir renunciando a facultades físicas e intelectuales de las que podíamos disfrutar en nuestros años de juventud. Y una de estas facultades, quizá de las más importantes y satisfactorias de las que puede gozar una persona es, sin duda, la de tener una buena memoria que te ayude a revivir momentos de la vida que te ayudan a recordar episodios de una cierta relevancia de aquel pasado, ya lejano, de tus años de juventud y quizá, de ellos, los que más te hayan impactado sean los de tus relaciones con tus padres, familiares y amistades que ya nos abandonaron, aquellos éxitos que te acompañaron y aquellas circunstancias curiosas, divertidas o perturbadoras por las que tuviste que pasar; porque todos los recuerdos que, unidos a las fotografías, efemérides y remembranzas nostálgicas, forman parte de la biografía de cada persona, una suerte de recordatorio que, a medida que uno envejece gusta más de acudir a consultarlo.


Sin embargo, se debe admitir que, por regla general salvo excepcionales singularidades, a medida que se van cumpliendo años y se llega a aquella parte de la vida en la que ya no se habla del futuro, se prescinde de formalidades, resulta imposible entender cómo piensa y se comporta la juventud que nos rodea y nos resulta inalcanzable seguir el ritmo que nos impone la aparición de nuevas tecnologías, por mucho que intentemos competir con estos niños de pocos años que, en su niñez, son capaces de asimilarlas sin la menor dificultad, dejándonos en ridículo y, por qué no decirlo, acomplejados al vernos superados por estos pequeños enanos sabihondos. El recurso a acudir a los recuerdos, como medio de intentar evadirnos de esta realidad que no acabamos de comprender y que nos disgusta, vemos que, a medida que vamos sumando años no encontramos ante un nuevo obstáculo del que son pocos los que consiguen zafarse: la pérdida de memoria. La palabra que, cuando pretendes pronunciarla, se te escapa y que no consigues dar con ella por mucho que te esfuerces en conseguirlo; la imagen de aquel amigo de juventud del que perdiste su pista pero que sigue en su mismo lugar en la fotografía de tu promoción de bachillerato y del que perdiste su pista desde aquella vez en la que os tomasteis un café juntos en un bar de tu ciudad y del que ahora eres incapaz de recordar su fisonomía. Aquella frase o refrán que has repetido mil veces en tus tertulias pero que, aquella puñetera vez en la que intentas colarla de nuevo, te quedas en blanco y has de recurrir al socorrido “perdonad, pero la memoria ya me falla”. Y ¿qué decir de aquellas reuniones familiares, en las que la parentela se reunía para comer juntos el arroz de la especialista en cocinarlos, algo que sucedía con frecuencia, pero que ahora, cuando repasas la fotografía, ya te sientes incapaz de identificar, por su nombre, a cada uno de los asistentes?


No, no señores, el vivir de recuerdos no es tan fácil como algunos lo entienden. Y esto que parece ser simplemente otra de las ventajas a las que nos hemos de acostumbrar a prescindir, como, por ejemplo, asimilar que cuando en cualquier reunión estás intentando explicar algo que a ti te parece interesante y que, de repente, te das cuenta de que aquellos a los que te dirigías han comenzado a charlar entre sí de modo que llega un momento en el que te apercibes de que está hablando para ti mismo. Te callas y te dedicas a escuchar las conversaciones del resto que, para ti, no faltaría más, te resultan absolutamente frívolas y carentes de interés.


Pero creo que me he desviado del tema que quería comentar. Debo empezar por decir que, hay una parte de la sociedad que, por dedicarse al mundo artístico, a la representación de comedias, cantantes, artistas de cine o bailarines, se ven obligados a tener una especial atención en la manera en la que visten, en mantenerse en forma físicamente, en conservar su agilidad o en seguir los dictados de la modas debido a que su oficio se lo exige. Del mismo modo, como son pocos los que se retiran de las bambalinas cuando todavía son jóvenes, muchos de ellos, los que mejor entienden la profesión, procuran variar de personajes de modo que, a medida que envejecen, van asumiendo papeles más adecuados a la edad que tiene. No hay nada más ridículo que un actor mayor quiera seguir haciendo de galán en una película o una obra de teatro. No obstante, dejando aparte los profesionales dedicados a actuar frente al público, también en el resto de ciudadanos y, muy especialmente, entre aquellos a los que siempre les ha gustado presumir de conquistadores y se creen que, al envejecer, seguirán manteniendo la prestancia y belleza de su juventud, es muy corriente que empiecen por utilizar una serie de afeites con los que intentan disimular las ojeras, las incipientes arrugas de la frente o la papada que, indiscreta, empieza a deformarles la estilizada línea del cuello.


Hemos llegado a ver a personas que ocultan su verdadera faz detrás de engrudos en forma de máscaras de maquillajes, cosméticos o mejunjes que los convierte en verdaderos payasos de feria. Estos vividores que medran en los programas basura de las TV, son verdaderos especialistas, aparte de vivir de airear sus intimidades, broncas fingidas o de sus chismorreos, en pretender aparentar tener menos años de los que en realidad tienen. Todos hemos tenido ocasión de ver a personas, como la propia Isabel Pantoja, en uno de estos programas de supervivencia en los que no cabe ponerse postizos ni pomadas que disimulen las arrugas, convertida en una sombra de lo que fue y nada que ver con la cara fabricada por sus maquilladores con la que aparece en sus actuaciones ante el público que, evidentemente, ha sufrido un encalado de cuidado para convertirla en una cara aceptable para actuar.


Y esto nos lleva a algo que considero que honra a todos aquellos que llegan a alcanzar muchos años, pero que son capaces de ir aceptando lo que se podría definir como el rol correspondiente a cada una de las edades que le toca vivir a cada persona. El acumular años con dignidad, comprender que los efectos del envejecimiento se debe intentar compensarlos con la amabilidad, la simpatía, la tolerancia, la campechanía y, si nos apuran, el saber mantener en un segundo plano cuando ya se es consciente de que, lo que uno pueda aportar a una conversación ya no tiene interés para la gente joven que, como es natural, ya tienen otras formas de pensar distintas, como nos ocurrió a nosotros con nuestros padres y a ellos con los suyos. El encontrar lo que se pudiera considerar un hobby que sirva para mantener, dentro de lo posible, un normal funcionamiento de las hormonas y un aceptable nivel de satisfacción personal en el trabajo que se hace sin que, por otra parte, se convierta en algo obsesivo que pudiera convertirse en un motivo de disgusto o enfado.


Dicen que el hombre nace solo y que finaliza su vida, también solo. Quizá sea una ley cruel, una consecuencia de que en los momentos clave de nuestra existencia vamos a ser nosotros mismos los que tomemos la conciencia de que entramos en un universo nuevo, cuando nacemos, o nos dirigimos a otro desconocido, inquietante y misterioso cuando dejemos de respirar. Es posible que lo verdaderamente importante sea la forma en la que, con todos nuestros defectos, errores, desatinos, maldades, injusticias a los que nuestro egoísmo y naturaleza humana nos hayan inducido, tengan que oponerse las pocas cosas buenas que hayamos hecho, siempre teniendo en cuenta que el hombre tiene la tendencia a inclinarse a lo que le resulta satisfactorio y, en menos ocasiones, a aquello que le supone sacrificios, esfuerzo, penalidades o renuncias que, por no resultar una actividad que por si resulte agradable es posible que tenga la tendencia a esquivarla.


O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, en esta ocasión, quizá por pertenecer a esta edad, ya avanzada, que he estado comentando; me he permitido exponer algunas ideas de mi propia cosecha que les agradeceré no se tomen demasiado en serio ya que, para preocuparnos y ponernos de los nervios, ya están los políticos que, en esta materia, no hay quien les tosa.Eso sí, aprendan a envejecer con dignidad.  

Saber envejecer con dignidad, un arte

“Muchas personas no cumplen los ochenta porque intentan durante demasiado tiempo quedarse en los cuarenta.” –Salvador Dalí
Miguel Massanet
domingo, 25 de agosto de 2019, 05:23 h (CET)

Se dice que las personas mayores llegan a un momento de su existencia que viven más de los recuerdos que de las realidades que las acompañan en los últimos años de su existencia. Sin embargo existe un problema que puede llegar a desmentir semejante hipótesis. Todos sabemos que, a medida que vamos cumpliendo años, vamos teniendo que ir renunciando a facultades físicas e intelectuales de las que podíamos disfrutar en nuestros años de juventud. Y una de estas facultades, quizá de las más importantes y satisfactorias de las que puede gozar una persona es, sin duda, la de tener una buena memoria que te ayude a revivir momentos de la vida que te ayudan a recordar episodios de una cierta relevancia de aquel pasado, ya lejano, de tus años de juventud y quizá, de ellos, los que más te hayan impactado sean los de tus relaciones con tus padres, familiares y amistades que ya nos abandonaron, aquellos éxitos que te acompañaron y aquellas circunstancias curiosas, divertidas o perturbadoras por las que tuviste que pasar; porque todos los recuerdos que, unidos a las fotografías, efemérides y remembranzas nostálgicas, forman parte de la biografía de cada persona, una suerte de recordatorio que, a medida que uno envejece gusta más de acudir a consultarlo.


Sin embargo, se debe admitir que, por regla general salvo excepcionales singularidades, a medida que se van cumpliendo años y se llega a aquella parte de la vida en la que ya no se habla del futuro, se prescinde de formalidades, resulta imposible entender cómo piensa y se comporta la juventud que nos rodea y nos resulta inalcanzable seguir el ritmo que nos impone la aparición de nuevas tecnologías, por mucho que intentemos competir con estos niños de pocos años que, en su niñez, son capaces de asimilarlas sin la menor dificultad, dejándonos en ridículo y, por qué no decirlo, acomplejados al vernos superados por estos pequeños enanos sabihondos. El recurso a acudir a los recuerdos, como medio de intentar evadirnos de esta realidad que no acabamos de comprender y que nos disgusta, vemos que, a medida que vamos sumando años no encontramos ante un nuevo obstáculo del que son pocos los que consiguen zafarse: la pérdida de memoria. La palabra que, cuando pretendes pronunciarla, se te escapa y que no consigues dar con ella por mucho que te esfuerces en conseguirlo; la imagen de aquel amigo de juventud del que perdiste su pista pero que sigue en su mismo lugar en la fotografía de tu promoción de bachillerato y del que perdiste su pista desde aquella vez en la que os tomasteis un café juntos en un bar de tu ciudad y del que ahora eres incapaz de recordar su fisonomía. Aquella frase o refrán que has repetido mil veces en tus tertulias pero que, aquella puñetera vez en la que intentas colarla de nuevo, te quedas en blanco y has de recurrir al socorrido “perdonad, pero la memoria ya me falla”. Y ¿qué decir de aquellas reuniones familiares, en las que la parentela se reunía para comer juntos el arroz de la especialista en cocinarlos, algo que sucedía con frecuencia, pero que ahora, cuando repasas la fotografía, ya te sientes incapaz de identificar, por su nombre, a cada uno de los asistentes?


No, no señores, el vivir de recuerdos no es tan fácil como algunos lo entienden. Y esto que parece ser simplemente otra de las ventajas a las que nos hemos de acostumbrar a prescindir, como, por ejemplo, asimilar que cuando en cualquier reunión estás intentando explicar algo que a ti te parece interesante y que, de repente, te das cuenta de que aquellos a los que te dirigías han comenzado a charlar entre sí de modo que llega un momento en el que te apercibes de que está hablando para ti mismo. Te callas y te dedicas a escuchar las conversaciones del resto que, para ti, no faltaría más, te resultan absolutamente frívolas y carentes de interés.


Pero creo que me he desviado del tema que quería comentar. Debo empezar por decir que, hay una parte de la sociedad que, por dedicarse al mundo artístico, a la representación de comedias, cantantes, artistas de cine o bailarines, se ven obligados a tener una especial atención en la manera en la que visten, en mantenerse en forma físicamente, en conservar su agilidad o en seguir los dictados de la modas debido a que su oficio se lo exige. Del mismo modo, como son pocos los que se retiran de las bambalinas cuando todavía son jóvenes, muchos de ellos, los que mejor entienden la profesión, procuran variar de personajes de modo que, a medida que envejecen, van asumiendo papeles más adecuados a la edad que tiene. No hay nada más ridículo que un actor mayor quiera seguir haciendo de galán en una película o una obra de teatro. No obstante, dejando aparte los profesionales dedicados a actuar frente al público, también en el resto de ciudadanos y, muy especialmente, entre aquellos a los que siempre les ha gustado presumir de conquistadores y se creen que, al envejecer, seguirán manteniendo la prestancia y belleza de su juventud, es muy corriente que empiecen por utilizar una serie de afeites con los que intentan disimular las ojeras, las incipientes arrugas de la frente o la papada que, indiscreta, empieza a deformarles la estilizada línea del cuello.


Hemos llegado a ver a personas que ocultan su verdadera faz detrás de engrudos en forma de máscaras de maquillajes, cosméticos o mejunjes que los convierte en verdaderos payasos de feria. Estos vividores que medran en los programas basura de las TV, son verdaderos especialistas, aparte de vivir de airear sus intimidades, broncas fingidas o de sus chismorreos, en pretender aparentar tener menos años de los que en realidad tienen. Todos hemos tenido ocasión de ver a personas, como la propia Isabel Pantoja, en uno de estos programas de supervivencia en los que no cabe ponerse postizos ni pomadas que disimulen las arrugas, convertida en una sombra de lo que fue y nada que ver con la cara fabricada por sus maquilladores con la que aparece en sus actuaciones ante el público que, evidentemente, ha sufrido un encalado de cuidado para convertirla en una cara aceptable para actuar.


Y esto nos lleva a algo que considero que honra a todos aquellos que llegan a alcanzar muchos años, pero que son capaces de ir aceptando lo que se podría definir como el rol correspondiente a cada una de las edades que le toca vivir a cada persona. El acumular años con dignidad, comprender que los efectos del envejecimiento se debe intentar compensarlos con la amabilidad, la simpatía, la tolerancia, la campechanía y, si nos apuran, el saber mantener en un segundo plano cuando ya se es consciente de que, lo que uno pueda aportar a una conversación ya no tiene interés para la gente joven que, como es natural, ya tienen otras formas de pensar distintas, como nos ocurrió a nosotros con nuestros padres y a ellos con los suyos. El encontrar lo que se pudiera considerar un hobby que sirva para mantener, dentro de lo posible, un normal funcionamiento de las hormonas y un aceptable nivel de satisfacción personal en el trabajo que se hace sin que, por otra parte, se convierta en algo obsesivo que pudiera convertirse en un motivo de disgusto o enfado.


Dicen que el hombre nace solo y que finaliza su vida, también solo. Quizá sea una ley cruel, una consecuencia de que en los momentos clave de nuestra existencia vamos a ser nosotros mismos los que tomemos la conciencia de que entramos en un universo nuevo, cuando nacemos, o nos dirigimos a otro desconocido, inquietante y misterioso cuando dejemos de respirar. Es posible que lo verdaderamente importante sea la forma en la que, con todos nuestros defectos, errores, desatinos, maldades, injusticias a los que nuestro egoísmo y naturaleza humana nos hayan inducido, tengan que oponerse las pocas cosas buenas que hayamos hecho, siempre teniendo en cuenta que el hombre tiene la tendencia a inclinarse a lo que le resulta satisfactorio y, en menos ocasiones, a aquello que le supone sacrificios, esfuerzo, penalidades o renuncias que, por no resultar una actividad que por si resulte agradable es posible que tenga la tendencia a esquivarla.


O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, en esta ocasión, quizá por pertenecer a esta edad, ya avanzada, que he estado comentando; me he permitido exponer algunas ideas de mi propia cosecha que les agradeceré no se tomen demasiado en serio ya que, para preocuparnos y ponernos de los nervios, ya están los políticos que, en esta materia, no hay quien les tosa.Eso sí, aprendan a envejecer con dignidad.  

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